Solté una carcajada.
– Si os hacéis rico y queréis hacerme un regalo será el momento de discutir eso. Pero no… No formaré una sociedad con vos. Os pedí que me hicierais un favor, recordadlo, para ayudarme en una tarea que, aunque despreciaba, necesitaba llevar a cabo. Lo hicisteis y me pedisteis algo a cambio, algo que yo no he podido conseguiros. Os doy esto en lugar de lo que no puedo daros, y espero que sirva para que consideréis pagada mi deuda.
– Lo acepto en estos términos -me dijo-, y que Dios os bendiga.
No tendría muchas horas de sueño antes de mi siguiente visita, pero estaba decidido a dormir todas las que pudiera. Envié una nota a Elias pidiéndole que viniera a reunirse conmigo en mi alojamiento a las once de esa mañana, lo que nos dejaría tiempo suficiente para llegar a mediodía a la asamblea de accionistas. Aún no sabía lo que le diría a la señorita Glade cuando me pidiera el libro. Quizá le diría la verdad. Pero incluso entonces me habría gustado más que nada darle lo que deseaba para ver si en ese momento podía encontrar dentro de ella algo que no fueran planes y tramas.
Lo cierto es que se presentó en mis habitaciones a las diez y media. Por suerte, yo estaba despierto -tras solo una hora de sueño- y vestido y, aunque no con mis sentidos alerta, fui capaz de encajar lo que ella quisiera decirme.
– ¿Os introdujisteis en la casa? -me preguntó.
Yo le dediqué una sonrisa. O mi mejor imitación de su propia sonrisa.
– Conseguí liberar al señor Franco, pero no pude encontrar los planos. Edgar no sabía nada, y Hammond se quitó la vida. Registré las habitaciones…, toda la casa, lo mejor que pude, pero no conseguí encontrar ni rastro de ellos.
Ella se puso de pie al instante y sus faldas se agitaron como hojas en un ventoso día de otoño.
– No pudisteis encontrarlos -repitió con una nota de escepticismo en su voz.
– No pude.
Estaba allí mirándome, con las manos en las caderas. Puede que estuviera haciendo un esfuerzo por parecer enfadada -o puede, ¡qué sé yo!, que no estuviera haciendo esfuerzo alguno-, pero me parecía tan asombrosamente bella, que me sentí tentado de confesárselo todo. Resistí, sin embargo, la tentación.
– Vos… -dijo- no estáis siendo sincero conmigo.
Me levanté yo también para que nuestras miradas se cruzaran.
– Lamento, señora, que me obliguéis a recurrir a un refrán tan manido, pero en este caso debo observar aquello de que donde las dan, las toman. ¿Me acusáis de ocultaros la verdad? ¿En qué ocasión no me habéis ocultado vos la verdad? ¿Cuándo no me habéis dicho más que falsedades?
La expresión de su cara se suavizó un tanto.
– He tratado de ser sincera con vos.
– ¿Sois siquiera judía? -le pregunté.
– ¡Pues claro que lo soy! -me aseguró, dejando escapar un suspiro-. ¿O pensáis que inventaría algo así meramente para ganar vuestra voluntad?
– Esa idea me ha pasado por la imaginación, sí. Pero, si sois lo que decís, ¿por qué habláis, cuando os pillan desprevenida, con el acento de una francesa?
Al oírme, sus labios se curvaron en una media sonrisa. Tal vez no la agradara verse descubierta, pero yo era consciente de que, en el fondo, tenía que complacerla mi habilidad para descubrir su astucia.
– Todo cuanto os expliqué acerca de mi familia es cierto -dijo-, aunque no os conté que pasé los doce primeros años de mi vida en Marsella…, una ciudad, he de añadir, en la que los judíos de mi condición no eran más apreciados por los judíos de la vuestra que lo que lo son aquí mismo. Pero, en todo caso…, ¿qué puede significar un detalle tan nimio?
– Podría no haber significado nada si no me lo hubieseis ocultado.
