Pasó por sus labios una sonrisa.
– Servisteis a Cobb y allí no había voluntad ninguna, señor… Eso es lo que quienes sirven a vuestro rey saben de vos: que lucharéis, y lucharéis poderosamente, además, por una causa en la que no creéis, para proteger a las personas que amáis. No penséis que lo olvidaremos.
– Y mientras recordáis lo que haré bajo coacción, os ruego que recordéis también que Cobb está en prisión ahora, y el señor Hammond, muerto. A los que tratan de torcer mi voluntad para obtener sus propios fines no les ha ido tan bien como les hubiera gustado.
Sonrió de nuevo, esta vez sin ninguna reserva, y después sacudió la cabeza.
– La triste verdad, señor Weaver, es que siempre os he tenido afecto. Creo que las cosas hubieran podido ser muy diferentes si vos también hubierais sentido afecto por mí. No hablo de desearme, señor, de la manera como puede un hombre desear a una puta cuyo nombre ni siquiera se molesta en aprender, sino de albergar por mí los sentimientos que yo me sentía inclinada a albergar por vos.
Y así fue como me dejó. Con un glorioso revoloteo de sus faltas se marchó dejando tras de sí la nota de determinación que conviene tanto a la frase final de una tragedia. La pronunció con tanta energía que pensé ciertamente, que iba a ser la última vez que tendría tratos con ella y me sentí inclinado a lamentarme de mis palabras, ya que no de mi conducta. De hecho, no iba a ser la última vez que vería a la señorita Celia Glade. En realidad, ni siquiera la última vez que la vería ese mismo día.
Elias se presentó con solo media hora de retraso sobre la que había prometido llegar, lo que me pareció muy amable de su parte. La verdad es que no me molestó su tardanza, porque me dio un poco de tiempo para recuperar mi compostura e intentar dejar a un lado la tristeza que sentía tras la visita de la señorita Glade.
No permití que Elias se entretuviera y enseguida tomamos los dos un carruaje para dirigirnos a Craven House.
– ¿Cómo es -me preguntó- que nos permitirán asistir a una reunión de la asamblea de accionistas? ¿No nos darán con la puerta en las narices?
Me reí.
– ¿Quién va a querer asistir a una reunión de este tipo, si no tiene algún negocio en ella? La idea es absurda. No puede haber nada tan tedioso y que interese menos al público en general que una reunión de la Compañía de las Indias Orientales.
Mi idea de esta clase de reuniones era muy correcta, aunque en los últimos años hemos visto que algunas de ellas se han convertido en un tema de notable interés público, resonancia teatral y comentarios en periódicos. En 1723, sin embargo, hasta el gacetillero más desesperado preferiría pescar con optimismo noticias en el café menos de moda de Covent Garden a intentar buscarlas en un lugar tan aburrido como la asamblea de Craven House. Pero si el tal gacetillero se hubiese hallado presente allí ese día, habría visto recompensado su optimismo.
Como había predicho, nadie puso en duda si podíamos o no estar allí. Vestíamos los dos como caballeros, por lo cual encajamos perfectamente con el otro centenar y medio de hombres de traje oscuro que llenaban el salón de actos. Si en algo destacábamos, era solo en ser más jóvenes y menos orondos que la mayoría.
La reunión se celebró en una sala que había sido construida a propósito para albergar estos acontecimientos trimestrales. Yo ya había estado anteriormente en ella, y me había llamado la atención por mostrar el aspecto desolador de un teatro vacío, pero ahora estaba llena de vida… por más que se tratara de una vida lenta, aletargada. Pocos miembros de la asamblea se mostraban particularmente interesados en su desarrollo: formaban grupitos, charlaban unos con otros. Bastantes dormitaban en sus asientos. Uno de entre los que eran más jóvenes que yo parecía ocupado en aprender de memoria versos en latín. Algunos daban cuenta de la comida que habían traído consigo, y un sexteto intrépido había acudido con botellas de vino y jarras de peltre.
