Asombrosamente, fue él quien rompió el silencio.
– Weaver… -dijo-. Tenéis que ayudarme. Hablad con esta loca y responded de mí. Ha amenazado con torturarme, encerrarme en prisión y hacer que me ahorquen. No puedo soportarlo. Comprendo que tal vez no os han gustado mis acciones, pero he sido amable con vos, ¿no?
Yo no iba a darle la satisfacción que deseaba. Había sido más cortés conmigo que su sobrino -eso era cierto-, pero me había impuesto su tiranía. Así que, en lugar de acceder, le pregunté:
– ¿Cómo ha podido esta mujer convertiros en su prisionero?
– No nos preocupemos ahora por los detalles -dijo la señorita Glade-. Esperaba que de momento os sintierais felices de ver que os traía al responsable de vuestras desgracias.
– ¿Y no puedo saber quién sois vos?
Ella sonrió de nuevo, y que me condenen si no consiguió que se fundiera mi corazón con su sonrisa.
– Podéis saber lo que deseéis -dijo-, pero preferiría no hablar delante del señor Cobb. Preguntadle ahora lo que os plazca, y después conversaremos más en privado vos y yo.
– Encuentro muy razonables las palabras de la señorita Glade -le repliqué a Cobb-. Decidme ahora quién sois y qué es lo que queréis. Me gustaría saber por qué habéis hecho lo que me habéis hecho. Y quiero saber también dónde está el señor Franco.
– ¡Por Dios, Weaver! ¿No veis que esta mujer es un monstruo?
– Aún no estoy seguro de si ella es un ángel o un demonio, pero de lo que no me cabe duda es de lo que sois vos, señor. Hablad ahora, o tendré que daros algún incentivo para hacerlo.
– ¿Me someteríais a tortura, después de todo lo que he hecho por vos?
– Me encantaría torturaros, sobre todo por esas afirmaciones que seguís empeñado en hacer. ¿Qué habéis hecho por mí para que deba estar contento de haber contado con vuestra ayuda? Me ha habéis utilizado, señor, me habéis convertido en vuestro títere y juguete, y me habéis mantenido en todo momento en la oscuridad. Habéis abusado de mis amigos y por culpa de vuestros planes han muerto tres hombres: el señor Carmichael, el señor Aadil Baghat (el hombre del Gran Mogol), y uno de los antiguos socios del señor Pepper, llamado Teaser.
Oí un grito ahogado de sorpresa: era la señorita Glade, que se había llevado a la boca uno de sus guantes.
– ¿Ha muerto Baghat? -preguntó con un hilo de voz-. No lo sabía.
Estuve a punto de decirle que era un alivio para mí que no supiera todo, pero pude ver que la noticia era dura para ella, y evité mis cáusticos comentarios.
– Fue anoche -le expliqué-, en una taberna en el Southwark. Intentábamos rescatar a ese tal Teaser, aunque este no es su verdadero nombre. Era…
– Sé quién era -me cortó la señorita Glade-. Era el amante de Pepper. Uno de ellos.
– Sí. Intentábamos sacar de él toda la información que pudiéramos, cuando nos atacaron. El señor Baghat murió intentando salvarle la vida a Teaser. Siempre había fingido mostrarse ante mí como un hombre sin entrañas, un monstruo…, pero bastó muy poco tiempo para que conociera su verdadero carácter. -Me volví para mirar a Cobb-: Os desprecio por haber provocado la muerte de un hombre como él. No me importa si disparasteis vos la pistola, ordenasteis que otro lo hiciera o si fue simplemente la consecuencia de otra de vuestras intrigas. Os consideraré responsable de ella.
– Su país ha perdido un gran servidor -dijo la señorita Glade, sin rastro de ironía ni falsedad-.Y, por lo mismo, también este país. Era un decidido defensor de la Corona.
La miré con fijeza. ¿Podía ser sincera en lo que decía? Yo había creído durante mucho tiempo que ella era hostil a la Corona… ¿Podía haberme equivocado tanto?
– ¿Y vos quién sois, Cobb? -pregunté-. ¿Quién sois para haber tramado tantas muertes y con qué propósito?
