Collen McCullough - Angel

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Harriet Purcell tiene veintiún años y acaba de diplomarse como técnica en radiología. Con un sueldo más propio de un hombre en el Sidney de los años sesenta, desoye los consejos de su padre, quien le advierte que «sólo los locos, los bohemios y las prostitutas se atreven a vivir en Kings Cross». Así, decide independizarse y se muda a la casa de huéspedes de la señora Delvecchio, situada en ese barrio de mala nota. Allí descubre que su casera, a parte de los alquileres de sus extraños inquilinos, cuenta con otra fuente de ingresos mucho más provechosa: lee las cartas, el horóscopo y escruta las profundidades de su preiada bola de cristal…
Pero es la pequeña Flo, hija de la señora Delvecchio y médium en las sesiones que esta organiza, quien definitivamente roba el corazón de Harriet. A medida que la jóven se adentra en los secretos de los hombres, el amor y las cartas del tarot, va descubriendo también que seguir los dictados del corazón no siempre resulta fácil, y que proteger a quienes más amamos puede convertirse en la tarea más ardua.
Angel es el luminoso relato del despertar de una joven a la vida adulta. Una tierna y deliciosa historia de amor con los más divertidos y bohemios personajes…

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Sábado, 3 de junio de 1961

El invierno está empezando y llueve tanto que Toby y yo tuvimos que desistir de nuestro fin de semana en Wentworth Falls. Flo y Marceline se pasaron toda la mañana dando vueltas de aquí para allá con cara de decepcionadas. Aunque últimamente volví a dejar la puerta principal sin cerrojo, ambas tienen órdenes estrictas de no abrirla ni salir a la galería.

Estábamos todos reunidos en la sala de mi piso bebiendo café y planeando el almuerzo. «¡Qué agradable!», pensé, y sentí que me invadía una ola de bienestar. Gracias, señora Delvecchio Schwartz, por darme la oportunidad de convertirme en lo que estaba destinada a ser. Te lo mereces, princesa, te lo mereces. Ay, ¿cuándo piensa pasar a mejor vida de una vez por todas?

De pronto, Flo dejó de arrastrar los pies por la alfombra, corrió hacia donde estaban sus lápices de colores, eligió tres a toda velocidad y comenzó a garabatear la pared. Rosa piel, después un pálido azul ceniciento y un montón de púrpura oscuro.

Entonces lo supe.

– Una mujer extraña de pelo azul y vestido púrpura oscuro está subiendo la escalera -anuncié.

Nadie se movió. Nadie abrió la boca.

El golpe en la puerta sobresaltó a más de uno. Toby se levantó de un brinco y fue a abrir. De pie en el umbral había una mujer extraña con el pelo azul recién lavado que llevaba un vestido púrpura oscuro.

– Os ruego me disculpéis -dijo titubeante-, busco a la señora Delvecchio Schwartz.

Todos me señalaron.

– Es ella -respondió Toby haciendo un gesto con el ceño al resto de los presentes que se pusieron de pie en silencio.

– Soy la señora Pornfrett-Smythe -se presentó la extraña-, y… eh… me preguntaba si…

– Pase, pase -dije, mientras los demás salían en fila de la habitación-. Hace un tiempo horrible ahí fuera, querida.

– Ya lo creo -asintió, y tomó asiento frente a mí en una silla de terciopelo rosa que acercó a la mesa de nogal-. De todos modos, mi chófer trae un paraguas.

– A los buenos sirvientes hay que conservarlos -comenté palpando la Bola de Cristal.

La señora Pomfrett-Smythe miró a su alrededor.

– Por lo que me había contado Elma Pearson, no me imaginé que su casa fuera tan agradable -dijo.

– Las cosas cambian, querida, las cosas cambian. Una repentina astringencia de la abscisa exigió un cambio en el decorado para que los flujos de energía cartilaginosa volvieran a la normalidad -respondí con soltura-. Así que fue la señora Pearson la que la recomendó.

– No, no exactamente. Todo el mundo está convencido de que la señora Delvecchio Schwartz falleció, pero yo estaba tan desesperada que decidí intentarlo de todas formas -explicó quitándose los guantes de cabritilla púrpura oscuro.

– Siempre hay una señora Delvecchio Schwartz. Yo soy, eh… La segunda edición. Esta es mi hija, Flo.

– ¿Cómo estás, Flo? -dijo amablemente.

Flo le sacó la lengua, pero no con mala intención, sino como hacen los niños pequeños cuando se enredan entre las piernas de su mamá para tratar de mirar a la persona desconocida desde todos los ángulos posibles.

– ¿Qué le ocurre, señora Pomfrett-Smythe? -consulté.

La mujer tomó temblorosamente los guantes.