– Os lo oculté -dijo- porque sabía que estaba en marcha una conjura francesa contra vos y no quería que sospecharais que yo era parte de ella. Y, como no podía explicároslo todo, preferí callar lo que pudiera daros una falsa idea.
– Y lo único que conseguisteis con eso fue imbuirme la necesidad de ser receloso.
– Es una ironía, ¿verdad?
Como por un acuerdo tácito entre ambos, volvimos a sentarnos los dos.
– ¿Y vuestra primera historia? -le pregunté-. ¿Todo aquello de la muerte de vuestro padre, y las deudas, y vuestro… protector?
– Todo cierto. Me permití callar, sin embargo, que ese protector era un hombre de cierta influencia en el Ministerio y que con el tiempo llegó a tenerla mayor aún. Fue él quien se dio cuenta de mis talentos y me pidió que los pusiera al servicio de mi país.
– ¿Haciendo cosas como seducir a mis amigos?
Ella acusó el golpe y bajó la mirada.
– ¿Pensáis de veras que me habría hecho falta conquistar al señor Gordon para obtener la información que deseaba? Puede que sea un buen amigo y un fiel compañero, pero no está preparado para resistirse a las solicitudes de las mujeres. Tal vez me haya aprovechado de su interés, pero mi consideración hacia vos es tal que nunca hubiese querido crear dificultades en la amistad rindiéndome a él.
– ¿De qué amistad habláis? -le pregunté-. ¿De la mía con Elias o de la mía con vos?
Sonrió abiertamente.
– ¡De las dos, por supuesto! Y ahora que hemos aclarado las cosas, tal vez podríamos volver a ese cuaderno que quizá sí que hayáis encontrado, después de todo.
Noté que vacilaba mi resolución, pero, aun cuando creyera su historia -a lo que me sentía inclinado-, eso no significaba que deseara que la Compañía de las Indias Orientales tuviera aquel cuaderno. Ella podía creer que era lo justo y su sentido de la política hacerle ver mil razones para querer tener los planos de Pepper, pero mi sentido de la justicia no me consentía entregárselos.
– Debo repetiros que no he podido encontrar los planos.
Cerró los ojos.
– Tengo la sensación de que no os preocupa que los franceses puedan construir esa máquina.
– Me preocupa, y preferiría que fracasaran miserablemente en sus proyectos; pero soy un patriota, señora, no un hombre al servicio de la Compañía de las Indias Orientales. Y no creo que la intención del gobierno sea proteger a una empresa del genio creador de la invención.
– Jamás os hubiera creído capaz de esta traición -dijo. Su belleza, aunque no precisamente ocultada, parecía enmascarada ahora por el rubor de la ira. No estábamos discutiendo un proyecto en el que ella estuviera casualmente implicada: comprendí que la señorita Glade era una apasionada defensora de su causa. Que estaba íntimamente convencida de que el gobierno británico, y solo el gobierno británico, debía tener el control de esos planos, y ya no tuve dudas de que comprendía mi papel en el intento de evitar ese resultado.
– No es una traición -dije serenamente-. Es justicia, señora. Y, si no fuerais tan parcial en vuestro criterio, también lo entenderíais así.
– Sois vos el parcial, señor Weaver -dijo en tono amable. Me halagó que, aunque desaprobara mis acciones, comprendiera que las mantenía por creerlas rectas-. Había pensado que llegaríais a confiar en mí, a confiar en que lo que hago es lo mejor. Pero veo que no aceptáis orientación de nadie. Tanto peor, porque me estoy dando cuenta de que no comprendéis nada de este mundo moderno.
– Y vos no comprendéis nada de mí -dije-, si pensáis que porque quiero complaceros, debo querer complacer también a la Compañía de las Indias Orientales. Ya he sufrido antes, señora, y he aprendido que es mejor sufrir por lo que es justo, que recibir una golosina como recompensa por lo que no lo es. Podéis continuar persiguiendo y matando inventores, si queréis, no puedo impedíroslo, pero no cometáis nunca el error de pensar que me uniré gustosamente a esa causa.
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