– Se me ha dado a entender que existe una relación entre vos y esa joven judía, la señorita Gabriella Franco. ¿No es así?
– No lo es -repliqué.
Por espacio de más de tres años, mi mayor deseo había sido casarme con la viuda de mi primo, Miriam, pero el asunto había acabado mal y sin esperanzas de poder resolverse felizmente. Aunque mi tío Miguel había buscado esa unión, también él había acabado entendiendo que la fortaleza estaba en ruinas y, consiguientemente, había hecho algunas gestiones para favorecer otros enlaces que, en su opinión, pudieran ser ventajosos para mi felicidad y mi economía doméstica. Yo tenía por costumbre resistirme a esas gestiones suyas, pero en alguna oportunidad accedí a visitar a alguna dama de su elección si pensaba que tendría suficiente interés para mí. La señorita Franco era, en verdad, una mujer muy atractiva, con un carácter alegre y una figura arrebatadora. Si la razón de un hombre para casarse fuera solo la figura de la mujer, confieso que ya me habría rendido a las delicias del himeneo. Pero tiene que haber otras consideraciones, entre las que no es la menos importante la concordancia de temperamentos. Y, aunque yo la encontraba agradable en muchos aspectos, porque la señorita Franco parecía creada ex profeso para coincidir con una prodigiosa proporción de mis gustos y encarnarlos en el sexo débil, la joven en cuestión ejercía mayor atractivo sobre mis deseos más informales que sobre los matrimoniales propiamente dichos. De no haber sido ella la hija de un amigo de mi tío, y de un hombre, además, por el que yo también sentía aprecio, habría buscado una relación de naturaleza menos permanente con ella, pero me refrené por respeto a mi tío y al padre de la joven. En realidad, la cosa no tuvo especial importancia porque, después de haber hecho yo tres o cuatro visitas al hogar de los Franco -donde, me atrevería a decir, simpaticé tanto con el padre como con la hija-, me enteré de que la abuela de la joven había enfermado de gravedad en Salónica, y de que aquel ángel partía inmediatamente hacia allí para cuidarla.
Yo pensaba seguir cultivando la amistad de su amable padre, pero aún no se me había presentado la oportunidad de volver a verlo. Temí, pues, que no fueran suficientemente fuertes los lazos de amistad que se estaban formando entre nosotros, ahora que me veía a mí mismo como la fuente de la más dura e injusta de las desgracias.
– No tengo ninguna obligación hacia la familia Franco, ni la tiene conmigo esa familia -anuncié-. Sus asuntos no tienen mayor interés para mí que los de cualquier otro conocido de mi entorno. Os ruego que no los impliquéis en nuestros planes.
– ¡A fe mía -exclamó Hammond- que se diría que el apuro de un extraño os turba más que el de un amigo! Creo que deberíamos dejar las deudas del señor Franco a buen recaudo, por el momento, quiero decir, por lo que pueda ser.
Cobb sacudió la cabeza.
– Lo lamento -dijo-, pero pienso que mi sobrino tiene razón. Quizá si demostráis que estáis decidido a colaborar con nosotros, podremos liberarlo pronto. Entretanto, puesto que parece que nos ofrece alguna garantía para que cooperéis, retendremos el crédito del señor Franco.
– Estáis muy equivocado -dije con voz grave- si pensáis que me preocupa él más que mi tío. Lo cierto es que mi tío está mal de salud y que estas deudas suyas no pueden hacer otra cosa que deteriorársela aún más. Si accedéis a liberarlo de esta carga, os serviré como me pedís. Tenéis ya suficiente garantía con Franco y Gordon.
– Debo reconocer que me consta que sufre una pleuresía y que no me gusta hacerlo sufrir… -empezó a decir Cobb.
– ¡Oh, maldita sea! -lo cortó Hammond-. No sois vos quien dicta las condiciones, Weaver. Somos nosotros quienes lo hacemos. Si os comportáis bien con nosotros, vuestro tío no tiene por qué preocuparse, ni su salud sufrirá daño alguno. Vos no estáis en posición de negociar, puesto que no tenéis nada que ofrecernos…, salvo hacer lo que os hemos pedido. Cuanto antes lo hagáis, antes estarán libres vuestros amigos.