– Solo soy un mandado -respondió-, con tan poco poder en todo esto como vos, señor. He sido manipulado exactamente igual que vos. ¡Oh…, apiadaos de mí, señor! Jamás he querido hacer daño a nadie.
– ¿Quién sois? -repetí.
– ¡Basta ya! -dijo Elias. Era la primera vez que hablaba desde que habíamos entrado en el coche-. ¿Quién es, Celia?
Reparé en el uso informal que hacía del nombre propio de la joven, pero me esforcé en evitar que mi rostro expresara mi decepción.
– Es un agente de la Corona francesa -dijo-, un espía que intriga contra el rey Jorge y la Compañía de las Indias Orientales.
– ¡Un espía francés! -estalló Elias-. ¡Pero si nosotros pensábamos que eso lo eras tú!
Algo parecido a la diversión iluminó la cara de la señorita Glade.
– Me gustará mucho saber cómo habíais llegado a esa conclusión, pero eso es para luego, y ahora le toca hablar a Cobb. Adelante, contádselo -le dijo-.Y explicadles todo cuanto quieran saber.
– Eso es solo verdad en parte, señor Weaver. Trabajo para los franceses, pero no es porque les deba lealtad. Comprendedlo…, me enredaron igual que lo hicieron con vos: a través de mis deudas. Solo que, en mi caso, no fue mi familia la amenazada, sino mi persona. No me cabe ninguna duda de que vos hubierais desdeñado esos peligros personales, pero yo nunca he sido el hombre que sois vos.
– Tal vez piense -sugirió Elias- que, halagándote, evitará que le rompas los dedos.
– Pues sería prudente que no confiara en eso -repliqué-. ¿Se puede saber por qué quería la Corona francesa emplearme en contra de Ellershaw?
– Lo ignoro -respondió Cobb-. No me informan de sus motivos; solo de sus deseos.
– Pues a mi me parece bastante obvio -dijo Elias-. Recuerda que te dije que los franceses están comenzando a desarrollar sus propios planes acerca de las Indias Orientales. En un grado importante, nuestra Compañía de las Indias Orientales es vista por ellos como un apéndice de la Corona británica, puesto que su riqueza aumenta la riqueza del reino y está implicada en una especie de conquista de los mercados. Cualquier cosa que los franceses puedan hacer para perjudicar a la Compañía de las Indias Orientales va en detrimento de la riqueza de la nación británica.
– Así es -asintió la señorita Glade-. Y aunque dudo que el amigo Cobb tenga una mente tan penetrante como la del señor Gordon, sospecho que todo eso ya lo sabe. Lo que sugiere que no merece ser bien recibido aquí y que tal vez no esté fuera de lugar esa propuesta de partirle los dedos de que antes hablábamos. He prometido devolver a este sujeto, pero no he hecho ninguna promesa acerca de en qué estado.
– Devolverlo… ¿a quién? -pregunté.
– ¡A quién va a ser! ¡A la Torre de Londres, naturalmente! Vivirá allí como prisionero del reino.
– Pero no antes de que libere a Franco de sus esbirros -dije.
– Os aseguro -tartamudeó Cobb- que el señor Franco no corre ningún peligro. No puedo devolverle la libertad, pero no tenéis que temer que pueda sobrevenirle ningún daño.
– ¿No lo tenéis en vuestro poder? -pregunté-. ¿No está retenido en vuestra casa?
– Está allí, sí, pero vigilado por el señor Hammond.
– ¿Por vuestro sobrino?
– En realidad, no es sobrino mío -dijo Cobb.
Al final, comprendí.
– Y tampoco es vuestro subordinado, claro. El señor Hammond es un agente francés de alto rango, que se ha abierto camino hasta los niveles más altos de las autoridades aduaneras británicas, y vos sois solo su juguete. Os presentáis como la persona que da las órdenes porque eso le presta a Hammond un nivel más de protección, ¿no es así?
Cobb no respondió, pero su silencio confirmó de sobra mis sospechas.
– ¿Qué será de Franco una vez sepa Hammond que Cobb ha sido arrestado? -preguntó Elias.
Читать дальше