– Al menos, hemos perdido a una buena parte de nuestros seguidores -comentó Antonio jovialmente cuando la columna romana partió para Capadocia-. Aquel maldito imbécil de Castor incluso trajo al tipo que le corta las uñas de los pies. Estar seguro de que lo apreciaban más de lo que habían apreciado a Casio, a quien habían pertenecido. El tiempo era frío, pero sólo duro cuando se levantaba el viento, y en el fondo del valle había poco viento. A pesar de su color, el agua era potable para los hombres y los caballos; la Anatolia central no era un lugar poblado.
Eusebeia Mazaca estaba al pie del gran volcán Aragaeus, cubierto de nieve, porque nadie en la historia recordaba su erupción. Una ciudad azul, pequeña y empobrecida; todos la habían saqueado desde que se tenía memoria, debido a que sus reyes eran débiles y demasiado parsimoniosos para mantener un ejército.
Allí, Antonio comenzó a comprender lo difícil que sería obtener más oro y tesoros del este; Bruto y Casio se habían apoderado de todo aquello que el rey Mitrídates el Grande había pasado por alto. Una comprensión que lo puso de mal humor y que lo hizo marchar con Poplicola, los hermanos Decidió Saxa y Delio a inspeccionar el reino sacerdotal de Ma en Comana, no muy lejos de Eusebeia Mazaca. ¡Que el senil rey de Capadocia y su ridículo e incompetente hijo rabiasen en su desnudo palacio! Quizá en Comana encontraría un montón de oro oculto debajo de una inocente lápida; los sacerdotes daban a los reyes por muertos cuando se trataba de proteger su dinero.
Ma era una encarnación de Kubaba Cibeles, la Gran Madre Tierra que había gobernado a todos los dioses, masculinos y femeninos, cuando la humanidad había aprendido por primera vez a relatar su historia alrededor de las hogueras. A lo largo de los eones había perdido su poder excepto en lugares como las dos Comanas -una allí, en Capadocia; la otra, al norte, en Pontus- y Pesinunte, no muy lejos de donde Alejandro Magno había cortado el nudo gordiano con su espada. Cada una de estas tres zonas estaba gobernada como reino independiente, y su rey, que además era sumo sacerdote, actuaba dentro de sus límites naturales, como las cerezas pónticas en un cuenco.
Sin preocuparse de llevar una escolta de tropas, Antonio, sus cuatro amigos y una multitud de sirvientes entraron en el precioso pueblo de la Comana de Capadocia y observaron con aprobación sus lujosas viviendas, los jardines que prometían una multitud de flores en la próxima primavera y el imponente templo de Ma que se levantaba en lo alto de una pequeña colina rodeada por un bosque de abedules con álamos a cada lado de una avenida pavimentada que llegaba a la casa terrenal de Ma. Colindante al templo estaba el palacio y, como aquél, sus columnas dóricas eran azules con bases y capiteles rojos, las paredes traseras de un azul mucho más oscuro y el tejado bordeado con pan de oro.
Un joven que parecía no tener más de veinte años los esperaba delante del palacio, vestido con capas de gasa verde y un sombrero de oro redondo en la cabeza, que llevaba afeitada.
– Marco Antonio -se presentó Antonio, que se apeó de su Caballo Público gris y le arrojó las riendas a uno de los tres sirvientes que había traído con él.
– Bienvenido, señor Antonio -respondió el joven, y se inclinó.
– Antonio bastará. No tenemos ningún señor en Roma. ¿Cómo te llamas, mozalbete?
– Arquelao Sisenes. Soy sacerdote-rey de Ma.
– Un poco joven para ser rey, ¿no?
– Mejor ser demasiado joven que demasiado viejo, Marco Antonio. Pasa a mi casa.
La visita comenzó con un desconfiado duelo verbal, donde el rey Arquelao Sisenes, a pesar de ser más joven que Octavio, demostró ser un digno rival de Antonio, cuya buena naturaleza lo inclinó a admirar a un maestro en el arte. Como bien hubiese tolerado alegremente a Octavio de no haber sido éste el heredero de César.
