Sin esperar a que él me lo indicara, me senté junto a la chimenea y desentumecí las manos delante del fuego.
– Vuestra satisfacción significa poco para mí. He hecho lo que me pedíais, y ahora ha llegado el momento de que me liberéis y liberéis a mis amigos de cualquier obligación hacia vos.
– ¿Liberaros? -preguntó Cobb frunciendo el ceño-. ¿Por qué debería hacer algo tan absurdo?
Me puse en pie de un salto.
– No juguéis conmigo. Me dijisteis que, si hacía lo que me pedíais, repararíais todo el daño que habéis causado. Bien… Ya he hecho lo que me pedisteis.
– Si no recuerdo mal, dije que debíais hacer todo lo que yo os pidiera. Habéis hecho la primera cosa, por supuesto. -Apenas se movía. Apenas se daba cuenta de que yo me había puesto de pie y tenía los puños apretados, amenazándolo-. Hay más, muchas más cosas que necesitaré de vos. Oh, no, señor Weaver… Nuestra colaboración acaba de empezar.
Tal vez yo debería haber previsto este cambio de la situación, pero no lo había hecho. Había pensado que Cobb necesitaba aquellos documentos y que, en cuanto los tuviera en su poder, ya no tendría necesidad de utilizarme.
– ¿Cuánto tiempo os proponéis seguir abusando de mí?
– No se trata de tiempo, en realidad. Es cuestión de unos ob jetivos que debemos lograr. Necesito ciertas cosas. Vos sois el único que podéis conseguírmelas, y no lo haréis de buen grado. Trabajaremos juntos hasta que haya logrado mis objetivos. Es tan sencillo como eso.
– No seguiré robando casas por vos.
– ¡Por supuesto que no! No tendréis que hacer nada de eso. Estoy pensando en asuntos mucho más delicados.
– ¿Qué asuntos son esos?
– No puedo decíroslo, al menos con los detalles que vos desearíais saber. Es demasiado pronto aún, pero comprobaréis que soy muy generoso. Sentaos. Tened la bondad de sentaros.
No sé por qué lo hice, pero me senté. Tal vez por algo que noté en su voz, o quizá porque comprendí que mi resistencia era inútil. Yo no podía hacerle daño sin atraer sobre mi cabeza y sobre las de otros una horrible desgracia. Cobb había jugado sus cartas magistralmente, y yo necesitaba más tiempo para descubrir la manera de aventajarlo. No podía salir de aquello a puñetazos esa misma noche.
– Como os iba diciendo -prosiguió-, descubriréis que soy un hombre muy generoso. De momento, no dejaréis que nadie os contrate. Yo seré vuestro único patrón. Además de las treinta libras que os he prometido por vuestro trabajo, os pagaré otras cuarenta libras por trimestre, que es una suma muy generosa… supongo que tanto como ganaríais en el mismo tiempo, y tal vez más. Por otra parte, así no tendréis la preocupación de preguntaros de dónde obtendréis vuestros ingresos.
– Tendré la preocupación de ser un esclavo al servicio de los caprichos de otro hombre y de que la vida de las personas que quiero dependan de mis actos.
– Para mí que eso es menos una preocupación que un incentivo. Vamos, pensadlo, señor. Si me servís con lealtad y no me dais motivos para espolearos, ninguno de vuestros amigos sufrirá ningún daño.
– ¿Y durante cuántos trimestres requeriréis mis servicios? -pregunté haciendo fuerza para que no me rechinaran los dientes.
– No sabría decíroslo. Puede que sean unos pocos meses. Puede que sea un año, o tal vez más.
– ¡Más de un año! -protesté-. ¡No podéis dejar a mi tío en su estado actual durante un año! Devolvedle su cargamento y yo seguiré adelante.
– Me temo que no saldría bien. No puedo pensar que os sintierais obligado a mantener la palabra dada a un hombre que se hubiera portado tan mal como yo con vos. Dentro de unos meses, tal vez, cuando os hayáis comprometido más, cuando tengáis demasiado que perder si rompierais el trato vos mismo, podremos volver a hablar de vuestro tío. Entretanto, él me servirá para asegurarme de que vos no os alejáis de nuestros objetivos.
