En un instante me vi rodeado por más de una docena de negras figuras.
– Alejaos de vuestra bolsa, viejo piojoso, si no queréis recibir un buen puntapié.
– Lo haré gustosamente -respondí-, sobre todo porque no es mi bolsa, sino vuestra bolsa. Después de todo, pienso dárosla.
Alcé la barbilla y miré directamente a la cara del golfillo llamado Crooked Luke.
– ¡Vaya! -dijo otro-. ¿Pues no sois el fulano que le atizó al presumido matón ese de Edgar una lección o dos?
– Es él -dijo Crooked Luke. Me miró recelosamente, sin embargo, como si pudiera tratarse de un manjar obsequiado por un enemigo con cierta fama de emplear con frecuencia veneno-. ¿De qué va esto? El tintineo de la moneda en la piedra tenía por objeto atraernos, ¿no?
– Así es -admití-. Deseaba hablar con vosotros. Podéis decir o hacer lo que queráis; podéis ayudarme o no, pero la bolsa es vuestra en todo caso.
Crooked Luke hizo un gesto a uno de sus compañeros, un chiquillo mocoso que aparentaba no tener más que siete u ocho años…, aunque, al acercarse, pude ver que era algo mayor, aunque un tanto raquítico. Se adelantó, agarró la bolsa y se retiró al grupo.
– ¿Nos necesitáis para algo? -preguntó.
– Así es. Después de nuestro primer encuentro, le pregunté a nuestro amigo Edgar, el criado, por qué os profesaba tanta antipatía. Me dijo que os colabais en las casas, que conocíais un camino para entrar y salir de la casa sin que os pillaran.
Los chicos se rieron, pero ninguno más estruendosamente que Crooked Luke.
– No le gusta eso -reconoció Luke-. Lo enfurece terriblemente.
– Están especialmente orgullosos de la seguridad de su casa -dije, introduciendo el tema que me interesaba seguir.
Luke asintió.
– Así es. Les hemos afanado algunas cosillas, no lo negaré, pero es más que nada por lo mucho que nos divierte ese juego. Nunca hemos podido robarles demasiado porque están siempre en casa y porque, si lo hiciéramos, no dudarían en dispararnos con un mosquete. Pero hemos hecho algunas incursiones, como lo hacen los indios salvajes, y no tienen ni idea de cómo lo hacemos.
– Quiero entrar ahí -dije-, y me gustaría saber vuestro secreto.
– Pero es nuestro secreto, ¿no?
– Lo es. Claro que yo también tengo un par de secretos y podría convenirnos un intercambio.
– ¿De qué van esos secretos vuestros?
Sonreí, porque supe que había conseguido interesarlo.
– El señor Cobb se ha ido. El señor Hammond se irá pronto. No me cabe duda de que al día siguiente de la desaparición del señor Hammond, se presentarán sus acreedores a hacerse cargo de la casa. Pero si algunos chicos inteligentes supieran exactamente cuándo pueden actuar, podrían moverse por toda la casa y llevarse lo que quisieran con la mayor impunidad.
Luke intercambió algunas miradas con un par de compañeros suyos.
– No estáis mintiendo, ¿verdad?
Le tendí a Luke una tarjeta mía.
– Si lo hago, venid a pedirme cuentas. Os daré cinco libras si lo que os he dicho fuera falso. He salido en vuestra ayuda, joven señor, y espero que no paguéis ahora mi generosidad dudando de lo que os digo.
El muchacho asintió.
– Sé un par de cosas acerca de vos -dijo-. No tengo ningún motivo para pensar que lo que me decís sea falso, pero en todo caso, si prometéis cumplir vuestra palabra, estoy dispuesto a aceptar vuestra oferta.
Se volvió para mirar a sus compañeros, que asintieron con aire solemne. No me envanecí de que asintieran porque compartieran la valoración de mi carácter que había hecho Luke, sino por la esperanza de hacerse con los objetos de valor que había en una casa tan buena.
– ¿Me diréis cómo hacerlo? -pregunté.
– Claro. Yo mismo. Y confío en que no tengáis demasiado aprecio por esas ropas que lleváis puestas, porque no valdrán gran cosa después.
