Con toda seguridad, cuando aquel caballero se desplazaba a través del pasadizo habría tenido el buen criterio de llevar una luz, cosa que no tenía yo. En aquellos primeros tiempos, cabía pensar también que las paredes estuvieran bastante más limpias y tal vez incluso que se limpiaran regularmente. Pero ahora habían sufrido un prolongado abandono por lo que Luke estaba en lo cierto cuando me previno acerca de lo que les pasaría a mis ropas. Cada vez que rozaba con las paredes, tenía la sensación de incorporar una nueva mancha a las que ya llevaba. Oía los correteos de las ratas y notaba cómo se me enredaban las telarañas. Pero era solo suciedad y uno no vive en una ciudad tan grande sin habituarse cada vez más a esas cosas. Así que decidí no preocuparme por ellas.
Tardé cosa de diez minutos en recorrer el pasadizo, aunque sin duda lo hubiese podido completar en apenas un par de minutos si hubiese llevado una luz. Caminaba con el brazo y la mano extendidos al frente, y así fui a dar con otra delgada plancha de madera que, siguiendo las indicaciones de Luke, corrí hacia un lado pues estaba montada sobre un riel y se deslizó fácilmente. Salí por allí y volví a correr la plancha; no vi cómo encajaba, pero escuché un clic muy satisfactorio y ya no tuve dudas de que Luke estaba en lo cierto: si uno no sabía que allí había una puerta, nunca lo hubiera sospechado.
Mi guía me había dicho que saldría al interior de una despensa. Y, así, con más cuidado aún para no tropezar con nada, me dirigí a la puerta, la abrí y salí a una mal iluminada cocina.
Era una peculiaridad de aquella casa el que la cocina estuviera en la bodega, pero aquello encajaba bien con las necesidades de su primer propietario. Difícilmente podía representar un inconveniente para mí. Me orienté y, tras dedicar unos momentos a sacudirme el polvo y la suciedad más escandalosa de mis ropas, comencé a subir por la escalera.
Poco antes de entrar en el pasadizo había oído que el vigilante anunciaba a gritos que eran las once de la noche, así que me parecía muy razonable suponer que los moradores de la casa estarían dormidos. Pero aún no sospechaba siquiera cuántos podrían ser esos moradores. Después de todo, ¿cómo podían solo dos personas, Hammond y Edgar, retener al señor Franco contra su voluntad? Bien es verdad que yo sabía perfectamente que pudieran ser ataduras no físicas las que retuvieran a mi amigo; después de todo, ¿no me había visto obligado yo también a obedecer las exigencias de Cobb sin que mediaran amenazas palpables que pudiera observar un extraño? Ese mismo esperaba yo ahora que pudiera ser el sistema empleado con Franco. Y, si eran solo ellos dos, yo sería capaz de lograr lo que deseaba y hacerlo, además, sin derramamiento de sangre. Pero si, en cambio, hubiera hombres armados allí, servidores de la Corona francesa, las cosas podían ponerse enseguida sumamente violentas y mis posibilidades de éxito no serían merecedoras de consideración. Solo había, con todo, una forma de averiguarlo, así que subí por la escalera y con el silencioso giro del pomo de una puerta, pasé a la zona principal de la casa.
Era una casa grande, y aunque la señorita Glade ya me había explicado que no podían correr el riesgo de tener sirvientes, a mí seguía pareciéndome muy dudoso que no tuvieran mayordomo, ni fregona, ni lavandera, ni cocinera… Sin embargo, no encontré a ninguno. En el primer piso, realicé una rápida exploración en la medida en que me atreví a hacerla, midiendo cada paso que daba, evitando siempre que podía el más mínimo crujido del suelo. No había nadie despierto, nadie se movió y no oí ningún ruido proveniente del piso de arriba.
