– Pero… ¿por qué os tiene aquí?
– Ha amenazado a mi hija, señor. Dice tener agentes en Salónica, capaces de hacerle daño. Yo no me atreví a poner en peligro a Gabriella, y por eso me vi forzado a poneros en peligro a vos. Os ruego que me perdonéis.
Apoyé mi mano en su hombro.
– No seáis absurdo -le dije-.Vuestra hija es inocente de todo esto, y yo no hubiera consentido que comprometierais su seguridad por mi causa. Vos estáis aquí por mi culpa…, no, no, no protestéis. No soy responsable de lo que han hecho estos hombres, ni me culpo de ello, pero os han involucrado por mi amistad con vos, y eso me responsabiliza de alguna manera.
– Estáis aquí y con eso habéis saldado maravillosamente esa supuesta responsabilidad.
– Cuando estemos de nuevo en Duke's Place y estos malhechores estén muertos o en la Torre, podremos decirlo. Pero ahora debo conseguir los planos de la máquina y liberaros. ¿Tenéis conocimiento de cuántos viven en la casa y dónde duermen?
Él asintió.
– Creo que el señor Hammond me considera demasiado poco peligroso como para sentirse obligado a adoptar las precauciones necesarias a la hora de ocultar las cosas. Le he oído decirle a su criado Edgar que lleva siempre encima esos planos, escritos en un cuaderno in octavo . Me imagino que eso supondrá algunas dificultades para vos.
– En efecto, pero también facilita las cosas. Significa que no tendré que perder mi tiempo en una búsqueda estéril. Veamos…, aparte de nosotros, Hammond y Edgar, ¿quién más hay en la casa?
– Nadie. Solo son ellos dos.
– ¿Dónde duermen?
– Edgar duerme en la siguiente suite de habitaciones -indicó señalando a mi izquierda-. Supongo que eso les hace creer que me tienen más vigilado, pero es evidente que se equivocan. Hammond ocupa el dormitorio grande del tercer piso. Subid la escalera e id hacia la derecha. La primera puerta os llevará a una salita, y la siguiente da a su dormitorio. Durante el día, Hammond guarda el cuaderno en el bolsillo de su chaleco. No sé dónde lo deja por la noche.
– Eso no me preocupa -dije-. El lo sabrá, y con eso me basta. ¿Pensáis que podréis abandonar esta casa sin hacer ningún ruido?
– Sí -respondió.
Pero noté algo en su voz…, cierta vacilación.
– Teméis que pueda fracasar -dije-. Teméis que me superen y que luego, si os habéis ido, quieran vengarse en vuestra hija.
El asintió.
– Pues, entonces, permaneced aquí -propuse-. Podréis oír cómo marchan las cosas. Solo os pido que os ocultéis hasta que vuelva a buscaros. Puedo entender vuestro deseo de proteger a vuestra hija, y confío en que comprendáis mi deseo de protegeros a vos.
El accedió de nuevo con una inclinación de cabeza.
Le estreché la mano, la mano de aquel hombre que siempre se había puesto de mi parte como hubiese querido que lo hiciera mi propio padre, sin que él jamás me apoyara así. Había estado al lado de mi familia cuando murió mi tío, cuando perdí al hombre que había sido para mí lo más parecido a un padre que tuve. No era un luchador y hasta tal vez le faltara algo en cuanto a valentía, pero no lo respetaba menos por eso. Era el hombre que era, no apto para las luchas que había tenido que superar pero que había sabido afrontar con fortaleza. No lo inquietaban sus propias dificultades, pero estaba preocupado solo por su hija. Gastaba mucha más energía en preservar mis sentimientos que los suyos propios. ¿Cómo no iba a sentir respeto por él?
Nos abrazamos y salí de sus habitaciones, decidido a acabar para siempre el asunto que me había llevado a esa casa.
Con el señor Franco a salvo, me dirigí a la habitación de Edgar. Abrí la puerta muy despacio y crucé su salita. El espacio estaba limpio y ordenado, como si nadie viviera allí. Al llegar a la puerta siguiente, moví la manecilla con desesperante lentitud y me introduje en la oscuridad del dormitorio.