Pero aunque los edificios eran preciosos y el paisaje lo bastante bello como para complacer a un corazón romano, una hora en el reloj de agua fue tiempo más que suficiente para descubrir que aquella riqueza que Ma de Comana hubiese podido poseer se había esfumado. Con una cabalgada de sólo cincuenta millas entre ellos y la capital de Capadocia, los amigos de Antonio estaban muy preparados para partir al alba del día siguiente para reunirse con las legiones y continuar la marcha.
– ¿Te ofenderás si mi madre asiste a nuestra cena? -preguntó el sacerdote-rey con un tono deferente-. ¿Y también mis hermanos menores?
– Cuantos más, mejor -replicó Antonio con sus mejores modales. Ya había encontrado las respuestas a varias preguntas molestas, pero sería prudente ver por sí mismo qué clase de familia había formado a este muchacho inteligente, precoz y valiente. Arquelao Sisenes era un hombre apuesto, ingenioso, con un profundo conocimiento de la literatura y la filosofía griegas e incluso de las matemáticas.
Algo que no importó en absoluto en el momento en que Glafira entró en la habitación. Como todas las acolitas femeninas de la Gran Madre, había entrado al servicio de la diosa a los trece años, pero no, como el resto de las vírgenes púberes de aquel año, para tender su estera dentro del templo y ofrecer su virginidad al primer recién llegado que le gustase. Glafira era de sangre real, y escogió a su propio compañero cuando lo deseó. Sus ojos se posaron en un senador romano visitante, que engendró a Arquelao Sisenes sin siquiera saber que lo había hecho; ella tenía catorce años cuando dio a luz al niño. Su siguiente hijo pertenecía al rey de Olba, descendiente del arquero Teucero, que luchó con su hermano Áyax en Troya, y el padre del tercero era un apuesto don nadie que guiaba una yunta de bueyes en una caravana de Media. Después de eso, Glafira colgó su faja y dedicó sus energías a criar a sus hijos. En aquel momento tenía treinta y cuatro años pero aparentaba veinticuatro.
Aunque Poplicola se preguntó qué la había impulsado a presentarse en una cena donde el huésped de honor era un notorio mujeriego, Glafira sabía muy bien por qué. La lujuria no entraba en sus planes. Glafira, que pertenecía a la Gran Madre, había desechado la lujuria hacía mucho tiempo como algo despreciable. No, ella quería algo más para sus hijos que aquel pequeño reino. Buscaba conseguir todo el máximo de Anatolia que pudiese, y si Marco Antonio era la clase de hombre que decían los rumores, entonces él era su oportunidad.
Antonio contuvo el aliento de forma audible. ¡Qué belleza! Alta, esbelta, piernas largas, magníficos pechos y un rostro que rivalizaba con el de Helena; labios rojos, una piel impecable como los pétalos de las rosas, ojos brillantes entre oscuras y largas pestañas, y unos cabellos absolutamente lacios que le caían por la espalda como una hoja de plata. No llevaba ninguna alhaja, probablemente porque no tenía ninguna. Su túnica azul de estilo griego era de lana.
Poplicola y Delio fueron empujados tan rápidamente del diván que apenas si tuvieron tiempo de aterrizar sobre los pies; una enorme mano ya estaba palmeando el espacio donde habían estado reclinados.
– Aquí, conmigo, espléndida criatura. ¿Cuál es tu nombre?
– Glafira -respondió ella, que se quitó las zapatillas de fieltro y esperó hasta que un sirviente le puso calcetines calientes en los pies. Luego colocó su cuerpo en el diván, pero lo bastante lejos de Antonio como para evitar que la abrazase, cosa que mostraba todas las señales de querer hacer. Si el saludo servía como guía, el rumor de que no era un amante sutil era acertado. Era una espléndida criatura. «Cree que las mujeres son objetos, pero yo -decidió Glafira- debo esforzarme para ser algo más conveniente que su caballo, su secretario o su orinal. Si me preña, le haré ofrendas a la diosa para tener una niña. Una hija de Antonio podría casarse con el rey de los partos. ¡Qué alianza! ¡Es una suerte, está muy bien que nos hayan enseñado a chupar con nuestras vaginas mejor de lo que lo puede hacer una mujer que domina la técnica de la felación! Lo haré mi esclavo.»
Читать дальше