– ¿Qué puedes hacer?
No respondió nada y desvió la vista. Comprendí que no tenía nada que decir.
– Teaser está muerto -dijo Aadil con voz entrecortada.
– Ahorrad vuestras fuerzas -le aconsejó Elias.
Pero él dejó escapar una ronca y breve carcajada.
– ¿Para qué? Voy al paraíso y no tengo miedo a la muerte, así que no os molestéis en consolarme. -Hizo una pausa para poder expectorar una mucosidad sanguinolenta.
– Habéis hecho todo cuanto pudisteis -dije-. ¿Quién os disparó, señor Baghat? ¿Pudisteis verlo?
– Intenté salvarlo, pero no puede llegar hasta él a tiempo.
– ¿Quién os disparó, señor Baghat? -repetí-. Decidme quién os hizo esto, para que pueda vengaros.
El apartó la vista y cerró los ojos. Pensé que había muerto, pero, en realidad, aún quería decir otra cosa. La dijo:
– Socorro. Celia Glade.
Y, tras decir estas palabras, exhaló su último suspiro.
No queríamos ser irrespetuosos con nuestro recién hallado y repentinamente perdido socio, pero Elias y yo comprendimos que debíamos evitar llamar la atención sobre nosotros y ciertamente no queríamos dar con cualesquiera alguaciles que decidieran presentarse. Sabía demasiado bien que una comparecencia ante un juez, no importa cuál fuera el grado de culpabilidad o inocencia de uno, podía llevar fácilmente a una larga estancia en prisión, y no estaba de humor para intentar justificarme ni ante la más mítica de las criaturas: un magistrado honesto.
Reacios a afrontar el caos de una nueva travesía en barca, buscamos un carruaje que nos pudiera conducir a través del puente. Elias se retorcía nerviosamente las manos y se mordía el labio, pero yo podía notar que tenía controladas sus emociones y se comportaba con filosofía. Es muy duro, incluso para alguien como yo que ha elegido una vida a menudo plagada de violencia, ver morir a un hombre ante los propios ojos, o haber estado en la misma habitación con otro y saber que, momentos después, ha perecido abrasado. Como cirujano, Elias se había visto a menudo enfrentado a las heridas, y con frecuencia tenía que infligirlas él mismo, pero eso nada tiene que ver con ser testigo de la violencia causada a un inocente, que a él se le hacía intolerable presenciar.
– ¿Qué habrá querido decir? -preguntó finalmente-. Sus últimas palabras acerca de la señorita Glade…
El descubrimiento de la entrevista de Elias con ella se me hacía ahora algo lejanísimo, como si hubiera pasado de aquello toda una vida; no me quedaban energías para pensar ahora en eso. A la luz de todo cuanto había ocurrido, aquella traición había sido insignificante, y como tal me proponía tratarla.
– Podrían ser dos cosas -dije-: que debemos acudir a socorrerla o que tenemos que protegernos de ella.
En la oscuridad del interior del carruaje, pude ver que asentía metódicamente:
– ¿Y cuál de ellas piensas tú que es?
– No sé nada, pero tenemos que ver al señor Franco inmediatamente. Tengo que averiguar qué es lo que sabe de ese hombre, Teaser, y del invento de Pepper.
– Se suponía que era tu amigo -dijo Elias-. ¿Puede ser que esté al servicio de la Compañía?
– No lo creo -respondió. Me parece más probable que haya hecho algunas inversiones en esa máquina y que esta sea la razón de que aparezca metido en esta locura. Si hay alguna forma de conseguir los planos de ese artilugio para tejer el algodón, tendremos que llevárselos a Ellershaw, y debemos hacerlo antes de mañana a mediodía.
– ¡Cómo! -exclamó Elias-. ¿Por qué? ¿Dárselos a la Compañía? ¿Aún no te has dado cuenta de lo monstruosa que es?
