Collen McCullough - Angel

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Harriet Purcell tiene veintiún años y acaba de diplomarse como técnica en radiología. Con un sueldo más propio de un hombre en el Sidney de los años sesenta, desoye los consejos de su padre, quien le advierte que «sólo los locos, los bohemios y las prostitutas se atreven a vivir en Kings Cross». Así, decide independizarse y se muda a la casa de huéspedes de la señora Delvecchio, situada en ese barrio de mala nota. Allí descubre que su casera, a parte de los alquileres de sus extraños inquilinos, cuenta con otra fuente de ingresos mucho más provechosa: lee las cartas, el horóscopo y escruta las profundidades de su preiada bola de cristal…
Pero es la pequeña Flo, hija de la señora Delvecchio y médium en las sesiones que esta organiza, quien definitivamente roba el corazón de Harriet. A medida que la jóven se adentra en los secretos de los hombres, el amor y las cartas del tarot, va descubriendo también que seguir los dictados del corazón no siempre resulta fácil, y que proteger a quienes más amamos puede convertirse en la tarea más ardua.
Angel es el luminoso relato del despertar de una joven a la vida adulta. Una tierna y deliciosa historia de amor con los más divertidos y bohemios personajes…

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El testamento no era muy extenso. Decía que dejaba todos sus bienes, propiedades y dinero a Flo Schwartz, su única hija, los cuales permanecerían en fideicomiso hasta que ella cumpliera la mayoría de edad con su querida amiga Harriet Purcell, radicada en el mismo domicilio y que por su parte tendría plena libertad para disponer de los ingresos como mejor le pareciera. También decía que consignaba el cuidado y la custodia de Flo Schwartz, su única hija, a la ya citada señorita Harriet Purcell, pues consideraba que la susodicha educaría a Flo de la forma en que ella misma hubiera querido. Estaba firmado Harriet Purcell Delvecchio Schwartz y había dos testigos. Un tal Otto Werner y un tal Fritz Werner, a los cuales no conocía en absoluto. ¿Serían hermanos? ¿Padre e hijo?

¡Harriet Purcell! La señora Delvecchio Schwartz era Harriet Purcell de nacimiento. La generación perdida. Sin embargo, si era de la familia de papá, entonces a él no lo habían informado de su existencia. Es posible que así fuera si ya desde su nacimiento pintaba mal. Los padres del siglo diecinueve eran bastante especiales con los hijos que tenían mal aspecto. Los recluían en sus casas, los escondían como si fueran una desgracia. Es muy probable que fuera un pariente mío cercano. ¿Sería hermana de papá? Él nació en 1882 y ella debió de haber nacido hacia 1905. O tal vez fuera hacia 1902, cuando papá estuvo en Sudáfrica en la guerra de los bóers. Papá tiene unas hermanas mellizas que nacieron después de él, en 1900. «Una vergüenza terrible», dice siempre entre risas. Quizá después de la tía Ida y la tía Joan hubiera otra hija. Una que no parecía estar del todo bien y por eso la escondieron. Apostaría que éste es un misterio que jamás vamos a descifrar, aunque resolvería el enigma de por qué lleva el nombre maldito de mi familia. La señora Delvecchio Schwartz es como una cebolla. Capa sobre capa y en el centro, la niñez de la que jamás habló con nadie de La Casa, ni siquiera con Pappy.

No armé un escándalo, no grité ni me puse a chillar. Han pasado demasiadas cosas para creer que esto sea real. Esperaré hasta que pueda mostrarle el testamento al señor Hush, mañana por la mañana.

Miércoles, 5 de abril de 1961

Me desperté a las seis con una sensación muy extraña. Si la autora de todas las agonías que he mencionado antes se puso a galopar o se echó a reír anoche a las tres y diez, no la escuché. Mi primera tarea fue llamar por teléfono al despacho de la Hermana Agatha y avisar que no iría a trabajar. No, por ninguna razón; lo lamento, señorita Barker. Asuntos personales. Después, me entretuve dando vueltas por la casa con la cabeza en las nubes. Le di una ración extra de leche a Marceline, me tomé varias tazas de café, comí huevos revueltos con tostadas y me puse el nuevo vestido de otoño rosa pálido que acababa de comprar. A cada rato desplegaba el testamento y comprobaba que realmente decía todas esas cosas maravillosas.

¡Sí, lo dice, lo dice, lo dice!

Llegué a la puerta de Partington, Pilkington, Purblind y Hush antes de que la señorita Hoojar hubiera abierto el bufete. Cuando me informó con desdén de que el señor Hush estaba demasiado ocupado hoy para atenderme, le respondí que en cualquier caso lo esperaría.

