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Colleen McCullough: Antonio y Cleopatra

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Colleen McCullough Antonio y Cleopatra

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La culminación de la Saga de Roma, que ha entusiasmado a millones de lectores. Roma, año 41 d. J. C. Tras la muerte del César, Octavio y Marco Antonio se ponen de acuerdo para administrar juntos el imperio: Marco Antonio gobernará en las provincias del Este y Octavio en las del Oeste, donde está Roma, el corazón del imperio. Marco Antonio buscará la ayuda de Cleopatra para perpetrar sus planes de conquista y ésta intentará seducirlo para conseguir que su hijo Cesarión, hijo de Julio César, gobierne en Roma. Mientras Octavio asegura su posición en Roma e Italia con la ayuda de su esposa y de Marcus Agrippa, Antonio reúne a sus fuerzas en Grecia para invadir Italia… Las tensiones entre ellos harán estallar una guerra entre ambas facciones y pondrán en peligro la unidad del imperio. Con gran precisión y maestría, Colleen McCullough nos transporta a los escenarios de la Roma clásica y nos ofrece un verdadero episodio épico en el que el poder, el escándalo, la guerra y la pasión son el telón de fondo para un impresionante reparto de personajes brillantemente construidos.

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Colleen McCullough Antonio y Cleopatra I ANTONIO EN ORIENTE Del 41 al 40 - фото 1

Colleen McCullough

Antonio y Cleopatra

***

I ANTONIO EN ORIENTE

Del 41 al 40 a J.C.

I

Quinto Delio no era un hombre belicoso, ni tampoco un guerrero en la batalla. Cuando le era posible se concentraba en lo que hacía mejor, y esto era aconsejar a sus superiores de una forma tan sutil que llegaban a creer que las ideas eran verdaderamente suyas.

Así que después de Filipos, en cuyo conflicto ni se distinguió ni desagradó a sus comandantes, Delio decidió unir su magra persona a Marco Antonio y marchar a Oriente.

«Nunca era posible -se dijo Delio- escoger Roma; siempre se reducía a buscar alternativas en aquella masiva y convulsa lucha entre hombres determinados a controlar. -"¡No, sé sincero, Quinto Delio!"-… a gobernar Roma.» Con el asesinato de César por Bruto, Casio y el resto de conjurados, todos habían creído que el primo hermano de César, Marco Antonio, heredaría su nombre, su fortuna y sus millones de clientes. Pero ¿qué había hecho César? Había escrito una última voluntad, un testamento, donde dejaba todo a su sobrino nieto de dieciocho años, Cayo Octavio. Ni siquiera había mencionado a Antonio en aquel documento, un golpe del que Antonio nunca se había recuperado, tan seguro había estado de que se calzaría las botas rojas de César. Y, muy típico de Antonio, no había hecho ningún plan para ocupar el segundo lugar. Al principio, el joven al que todos ahora llamaban Octavio era un adolescente enfermizo tan fácil de aplastar como el caparazón de un escarabajo. Sólo que no había funcionado de esa manera, y Antonio no había sabido cómo actuar con aquel astuto muchacho de rostro dulce que tenía el intelecto y la sabiduría de un hombre de setenta años. La mayoría de Roma había creído que Antonio, un notorio manirroto que necesitaba con desesperación la fortuna de César para pagar sus deudas, había sido parte de la conspiración para eliminar a César, y su conducta después del hecho sólo había reforzado la impresión. No hizo ningún intento de castigar a los asesinos; en cambio, prácticamente les había dado la total protección de la ley. Pero Octavio, apasionadamente ligado a César, había erosionado poco a poco la autoridad de Antonio y lo había forzado a declararlos fuera de la ley. ¿Cómo lo había conseguido? A través de sobornar a un buen porcentaje de las legiones de Antonio a su propia causa, ganándose al pueblo de Roma y robando los treinta mil talentos del cofre de guerra de César de una manera tan brillante que nadie, ni siquiera Antonio, había conseguido demostrar que Octavio era el ladrón. Una vez que Octavio tuvo a los soldados y el dinero no le dejó más alternativa a Antonio que la de admitirlo en el poder como un igual. Después de aquello, Bruto y Casio hicieron su envite para hacerse con el poder; aliados difíciles, Antonio y Octavio habían llevado sus legiones a Macedonia para enfrentarse a las fuerzas de Bruto y Casio en Filipos. Una gran victoria para Antonio y Octavio, que no habían resuelto la difícil pregunta de quién acabaría gobernando como Primer Hombre de Roma, un rey sin corona que rendía homenaje a la sagrada ilusión de que Roma era una república gobernada por un Senado y varias asambleas del pueblo. Juntos, el Senado y el pueblo de Roma: Senatus Populus Que Romanus, SPQR.