– Claro que me doy cuenta, pero todas estas compañías han nacido para convertirse en monstruos. No podemos pedirles que no sean lo que son. Ellershaw dijo en una ocasión que el gobierno no es la solución a los problemas de la empresa: es el mismísimo problema de la empresa. Se equivocaba en eso. La Compañía es un monstruo, y le corresponde al Parlamento decidir el tamaño y la forma de su jaula. No me enfrentaré a los hombres de la Compañía por el hecho de que busquen su beneficio y por eso no veo gran daño ni en ocultar esos planos a Ellershaw ni en descubrírselos.
– ¿Por qué hacerlo, entonces?
– Pues porque la única cosa que sé acerca de Cobb, lo único de lo que puedo estar seguro, es que él ha oído hablar de los planos de la máquina de Pepper y desea desesperadamente poseerlos. Por eso debemos encontrarlos. Veremos quién amenaza a quién si arrojo los planos al fuego o si prometo entregarlos a Craven House. Ya es hora de que seamos nosotros quienes conduzcamos este coche. Mi tío ha muerto. El señor Franco se pudre en la cárcel. Los hombres a los que buscaba para que me guiaran han acabado asesinados. Es una locura pensar que las cosas nos irán mucho mejor a menos que dictemos nuevas reglas para este juego.
– Cobb ahora solo nos amenaza a nosotros y a vuestra tía -observó Elias-. Si nosotros optamos por soslayar la amenaza y eludir a los alguaciles que envíe tras nosotros, no puede detenernos. En cuanto a tu tía, no me cabe duda de que soportará cualquier dificultad temporal que haya de sufrir, por molesta que sea, si puedes emplearla para devolver el golpe a tus enemigos.
Aunque no podía verla en la oscuridad, le ofrecí una sonrisa. Había sido una noche terrible para él y para nuestra amistad, pero yo sabía de sobra lo que quería decirme. Arrostraría las iras de Cobb y se mantendría a mi lado. Y era consciente de que arriesgaba mucho más que su libertad. Elias era un cirujano de excelente reputación: tenía una clientela de hombres y mujeres de buena posición. Arriesgaría todo eso para ponerse a mi lado y luchar contra mis enemigos.
– Te lo agradezco -le dije-. Si tenemos suerte, esto se resolverá pronto. Sabremos más después de que hablemos con el señor Franco.
– ¿Me estás proponiendo que vayamos tranquilamente a dormir y esperemos a que abran la prisión de Fleet?
Dejé escapar una carcajada amarga.
– No -respondí-. No tengo ninguna intención de esperar. Iremos a Fleet ahora mismo.
– No permitirán que visites a un prisionero en plena noche.
– Cualquiera puede conseguir un poco de tiempo a cambio de dinero -le dije-.Ya lo sabes.
– Ciertamente -asintió. Resultaba difícil no advertir el tono de amargura en su voz-. ¿No ha sido todo esto una demostración de este punto de vista?
El cochero se mostraba reacio a llevarnos a la zona de las Normas de Fleet, temeroso de que nos negáramos a pagarle y porque, dadas las peculiaridades de aquella zona, no tendría ningún recurso legal para exigir el dinero. Pagarle por adelantado acabó con esa preocupación, aunque se siguió mostrando intranquilo con respecto a las intenciones de dos hombres que querían acceder al Fleet durante la noche. A pesar de eso, aceptó llevarnos y aguardar nuestro regreso, aunque ni Elias ni yo nos sorprendimos mucho cuando oímos que el carruaje se marchaba en el instante en que le dimos la espalda.
Era bien pasada la medianoche cuando llamé a las puertas de la prisión. Transcurrieron varios minutos antes de que alguien acudiera a descorrer la mirilla y mirara quiénes éramos y qué deseábamos.
– Tengo suma necesidad de visitar a un preso -dije-.A un tal Moses Franco. He de hablar con él de inmediato.
– Y yo debo de ser el rey de Prusia -replicó el guardia-. No se admiten visitas durante la noche. Y, si no fuerais un malhechor, dedicado a alguna tarea nefanda, lo sabrías perfectamente. -Olfateó varias veces el aire como un perro ansioso-. Apestáis como el tiro de una chimenea…
No hice caso de su observación, que sin duda era muy cierta.
– Dejémonos de juegos -dije-. ¿Cuánto hay que pagar por ver al prisionero ahora mismo?
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