Un hombre que, como yo, se ha escapado de la prisión más famosa de Londres, difícilmente se arredrará ante la idea de que un clavo rasgue sus calzones o que el brazo se le llene de hollín. Mi gran temor era que un pasadizo secreto suficiente para unos muchachos resultara un incómodo obstáculo para un hombre hecho y derecho, pero no era este el caso. Luke me llevó a una casucha que se alzaba a la vuelta de la esquina de la casa en que Cobb había vivido. Pude ver enseguida que se trataba de una pensión, limpia y respetable…, no la clase de lugar frecuentado por pillos como mi amigo Luke.
– Y ahora escuchad bien, señor, porque esta es nuestra tapadera y, si no la tratáis bien, la arruinaréis para nosotros. Llevamos ahora varios meses haciendo este trabajo porque el propietario de esta casa no ha oído jamás ni una queja acerca de nosotros. ¿Iréis con cuidado?
– Puedes contar con ello.
– ¿Y cuándo quedará vacía la casa?
– Para mañana a la puesta del sol -dije-, si todo sale como preveo, el señor Hammond, Edgar y cualquier otro socio suyo que haya en la casa, la abandonarán para ir a esconderse y no se atreverán a volver aquí. Todo eso suponiendo -añadí- que no se crucen en mi camino esta noche.
– ¿Y si las cosas no salen como las prevéis? -preguntó Luke.
– Las forzaré yo. Me bastará susurrar un par de palabras acerca de su condición secreta para destruirlos.
– ¿Os referís a que son espías franceses? -dijo Luke.
Me quedé mirándolo.
– ¿Cómo sabes tú eso?
– He estado en esa casa, recordadlo, y he visto y he oído cosas. Además, ya sabéis que tengo algunas letras…
La pensión tenía una puerta que conducía al sótano. Yo hubiera podido forzar fácilmente la cerradura, pero era vieja y manipulable y dejé que Luke hiciera el trabajo por mí como medio para mostrarle que respetaba su conocimiento del terreno. Una vez hecho eso, Luke me dio instrucciones sorprendentemente claras y concisas. Después se despidió de mí y los chicos se fueron. Ya dentro del sótano y siguiendo las indicaciones de Luke, cerré otra vez la puerta por si se presentaban por allí los propietarios de la pensión. Me senté en la escalera y permanecí diez minutos allí aguardando a que mis ojos se habituaran a la oscuridad lo mejor que pudieran. Por los resquicios de la puerta se filtraba un poquito de luz, pero fue suficiente para poder formarme una idea de la disposición del espacio y localizar las referencias que Luke me había descrito. Por consiguiente, bajé la escalera y me moví cuidadosamente por el suelo de tierra de la bodega. En el extremo más alejado de la estancia encontré, como se me había dicho, una vieja y decrépita estantería en la que no había otra cosa que igualmente viejas y decrépitas vasijas de obra. Las aparté y corrí luego la estantería hacia delante, lentamente, según las instrucciones que me habían dado. Detrás apareció el agujero en el muro del que me había hablado Luke, tapado por una fina plancha de madera.
Contrariamente a mi temor de encontrar un reducido espacio para arrastrarme por él, hallé un túnel liso y frío, con altura suficiente para poder caminar un poco agachado y tan ancho que hubiera podido evitar las paredes si hubiese llevado una luz, de la que carecía. No podía imaginar cómo se había hecho semejante pasadizo, y no fue hasta muchos años después, con ocasión de estar contándoles mi aventura a un grupo de amigos, cuando uno de ellos, buen conocedor de la geografía de la ciudad, me informó de esa circunstancia. Parece ser que la casa grande, en la que habitaban Hammond y Cobb, había sido construida por un hombre cuya esposa, celosa y de mal carácter, había hecho valer su exigencia de vivir en una casa completamente aislada. El caballero en cuestión había instalado a su amante en la casa que ahora servía como pensión y los dos se movían libremente de una a otra a altas horas de la madrugada, cuando la esposa dormía. Si ella, al día siguiente, preguntaba a los criados si su marido había salido de la casa, ellos, con toda inocencia, podían asegurarle que no.
Читать дальше