Había un estrado en la parte de delante y, sobre él, un podio. Cuando entramos en el salón, un miembro de la asamblea estaba ensalzando los méritos de cierto gobernador colonial, cuya valía había sido puesta en tela de juicio. Resultó que el tal gobernador era, también, sobrino de uno de los principales accionistas y que las opiniones, aunque no pueda decirse que fueran apasionadas, se decantaban por la tibieza.
Elias y yo ocupamos unos asientos en la parte de atrás. Él se arrellanó de inmediato en su asiento y se encasquetó el sombrero hasta los ojos.
– Aborrezco el anticlímax -dijo-. Ten la bondad de despertarme si sucede algo.
– Puedes irte, si quieres; pero, si te quedas, debes permanecer despierto. Necesito que alguien me ayude -observé.
– Porque, si no, supongo que tú también te dormirías. Dime, Weaver… ¿qué esperas que ocurra?
– No estoy muy seguro. Quizá nuestras acciones no tengan consecuencias perceptibles, pero ha habido muchas cosas que apuntan a una crisis. Y lo más importante de todo es que la suerte del señor Ellershaw depende de lo que ocurra hoy. Forester presentará una moción contra él, y aun cuando la mano de Celia Glade no sea visible en el resultado, y aunque en definitiva el papel de Cobb sea irrelevante, quiero ver cómo se desarrolla la cosa.
– ¿Y por esto debo permanecer despierto? -me preguntó-. No es precisamente lo que yo entiendo por amistad.
– Tampoco lo es intentar llevarte a la cama a la mujer que me gusta -observé.
– ¡Hombre, Weaver…! Pensaba que habíamos acordado no hablar más de eso…
– Excepto cuando yo esté intentando manipularte para que te comportes como deseo. En esos casos, lo sacaré a colación.
– Es una maldad por tu parte. ¿Hasta cuándo piensas jugar así conmigo?
– Durante el resto de tu vida, Elias. Si no lo saco a relucir, me amargará.
Él asintió.
– No puedo discutírtelo. Pero observo que hablas del resto de mi vida, no del resto de la tuya. ¿Tienes algún secreto de longevidad que yo no conozca?
– Sí. No intentar acostarme jamás con mujeres deseadas por alguno de mis amigos. Deberías probarlo alguna vez.
Estaba a punto de replicarme, cuando levanté mi mano.
– Aguarda -le dije-. Querría oír esto.
Un miembro de la asamblea de accionistas, cuya tarea parecía ser la de actuar como una especie de maestro de ceremonias, estaba informando a la sala de que el señor Forester, de la junta de comisionados, tenía que dirigirse a la sala acerca de un asunto urgente.
Sospeché que cuando un caballero deseaba hablar a propósito de la longitud de los clavos utilizados en los cajones, su parlamento sería descrito siempre como un asunto urgente, porque ninguno prestó especial atención. Los adormilados siguieron dormitando; los que almorzaban, almorzando; los que charlaban no dejaron de parlotear y el estudiante continuó estudiando. Mi atención, empero, se clavó fijamente en el podio.
– Caballeros… -empezó Forester-. Me temo que son dos los asuntos urgentes de los que voy a hablaros hoy. Uno presagia excelentes posibilidades para el futuro de la Compañía si somos capaces de gestionarlo bien. El otro es bastante desagradable y, aunque aborrezco tener que mencionarlo, temo que es mi deber hacerlo. Pero vayamos primero a lo bueno.
Forester hizo una señal a un sirviente al que no había visto antes, que se acercó con una decorativa caja de madera lacada, decorada con espirales de oro, rojas y negras, sin duda un producto de Oriente. En su parte superior tenía un asa en forma de elefante. Forester la levantó y entregó luego la tapa al sirviente. Sacó del interior de la caja un compacto rollo de tela. Con él en la mano, devolvió el resto de la caja al sirviente, que se alejó de allí. Era evidente que no había necesitado para nada la caja, pero comprendí que Forester era un hombre aficionado a los efectos dramáticos y me dije que estábamos a punto de asistir a alguna demostración fascinante.
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