En lo que hubiera imaginado que era el estudio de Cobb, llevé a cabo una exploración todo lo meticulosa que me fue posible en busca de los planos que me había descrito la señorita Glade, pero no vi ni rastro del pequeño cuaderno in octavo de la clase que Pepper solía emplear. Era evidente que habían ordenado la estancia, y no pude encontrar señales de que hubiera contenido documentos privados. Bien es cierto que, puesto que había entrado en la casa a través de un pasadizo privado, no podía estar seguro de que no existieran allí lugares donde ocultar un cuaderno que pasara inadvertido, pero aquello era lo más que podía hacer en la oscuridad de la noche y en la necesidad de actuar en silencio. En cuanto tuviera a Hammond en mi poder, estaba seguro de que tendría medios para descubrir el cuaderno escondido.
Registrado ya el primer piso, fui al de arriba, preguntándome si estaría allí el dormitorio de Edgar. Después de todo, un sirviente no suele tener su habitación en un piso alto. Se me ocurrían, sin embargo, varias razones para explicar semejante anomalía. La primera que, puesto que Edgar era el único sirviente, querrían tenerlo a mano por si sus amos -y ahora su amo, solo- necesitaban algo durante la noche. La otra posibilidad, y la que me sentía más inclinado a aceptar, era que Edgar no fuese un criado, al menos no del tipo que pretendía ser: que fuera, dicho con otras palabras, un agente de la Corona francesa, como sus amos. Si tal fuera el caso, debería mostrarme muchísimo más precavido con él.
Subir la escalera me llevó muchísimo tiempo, pero al final llegué arriba sin ningún incidente ni problema. Pensaba que habría tres suites de habitaciones en el piso y me dirigí hacia la izquierda siguiendo la pared, hasta que llegué a la primera puerta. Giré despacio el pomo y, a pesar de todos mis esfuerzos, chirrió: tan solo un leve roce del metal contra el metal, pero que a mí me pareció un cañonazo.
Preparado para lo peor, abrí la puerta y miré dentro. Era una habitación exterior, ocupada, hasta donde podía decir, pues vi libros, una copa de vino medio vacía y papeles sobre el escritorio. Seguí adelante, pues, y abrí la siguiente puerta con un poco más de suerte que la anterior. Era un dormitorio. Entré sigilosamente y me acerqué a la cama donde no había nada más que lo que parecía un simple bulto. Me arriesgué a acercar la vela y la figura se movió y se dio la vuelta, pero sin despertar. Dejé escapar un suspiro de alivio: era el señor Franco.
Cerré la puerta para poder tener un poco más de intimidad y lamenté tener que despertar a mi amigo de forma tan poco considerada, pero no tenía más remedio que hacerlo. Le puse mi mano sobre la boca. Aunque estaba dispuesto a zarandearlo, no se requirió tal esfuerzo. Abrió de par en par los ojos, asombrado.
Yo no estaba seguro de que pudiera verme bien, así que me apresuré a susurrarle unas palabras para tranquilizarlo.
– No gritéis, señor Franco. Soy Weaver. Asentid si me comprendéis.
El asintió, y retiré mi mano.
– Lamento haberos asustado de esta forma -dije con la voz más queda que pude-. No me atrevía emplear otro sistema.
– Comprendo -dijo mientras se incorporaba-. Pero… ¿qué hacéis aquí?
– Las cosas están llegando a un desenlace -dije-. A partir de mañana, estos hombres ya no representarán ningún peligro, pero ellos lo ignoran. Aun así, si tenemos que derrotarlos, hemos de huir con algo que es muy valioso para ellos.
– Los planos de la máquina -aventuró Franco.
– ¿Sabéis algo de eso?
Él asintió.
– No han hecho ningún secreto de lo que querían. Temí que eso significara que pensaban matarme cuando hubiesen conseguido sus objetivos, así que podéis imaginar cuánto me complace veros.
– ¿Por qué os han retenido aquí?
– ¿Sabéis quiénes son estos hombres?
– Espías franceses -respondí-. Acabo de enterarme.
– Sí. Lo único que necesitaban era mantener el secreto, pero Hammond parecía pensar que el secreto estaba en peligro. Temía que, una vez lo hubierais descubierto, podríais implicar a los mensajeros del rey o a alguna otra rama del gobierno británico para que me ofrecieran protección. Hammond os teme, señor. Teme que el asunto esté ahora fuera de su control y, puesto que no tenía nada más para evitar que lo destruyerais, me tomó como rehén.
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