Estuvimos los dos enzarzados en esta misma conversación mucho rato.
– Estáis muy confundido -le decía yo-, si creéis que tengo alguna relación de la clase que necesitáis vos. Por lo visto habéis olvidado los problemas que tuve en las pasadas elecciones. No ando falto precisamente de enemigos políticos.
– En este país solo tenemos dos partidos políticos. Lo que significa que cualquier hombre que se crea enemigos, tiene que granjearse amigos por la misma razón. Yo os diría que eso es una ley de la naturaleza, o algo muy semejante.
No podría decir cómo se hubiera resuelto nuestra conversación de no ser porque fue interrumpida por un súbito estallido de ruidos: voces airadas, sillas derribadas al suelo, el tintineo hueco de los objetos de peltre al chocar unos con otros. Hale y yo nos dimos la vuelta y vimos a dos sujetos plantados frente a frente, con los rostros encendidos de ira. Reconocí enseguida a uno de ellos: el hombre bajo y rechoncho de cejas cómicamente pobladas que había entrado junto con Devout formando parte del grupo de los tejedores de seda. El otro individuo, igualmente fornido, me resultó completamente extraño. Me bastó una mirada a Devout para comprender que también para él era un desconocido.
Aunque corpulento y desgarbado, Devout Hale se había apresurado a ponerse en pie y avanzó hacia ellos lo más rápidamente que se lo permitió su cuerpo enfermo y torpe.
– ¡Deteneos! ¿Qué es esto? -preguntó-. ¿Ocurre algo malo, Feathers?
Feathers, el más bajo de los dos, se dirigió a Hale sin apartar los ojos de su adversario.
– ¿Qué ocurre? Pues que este sinvergüenza nos ha insultado a todos cuantos venimos de familias originarias de Francia -explicó-. Ha dicho que somos una mierda de papistas.
– Jamás he dicho nada así -protestó el más alto-. Me parece que este hombre está borracho.
– Seguro que se trata de un malentendido -dijo Devout Hale-. Y aquí no puede haber enemistades entre nosotros, así que os invito a los dos a una jarra y a que nos hagamos amigos.
El que Hale había llamado Feathers respiró profundamente como armándose de valor para hacer las paces. Hubiera sido más prudente, con todo, que se dispusiera para algo peor pues su adversario le lanzó inesperadamente un puñetazo a la boca. Salió un reguero de sangre del herido antes de que se desplomara en el suelo, y yo di por seguro que el autor de aquella violencia iba a recibir una paliza por parte de los compañeros de Feathers, pero en el mismo instante se escuchó el sonido del silbato de un alguacil y al volvernos vimos a dos hombres uniformados con la librea de su cargo, que se hallaban presenciando la reyerta. Apenas habíamos tenido tiempo de preguntarnos de dónde habían salido, cuando ya estaban levantando al caído Feathers.
– Este tipo estaba buscando pelea -observó uno de los alguaciles.
– Sin duda, sin duda -asintió el segundo alguacil.
– ¡Aguardad! -exclamó Hale-. ¿Qué hay del otro?
Del otro no había ni rastro.
Le costó mucho esfuerzo al señor Hale persuadir a sus camaradas tejedores de seda de que se quedaran en la taberna mientras él acompañaba a la víctima de la injusticia a la oficina del magistrado. Su propuesta generó mucha controversia, lo cual me dio a entender que mi amigo no estaba en buenas relaciones con el desgraciado señor Feathers, pero, aun así, consiguió convencer a los otros de que sería el mejor representante posible para su camarada herido y de que la presencia de un grupo numeroso ante el magistrado podría ser interpretada como un intento de intimidación. Propuso, sin embargo, que lo acompañara yo en su misión pues, según sus palabras, yo entendía algo de los procedimientos legales.
Yo no sabía prácticamente nada de leyes, y ciertamente no me había hecho ninguna gracia lo que había podido ver del suceso hasta entonces. Aquellos alguaciles habían aparecido con demasiada rapidez, y el agresor se había apresurado también demasiado en desaparecer. Había alguna trampa en marcha.
