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Colleen McCullough: Las Mujeres De César

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Colleen McCullough Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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Colleen McCullough Las Mujeres De César Traducción de Sofía Coca y Roger - фото 1

Colleen McCullough

Las Mujeres De César

Traducción de Sofía Coca y Roger Vázquez de Parga

Titulo original: Caesar’s women

© Calleen McCullough, 1996

Para Selwa Anthony Dennis, sabia, bruja, cariñosa y maravillosa

Italia topografía y carreteras Cayo Julio Cé - фото 2
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Italia topografía y carreteras Cayo Julio César Servilia - фото 3
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Italia topografía y carreteras Cayo Julio César Servilia Bruto de Jove - фото 4

Italia: topografía y carreteras

Cayo Julio César Servilia Bruto de Joven Primera parte DESDE JUNIO DEL - фото 5

Cayo Julio César

Servilia Bruto de Joven Primera parte DESDE JUNIO DEL 68 A JC HASTA - фото 6

Servilia

Bruto de Joven Primera parte DESDE JUNIO DEL 68 A JC HASTA MARZO DEL 66 - фото 7

Bruto de Joven

Primera parte

DESDE JUNIO DEL 68 A. J.C.
HASTA MARZO DEL 66 A. J.C.

– Bruto, no me gusta el aspecto de tu piel. Ven aquí, a la luz, por favor.

El muchacho de quince años no dio muestras de haber oído nada, se limitó a permanecer encorvado sobre una única cuartilla de papel con la pluma roja, cuya tinta hacía mucho tiempo que se había secado, dispuesta en el aire.

– Ven aquí inmediatamente, Bruto -le repitió su madre plácidamente.

El la conocía bien, así que bajó la pluma; aunque no le tuviera un miedo mortal a su madre, no tenía ganas de alentar el descontento en ella. Se podía ignorar la primera llamada sin peligro alguno, pero la segunda significaba que esperaba que se le obedeciera, incluso tratándose de él. Bruto se levantó y se acercó a Servilia, que se encontraba de pie junto a una ventana cuyos postigos estaban abiertos de par en par, porque Roma se estaba abrasando bajo una temprana ola de calor impropia de aquella época del año.

Aunque Servilia era de baja estatura y Bruto últimamente había empezado a crecer hasta lo que ella esperaba que fuera una estatura considerable, la cabeza del muchacho no sobresalía excesivamente de la de su madre; ésta levantó una mano, lo sujetó por la barbilla y comenzó a examinar de cerca varios granos rojos e irritados que le abultaban la piel a su hijo alrededor de la boca. Luego lo soltó y cambió la mano de sitio para apartarle de la frente unos rizos oscuros y sueltos. ¡Más erupciones!

– ¡Cómo me gustaría que llevases siempre el pelo corto! -comentó tirándole de un mechón que amenazaba con taparle la visión al muchacho lo suficientemente fuerte como para que a éste se le humedecieran los ojos.

– Mamá, el pelo corto no es propio de intelectuales -protestó.

– El pelo corto es práctico. No se cae sobre la cara y además no irrita la piel. Oh, Bruto, en qué martirio te estás convirtiendo para mí!

– Mamá, si lo que querías era un guerrero con la cabeza rapada, deberías haber tenido más hijos con Silano en lugar de un par de chicas.

– Un hijo se puede mantener, pero con dos hay que estirar el dinero más de lo que da de sí. Por otro lado, si le hubiera dado un varón a Silano, tú no serías su heredero, además de ser el heredero de tu padre.

– Se acercó a paso majestuoso al escritorio donde él había estado trabajando y se puso a revolver con dedos impacientes los rollos de papel que había encima-. ¡Mira qué desorden! No es de extrañar que tengas los hombros caídos y la espalda hundida. Sal al Campo de Marte con Casio y con los otros muchachos de la escuela, no pierdas el tiempo intentando condensar toda la obra de Tucídides en una hoja de papel.

– Resulta que soy yo quien escribe los mejores compendios de toda Roma -afirmó su hijo en tono altanero.

Servilia lo miró con ironía.

– Tucídides no era muy prolífico con las palabras -dijo-, aunque tuviera que escribir muchos libros para relatar el conflicto entre Atenas y Esparta. ¿Qué ventaja hay en destruir su hermoso griego para que los romanos perezosos puedan obtener un árido resumen y luego se feliciten a sí mismos por saberlo todo acerca de la guerra del Peloponeso?

– La literatura se está haciendo demasiado vasta para que un hombre cualquiera la abarque toda sin recurrir a resúmenes -insistió Bruto.

– Se te está estropeando la piel -repitió Servilia volviendo así a lo que en realidad le interesaba.

– Eso es bastante corriente en los muchachos de mi edad.

– Pero no entra en los planes que tengo para ti.

– ¡Y que los dioses ayuden a cualquier hombre o cosa que no entre en los planes que tú tienes para mí! -gritó Bruto, enfadado de repente.

– ¡Vístete, vamos a salir! -fue lo único que contestó ella; y salió de la habitación.

Cuando entró en el atrio de la espaciosa casa de Silano, Bruto vestía la toga de orla púrpura propia de la infancia, porque oficialmente no se convertiría en hombre hasta diciembre, cuando llegara la fiesta de Juventas. Su madre ya estaba esperándolo y lo observó con ojo crítico mientras se acercaba a ella.

Sí, decididamente tenía los hombros caídos y la espalda hundida. ¡Con el niño tan guapo que había sido de pequeño! Encantador hasta el pasado enero, cuando ella le había encargado a Antenor, el mejor escultor retratista de toda Italia, un busto de Bruto. Pero ahora la pubertad se estaba haciendo notar de una forma más agresiva, y la temprana belleza de su hijo se iba desvaneciendo incluso a los parciales ojos de Servilia. Bruto seguía teniendo los ojos grandes, oscuros y soñadores, con párpados interesantes y pesados, pero la nariz no se le estaba convirtiendo en el imponente edificio romano que ella esperaba, sino que permanecía obstinadamente corta y con la punta bulbosa, como la de ella. Y la piel, que antes había tenido aquel exquisito color aceitunado, suave y sin defectos, ahora llenaba de temores a Servilia. ¿Y si su hijo fuera uno de aquellos horribles desafortunados a los que se le formaban unas pústulas tan nocivas que les quedaban cicatrices? ¡Era demasiado joven! Tener quince años significaba una infección prolongada. ¡Granos! Qué asqueroso y vulgar. Bueno, al día siguiente mismo haría consultas entre los médicos y herbolarios… y le gustase a Bruto o no, iba a ir al Campo de Marte cada día para hacer ejercicio como es debido y formarse en las habilidades marciales que necesitaría cuando cumpliera diecisiete años y tuviera que alistarse en las legiones romanas. Como contubernalis, claro está, no como un simple soldado raso; sería cadete bajo el mando personal de algún comandante consular que lo llamaría por su nombre. La cuna y posición de su hijo le aseguraban ese puesto.

– ¿Adónde vamos? -le preguntó Bruto todavía irritado porque ella lo había arrancado a la fuerza de su tarea de compendiar a Tucídides.

– A casa de Aurelia.

De no haber tenido la mente concentrada en el problema de cómo condensar semejante mina de información en una sola frase -y de haber sido el día algo más clemente-, su corazón habría saltado de gozo; pero en cambio gruñó: ¡no me hagas ir a los barrios bajos hoy!

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