Comprendí que no había otro camino. La paz de tres hombres -y, en los casos de Franco y de mi tío, la de sus familias- estribaba en que yo accediera a obedecer las órdenes de Cobb. El que la naturaleza de aquellas órdenes pusiera en peligro mi vida y seguridad no parecía importarles a unos hombres así. Actuaban como si solo estuvieran pidiéndome que realizara una sencilla gestión, cuando lo que querían era que me introdujera en una mansión que era muy semejante a una fortaleza, llena de hombres tan poderosos y avarientos, que la sola idea de hacer eso me inundaba de un sudor frío.
La Compañía Británica de las Indias Orientales dirigía sus negocios en Londres desde Craven House, una finca situada en la intersección de las calles de Leadenhall y Lyme. Allí no se encontraba solo la mansión de los directivos de la compañía, sino también la totalidad de los almacenes de la Casa de la India, que ocupaban una proporción cada vez mayor del espacio limitado por las dos calles antes citadas, así como la Gracechurch Street por el oeste y la Fenchurch Street por el sur. A medida que la Compañía de las Indias Orientales crecía en riqueza, aumentaba también el espacio requerido para guardar las especias, los tés, los objetos preciosos y, por supuesto, los tejidos de lino, las muselinas y los calicós que la Compañía importaba y por los que el consumidor británico demostraba un apetito insaciable. En la época en que escribo estas memorias, muchos años después de los hechos, hablar de la Compañía era como hablar de tés, igual que durante mi infancia era lo mismo que referirse a especias. Pero hoy, sin embargo, la Compañía es conocida en todo el mundo por los textiles indios.
En las horas diurnas de los meses cálidos, cada día, con excepción de los sábados, se formaba una continua procesión de ganapanes y carreteros, hormigas humanas abrumadas por su valiosa carga, que circulaban entre la Casa de la India y el muelle de Billingsgate, donde eran cargados y descargados los barcos. Pero incluso en los meses fríos, cuando el tráfico marítimo se reducía casi por completo, siempre había un reguero de gente que entraba y salía de allí, porque la adoración del ídolo más venerado, el beneficio, no diferencia estaciones.
Yo conocía relativamente poco los detalles de la Compañía de las Indias Orientales, pero sabía perfectamente una cosa: que Craven House estaba protegida por casi un ejército de hombres cuya misión era no solo proteger el precioso contenido de los almacenes, sino también el interior de la propia Craven House. A diferencia de las demás compañías comerciales -la de África, la de Oriente y, por supuesto, la Compañía de los Mares del Sur, ahora famosas en toda la nación y en el mundo entero-, la Compañía de las Indias Orientales no tenía ya el monopolio de su comercio. Estaba plenamente consolidada y llevaba así cien años o más, frente a unos pocos rivales que eran, además, débiles, pero sus dirigentes tenían importantes razones para mantener sus secretos. Tiene que ser un loco, un hombre muy loco, quien se atreva a desafiar a una de esas compañías. Por rápido y diestro que sea en todas las formas de escalo, cuando un simple hombre se mide con un poder que puede gastar millones de libras con la misma facilidad que yo gasto peniques, puede tener la seguridad de que saldrá derrotado.
Por esta razón había declinado yo la oferta del señor Westerly cuando vino a verme dos semanas antes y me ofreció cuarenta libras (la remuneración había disminuido al haber aumentado los gastos) por realizar una acción que a mí me parecía una locura inimaginable: entrar en Craven House, abrirme paso hasta una de las oficinas del director, y robar de ella unos documentos de vital importancia para la próxima asamblea de propietarios, que era el principal órgano de gobierno de la organización. Como le expliqué al señor Westerly, el riesgo de ser capturado era excesivamente grande, y las consecuencias, demasiado crueles.
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