Así pues, Delio continuó con sus pensamientos, como era típico en él: la victoria en Filipos había sorprendido a Marco Antonio sin una estrategia viable para sacar a Octavio de la ecuación de poder, porque Antonio era una fuerza de la naturaleza, lujurioso, impulsivo, de carácter violento y sin un mínimo de previsión. Antonio poseía un gran magnetismo personal, atraía a los hombres por atesorar las virtudes más masculinas: coraje, un físico de Hércules, una bien merecida reputación como amante de las mujeres y el seso suficiente para convertirlo en un formidable orador en el Senado. Se tendía a perdonar sus debilidades porque también eran masculinas: los placeres de la carne y una insensata generosidad.

Su respuesta al problema de Octavio fue dividir el mundo romano entre ellos, complementada con una «limosna» a Marco Emilio Lépido, sumo sacerdote y propietario de una gran facción senatorial. Sesenta años de intermitente guerra civil habían acabado por hundir a Roma en la bancarrota: el pueblo -y toda Italia- gemía con los pobres salarios y la escasez de trigo para el pan, aderezado por una cada vez mayor convicción de que aquellos que los gobernaban eran tan incompetentes como venales. Poco dispuesto a ver disminuido su estatus como héroe popular, Antonio decidió que se quedaría con la parte del león y le dejaría la pútrida carcasa al chacal de Octavio.

Así que, después de Filipos, los vencedores habían dividido las provincias para satisfacer a Antonio y no a Octavio, que heredó las partes menos deseables: Roma, Italia y las grandes islas de Sicilia, Cerdeña y Córcega, donde se cosechaba el trigo para alimentar a los pueblos de Italia, que desde hacía mucho tiempo eran incapaces de alimentarse por sí mismos. Era una táctica muy acorde al carácter de Antonio, al asegurar que el único rostro que Roma e Italia verían sería el de Octavio, mientras que sus propias gloriosas hazañas en otras partes se comentarían asiduamente por Roma e Italia. A Octavio le quedaría recoger el odio, mientras él sería el esforzado ganador de laureles lejos del centro de gobierno. En cuanto a Lépido, tenía a cargo otra provincia triguera, África: el auténtico culo del mundo.

¡Ah, pero desde luego Marco Antonio tenía la parte del león! No sólo las provincias, sino también las legiones. Lo único que le faltaba era dinero, que esperaba exprimir de la eterna gallina de los huevos de oro: Oriente. Por supuesto, se había quedado con las Galias, que estaban en Occidente, habían sido pacificadas concienzudamente por César y tenían el suficiente dinero como para contribuir a sus próximas campañas. Sus fieles lugartenientes mandaban las numerosas legiones de la Galia; la Galia podía vivir sin su presencia.

César había sido asesinado cuando faltaban tres días para que se pusiera en marcha hacia Oriente, donde tenía la intención de conquistar el formidable y fabulosamente rico reino de los partos, y así poder utilizar el botín para devolver a Roma su esplendor. Había planeado estar ausente cinco años, y había organizado su campaña con todo su legendario genio. Así que ahora, con César muerto, sería Marco Antonio quien conquistaría a los partos y recuperaría Roma. Antonio se había hecho con los planes de César y decidió llevarlos a cabo ya que mostraban toda la brillantez de su creador, y con el convencimiento, no obstante, de que podía mejorarlos. Una de las razones por la que César había llegado a esta conclusión estaba en la naturaleza del grupo de hombres que fue al este con él; cada uno de ellos era un rastrero, un lameculos, y sabía exactamente cómo capturar al más grande de los peces: Marco Antonio, tan susceptible a las alabanzas y los halagos.

Desdichadamente, Quinto Delio aún no tenía el oído de Antonio, aunque su consejo hubiese sido siempre halagador, un bálsamo para el ego de Antonio. Así que, mientras cabalgaba por la Vía Egnatia en un huesudo caballo, las «pelotas» golpeadas y las piernas sin apoyo, doloridas, Quinto Delio esperaba su ocasión, que aún no había llegado cuando Antonio entró en Asia y se detuvo en Nicomedia, la capital de la provincia de Bitinia.

De alguna manera, todos los potentados y los clientes-reyes que Roma tenía en Oriente habían adivinado que el gran Marco Antonio se dirigía a Nicomedia, y se habían apresurado a ir allí por docenas para ocupar las mejores posadas o levantar lujosos campamentos en las afueras de la ciudad. Un hermoso lugar en su plácida cala de ensueño, un lugar que la mayoría de la gente había olvidado, había estado muy cerca del corazón del difunto César. Nicomedia aún se veía próspera porque César la había exonerado de los impuestos, y Bruto y Casio, que marchaban presurosamente al oeste, hacia Macedonia, no se habían aventurado lo bastante al norte para saquearla de la misma manera que lo habían hecho en cien ciudades desde Judea hasta Tracia. Por lo tanto, el palacio de mármol rosa y púrpura donde Antonio fijó su residencia pudo ofrecer a los legados como Delio una pequeña habitación donde guardar su equipaje e instalar al mayordomo de sus sirvientes, su liberto Ícaro. Hecho esto, Delio salió a ver qué pasaba, y encontró la manera de hacerse con un lugar en un diván lo bastante cerca de Antonio que le permitió participar en la conversación del gran hombre durante la cena.

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