El despacho de Richard Umbread, magistrado de Spitalfields, era por la noche un lugar tranquilo, silencioso y mal iluminado, en el que estaba él solo con unos pocos alguaciles y un escribiente. Había fuego en la chimenea, pero era pequeño; eso, y la escasez de velas, daba a la estancia cierto aire de mazmorra. El señor Feathers, que trataba de taponarse su sangrante nariz con un pañuelo ya totalmente rojo, miraba con expresión de aturdimiento.
– Veamos… -le dijo el juez a Feathers-. Mis alguaciles me dicen que vos, en vuestra borrachera, instigasteis un ataque contra vuestro compañero. ¿Es eso cierto?
– No, señoría, no lo es. Insultó a mis padres, señoría, y cuando yo protesté, me golpeó sin ningún motivo.
– Hum… Pero resulta que él no está presente, y vos sí, por lo que parece muy fácil echarle las culpas a él.
– Hay testigos del hecho, señoría -se adelantó a decir Devout Hale, pero el juez no le prestó atención.
– Y me han hecho saber -prosiguió el juez- que vos no tenéis ningún empleo remunerado. ¿Es correcto eso?
– Tampoco es verdad, señoría -lo corrigió Feathers-, Soy tejedor de seda, señoría, y trabajo con una empresa de tejedores de seda muy cerquita de Spinner's Yard. Ese hombre que está ahí de pie es el señor Devout Hale: trabaja conmigo, señoría. Me conoce desde que era aprendiz, aunque no hice mi aprendizaje con él.
– Es sumamente fácil para un hombre -dijo el juez- con seguir camaradas que afirmen tal o cual cosa en su favor, pero eso no cambia el hecho de que vos seáis un hombre desocupado y, por lo mismo, inclinado a la violencia.
– No hay nada de eso -replicó Feathers. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, sin poder dar crédito a lo que oía.
– Vos no me ofrecéis ninguna prueba en contra.
– Disculpad, señoría… -me aventuré a decir-, pero pienso que os ha ofrecido buenas pruebas de lo contrario. El señor Hale y yo presenciamos el conflicto, y declararemos bajo juramento que el señor Feathers fue la víctima, y no el causante. En lo que respecta a su empleo, el señor Hale testificará al respecto, y estoy seguro de que no será difícil encontrar una docena de hombres que declaren lo mismo que él.
– Jurar no significa nada cuando todo es falso -dijo el juez-. Me he pasado demasiados años impartiendo justicia para no haber aprendido a calar al que tengo delante de mí. Señor Giles Feathers: la experiencia me dice que los hombres violentos e irresponsables necesitan un trabajo útil que les enseñe a mejorar su forma de ser. En consecuencia, os sentencio a trabajar en el taller de Christwell Street, donde aprenderéis el oficio de tejer la seda durante los tres meses que durará vuestro arresto. Confío en que esta habilidad os ayudará a encontrar empleo una vez quedéis libre, para que no volváis a comparecer ante mí con otros cargos semejantes.
– ¡Aprender a tejer! -exclamó Feathers-. ¡Pero si ya conozco el arte de tejer y soy un buen trabajador en mi oficio! Es así como me gano la vida.
– ¡Lleváoslo de aquí -ordenó el juez a sus alguaciles-, y despejad la sala de estos holgazanes!
De haberse hallado el señor Hale en la plenitud de sus fuerzas, yo hubiera esperado de él que reaccionara contra aquel ultraje de una forma que lo condujera también a prisión, pero no pudo resistir los empellones del alguacil y, como no se trataba de una batalla que me incumbiera, yo lo seguí a la calle.
– Había oído hablar de estas trampas -bufó Hale ya fuera- , pero jamás pensé que las vería poner en práctica contra mis propios hombres.
Yo asentí, porque ahora lo entendía todo muy bien:
– Una especie de reclutamiento forzoso de tejedores de seda…
– Sí. Ese taller de Christwell Street es un negocio privado y sus propietarios pagan al juez, que a su vez paga a los alguaciles para que arresten sin motivo a hombres diestros en el oficio. Después envían a esos trabajadores a los talleres para que «aprendan» un oficio, lo cual es el colmo de la desfachatez. Una práctica afín a la esclavitud. Consiguen gratis tres meses de trabajo de Feathers y, si este les crea problemas, lo castigarán con más tiempo.
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