Al igual que la salita, el dormitorio era una estancia sobria y poco utilizada. Me acerqué a la cama, dispuesto a inmovilizar a Edgar lo mismo que había hecho con el señor Franco, solo que con menos delicadeza. Pero no sujeté a nadie en ella, porque no vi ninguno al que sujetar. La cama estaba deshecha, pero vacía; lo cual solo podía significar una cosa: que Edgar sabía que yo estaba en la casa.
Di la vuelta para precipitarme a la habitación de Franco. A pesar de mi preocupación por su hija, ahora me daba cuenta de que mi principal tarea debía ser sacarlo indemne de la casa. No habría tiempo para que estos agentes franceses llevaran a cabo su mezquina venganza. Serían apresados o huirían, y Gabriella no sufriría ningún daño.
Al volverme, empero, vi delante de mí una oscura figura en la que al punto reconocí a Edgar. Estaba de pie, con las piernas separadas y apoyadas firmemente en el suelo. Una mano me apuntaba con una pistola, y en la otra sostenía una especie de daga.
– ¡Imbécil judío! -me espetó-. Os he oído alborotar yendo de un lado para otro. Un oso hubiera hecho menos ruido.
– ¿Un oso grande o un oso pequeño? -pregunté.
– ¿Pensáis poder salir con bien de este apuro?
Me encogí de hombros.
– Se me había ocurrido intentarlo.
– Ese ha sido siempre vuestro problema -dijo-. Estáis demasiado imbuido de vuestra inteligencia, pero os negáis a creer que alguien puede ser más listo que vos. Decidme ahora qué habéis venido a hacer aquí. ¿Venís por los planos?
– Vengo por vos -repliqué-. Tras visitar la casa de la Madre Clap, me he dado cuenta de que tengo ciertas inclinaciones que ya no puedo seguir negando.
– No esperéis confundirme con vuestras bobadas. Sé que estáis aquí por los planos de la máquina. ¿Creéis que me importa algo Franco? Que se oculte o se escape, si quiere, aunque le iría mucho mejor escaparse. La cuestión que importa es otra: ¿quién os ha enviado? ¿Cuánto saben los agentes británicos? ¿Han apresado a Cobb o se les ha escapado? Podéis elegir entre responderme a todo esto ahora, o subir conmigo al piso de arriba. Una vez despertemos a Hammond, podéis tener la seguridad de que él no dudará en obligaros a decir exactamente todo lo que desee saber.
Yo no podía hablar acerca de la habilidad del señor Hammond para obtener información. Sin embargo, podía sentirme muy satisfecho de que Edgar me hubiera dicho precisamente lo que yo deseaba saber: esto es, que Hammond aún seguía durmiendo.
– ¿Os ha dicho alguien que tenéis un rostro enormemente parecido al de un pato? Si he de seros sincero -proseguí-. Siempre me han caído muy bien los patos. Cuando era niño, un pariente de buen corazón me regaló uno. Y ahora, muchos años después, os veo a vos, la viva imagen de ese pato, y no puedo evitar el pensamiento de que tenemos que ser amigos. Vamos, pues, depongamos nuestras armas y vayamos a buscar un estanque donde yo pueda comer pan y queso a la orilla y vos podáis chapotear en sus aguas. Seré feliz arrojándoos trocitos de pan.
– ¡Cerrad vuestra condenada boca! -me replicó-. Hammond podrá interrogaros más eficazmente si lleváis una bala de plomo en la pierna.
Yo no lo dudaba.
– Un momento -le dije-. Hay tres hechos en la vida del pato que me parecen de suma importancia para el asunto que nos ocupa. En primer lugar, el pato hembra pasa por ser un progenitor especialmente tierno y amante. En segundo… -empecé, aunque lo cierto era que no existía un segundo hecho que traer a colación. Bastaba uno, porque estaba poniendo en práctica el consejo que me había dado el señor Blackburn a propósito del artificio retórico de las series. Una vez informado Edgar de la existencia de tres hechos, estaría a la expectativa de los dos restantes. Y, así, yo tenía la oportunidad de sorprenderlo con alguna otra cosa.
Читать дальше