– Medio minuto, un cuarto de minuto, no me importa; ¡pero quiero verlo! -dije.

Así que me senté en la recepción sin levantar ojo del testamento. Mientras esperaba, tarareaba canciones y hojeaba revistas ruidosamente. Me convertí en semejante molestia que cuando el señor Hush cruzó el umbral de la puerta, a las diez de la mañana, la señorita Hoojar estaba a punto de ahorcarme.

– ¡La señorita Purcell se ha negado a marcharse, señor Hush! -se quejó.

– Entonces será mejor que pase -respondió con un suspiro, resignado a roer un trozo de pescuezo en lugar de un filete-. No puedo concederle mucho tiempo, hoy tengo que estar casi todo el día en el tribunal.

A modo de respuesta, le entregué el testamento.

– ¡Válgame Dios! -dijo tras examinarlo brevemente-. ¿De dónde ha sacado esto?

– Lo encontré anoche, señor; estaba escondido debajo de la base del adorno preferido de la señora Delvecchio Schwartz.

– ¿Realmente se llamaba Harriet Purcell? -preguntó mirándome como si sospechara que yo lo había falsificado. Luego lo estudió minuciosamente-. Parece auténtico… Es la misma letra de las libretas de ahorro, y tiene fecha de hace un año. ¿Conoce a los testigos?

Tuve que decir que no, que no los conocía pero que trataría de averiguar quiénes eran.

– ¿Es tan importante? -pregunté tensa-. ¿Acaso alguien se va a oponer? ¿Lo van a impugnar?

– Mi querida Harriet, creo que todos van a celebrar la misteriosa aparición del documento con un suspiro de alivio. Es el único testamento que existe de la señora. Además, reconoce a Flo como su hija y le concede a usted la custodia indiscutible de la niña. A efectos legales, sus deseos son órdenes.

– Pero las del Departamento de Protección de Menores no cambiarán la opinión que tienen de mí, ¿verdad, señor Hush?

– Probablemente, no -respondió plácidamente-. De todos modos, el testamento les quita todo tipo de responsabilidad sobre Flo. Ya no tienen que decidir su destino y eso los hará muy, muy felices. Por otra parte, el testamento le concede a usted independencia financiera. Podrá vivir holgadamente con el alquiler de las propiedades, así que no necesitará trabajar. No tendrá de qué preocuparse.

Luego carraspeó de manera sospechosa, en cuanto le presté toda mi atención.

– Como no hay ningún albacea designado, tendrá que decidir quién quiere que se encargue de manejar los asuntos. Podría recurrir al Síndico Público o, si lo prefiere, yo podría ocuparme de la legalización. Le advierto que el Síndico Público se mueve a paso de tortuga y sus honorarios son casi tan altos como los que cobra un bufete privado.

Eso era lo que yo estaba esperando.

– Prefiero que usted se encargue de todo, señor Hush.

– Bien, bien. -Evidentemente, el trozo de pescuezo se había convertido en un filete-. Le interesará saber que he tenido oportunidad de hablar con el Síndico Público acerca del patrimonio de la señora Delvecchio Schwartz. Tiene más de ciento diez mil libras depositadas en cajas de ahorro de todo Sydney. El origen de dichos fondos ha dejado perplejos a los especialistas que no pueden probar que se trate de dinero que ella haya ganado. Naturalmente, todos están al tanto de lo que sucede en el 17b y el 17d, pero ambos establecimientos gozan de una inmunidad implícita respecto a la… ummm… atención oficial. Los expertos tuvieron que aceptar la palabra de las propietarias que dicen pagar treinta libras por semana en concepto de alquiler. Los del 17a y del 17e, que no son más que meras pensiones, también pagan treinta libras por semana. Eso suma un total de ciento veinte libras por semana. Un buen abogado podría argumentar que el dinero se gasta en el mantenimiento, gastos e impuestos, porque los cuatro edificios están en excelentes condiciones… cosa que, por lo que tengo entendido, no sucede con la casa de la señora Delvecchio Schwartz. Los muchachos del fisco están alerta, pero a menos que aparezcan pruebas concretas, lo único que pueden hacer es cobrar impuestos sobre los intereses y los alquileres.

»Si el fisco decidiera demandarla, un buen equipo de abogados podría mantener el caso estancado en los tribunales durante años. Desde luego, la pondré en contacto con un despacho de contables y asesores financieros que la pueden aconsejar sobre qué hacer con el patrimonio de Flo. En cuentas de ahorro no gana más que unos míseros centavos. ¡Brrrrr! Birdwhistle, Entwhistle, O'Halloran y Goldberg son los mejores.

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