– ¡Es mi marido, querida señora Delvecchio Schwartz! Se arriesgó e invirtió en unas acciones especiales, algo que tiene que ver con un extraño y pequeño dispositivo que funciona como las tranqueras para la matanza selectiva de ovejas, pero sin ovejas; con electricidad, creo -dijo muy afligida.

– ¿Tranqueras para la matanza selectiva de ovejas? -pregunté desconcertada.

– Tal vez usted no sepa cómo se sacrifican las ovejas en el campo, pero yo sí. Mi padre era pastor. La tranquera giratoria se coloca en el medio de dos corrales, de manera que el que está en la puerta puede mandar a las ovejas para un lado o para el otro -explicó-. Cuando mi marido compró la primera partida (de acciones, no de ganado) investigó un poco y destinó todo el dinero que tenía a comprar más. -Cada vez se ponía más nerviosa, por lo que deduje que estaba a punto de perder al chófer que la esperaba con el paraguas, la limusina que conducía y su mansión de Point Piper.

– ¿Qué le parece si bebemos una buena taza de té? -ofrecí con voz tranquilizadora.

– ¡Oh, querida, me encantaría, pero no hay tiempo! -gimió-. He tenido que venir inmediatamente porque a mi marido le hicieron una oferta por las acciones y tiene que dar una respuesta antes de las dos de esta misma tarde. Creo que él todavía tiene interés en conservarlas, aunque todos sus colegas y amigos están plenamente convencidos de que acabará perdiéndolo todo, así que lo están presionando para que acepte. -Comenzó a ponerse nuevamente los guantes, estirándolos de una manera que Lady Richard hubiera reprobado.

– ¡Qué terrible dilema! -observé.

– Sí. -Estiraba, estiraba y estiraba.

– Lo que no logro comprender, señora Pomfrett-Smythe -dije frunciendo el ceño-, es por qué un hombre de negocios como su marido busca la respuesta en una adivina. Es decir, ésta es la primera vez que usted viene por aquí.

– ¡No sabe que estoy aquí! -exclamó, arruinando por completo los guantes-. ¡El quiere que la decisión la tome yo!

– ¿Usted?

– Sí, yo. No sabe qué hacer y cada vez que eso sucede, la decisión la tengo que tomar yo.

Entonces me iluminé.

– Entonces si usted toma una decisión incorrecta, él tiene a quién echarle la culpa.

– ¡Exacto! -exclamó desconsoladamente.

– Bueno, no podemos dejar que eso suceda, ¿verdad, Flo?

Flo escogió cuidadosamente cuatro lápices de colores de su caja y se acercó a la pared. Entonces, me di cuenta de que era un momento clave. La atención de la señora Pomfrett-Smythe debía permanecer centrada en mí, así que debía adoptar algún tipo de comportamiento digno de una médium: entrar en trance, sin duda; quejidos o gemidos, desde ya, pero ¿cómo se hace para simular la secreción de ectoplasma? ¿Con goma de mascar y jabón? ¡Hay que investigar, Harriet, investigar!

Por esta vez, me desplomé sobre el respaldo de mi silla rosa, suspiré, me contorsioné y lancé unos pequeños chillidos agudos. Mientras tanto, miraba a Flo con los ojos entrecerrados. Primero, tomó el lápiz púrpura oscuro y comenzó a garabatear. La señora Pomfrett-Smythe. Después, dibujó unos rectángulos con bordes ondulados color verde botella. Dinero. Montones de círculos amarillo brillante. Monedas de oro. Y por último, una pirámide de pequeños puntos ocre pálido. Una montaña de arena. Ahora que sé cómo funciona, es fácil. Las palabras de Flo son los colores y las formas. A medida que su habilidad para dibujar mejore, será cada vez más evidente. Pero el verdadero milagro es que es capaz de ver la respuesta correcta para todas las preguntas que hacen «mis clientas». Es capaz de ver el sufrimiento del alma, lo que sucede en cada corazón; puede percibir la muerte que se acerca. Mi pequeño ángel, el nuevo experimento de Dios. Bueno, conmigo está a salvo. Eso es lo que la señora Delvecchio Schwartz comprendió. Ahora me doy cuenta de que ella, sabiendo que pronto carecería de los elementos necesarios para sobrellevar todo lo que Flo llegaría a ser, decidió encomendarle la tarea a una Harriet Purcell más joven y con una mejor educación. Hoy por fin comprendí por qué la primera señora Delvecchio Schwartz se rindió ante su destino tan mansamente. Estamos aquí para nuestro ángel; ella es quien realmente importa.

Cuando Flo dejó los lápices de colores, emití un gruñido y salí lentamente de mi trance. La señora Pomfrett-Smythe me miraba con los ojos desorbitados como si me hubiera brotado una segunda cabeza.

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