– ¿Qué objetivos son esos?
– Venid a verme dentro de tres días, Weaver. Lo discutiremos entonces. Mientras tanto, podéis llevaros vuestras ganancias y gozar de vuestra libertad, Edmond os pagará al salir por vuestra aventura de esta noche y el salario de vuestro primer trimestre.
– Seguro que no le hará ninguna gracia…
– Me tiene sin cuidado si le hace gracia o no, y si pensáis que montaré en cólera por haberle dado una paliza, estáis muy equivocado; podéis dejar de hacerlo.
– Podríais darme algún motivo mejor…
– Si golpear a mi criado calma vuestro malhumor y eso hace que os sintáis más a gusto, sacudidle todo cuanto queráis y yo consideraré que él se está ganando su sueldo. Hay otra cosa, sin embargo. No puedo menos que pensar que estaréis deseando saber por qué llego a semejantes extremos para obtener mis objetivos. Querréis saber qué contienen estos documentos, quién es el señor Ellershaw y más cosas del mismo tenor… Os aconsejo que moderéis vuestra curiosidad; que la sofoquéis por completo. Es una chispa que podría conducir a una gran conflagración que os destruiría a vos y a vuestros amigos. No quiero que husmeéis sobre mí o mis asuntos. Si averiguara que hacéis caso omiso de mi consejo, alguno de vuestros amigos lo pagaría para demostraros que hablo muy en serio. Debéis contentaros con manteneros en la ignorancia.
Aquellas palabras eran su despedida. Me puse en pie y salí al vestíbulo, pero Cobb me llamó.
– Ah, Weaver… No olvidéis esto -dijo, y me tendió los documentos.
Yo me quedé mirando los papeles que tenía en la mano.
– ¿No los necesitáis? -pregunté.
– No tienen ningún valor para mí. Lleváoslos, pero guardadlos en algún lugar seguro. Los necesitaréis dentro de unos días.
Ya en la puerta, Edgar me devolvió mis cosas y puso en mi mano una bolsa sin decir palabra. Fue una suerte para mí que los ladrones que poblaban las calles como hambrientos fantasmas no pudieran oler mi dinero, porque esa noche hubiera sido para ellos una presa fácil. Estaba demasiado aturdido para combatir, o tal vez incluso para advertir el peligro aun teniéndolo ante mis narices.
Para la tarde siguiente concerté una reunión en casa de mi tío, a la que asistió también Elias, porque los tres éramos las personas más afectadas por este problema…, dejando aparte al señor Franco, al que me referiré más adelante. Nos sentamos en el estudio de mi tío a catar a sorbitos su vino…, aunque en el caso de Elias «trasegar» sería una descripción más adecuada, porque se pasó todo el rato haciendo equilibrios entre la necesaria claridad de pensamiento y la abundancia de clarete en el hogar de un comerciante en vinos.
– No he conseguido averiguar nada acerca de ese hombre, el tal Jerome Cobb -anunció mi tío. Se retrepó en su asiento y a mí me pareció entonces menudo y frágil entre los brazos de la butaca. Aunque sentado junto al fuego, tenía encima un pesado edredón y llevaba un pañuelo atado alrededor del cuello. Su voz emergía con un ronco resuello, que me hacía temer por su salud-. He hecho algunas preguntas discretamente, entiende, pero la mención de su nombre solo da lugar a caras de completa ignorancia.
– ¿Podría ser que los que respondían a vuestras preguntas estuvieran fingiendo? -pregunté-. Quizá estén tan asustados de Cobb que teman cruzarse en su camino.
Mi tío sacudió la cabeza.
– No lo creo. Llevo demasiados años como mercader para no saber olfatear el engaño; o, por lo menos, el desasosiego. No…, el nombre de Cobb no significa nada para aquellos a los que he preguntado.
– ¿Y qué hay de ese sobrino suyo, el de las Aduanas? -insistí.
Mi tío sacudió otra vez la cabeza.
– Se sabe que trabaja allí, pero es una persona bien situada y que guarda las distancias. Muchas de las personas con quienes he hablado tienen alguna idea de él, pueden decir incluso que lo conocen de vista, pero no saben nada más.
Читать дальше