Bonitos pensamientos. Me acompañaron hasta Wooloomooloo, donde me volví a calzar los zapatos y dejé de pensar en cosas que le haría a la Señora y que sé que jamás haré porque perjudicarían a Duncan. Sin embargo, lo de las cucarachas es factible; y lo de invitar a Duncan a pasar la noche entre mis brazos, está decidido. Es más, le mandaré la maldición del sudor y el mal aliento. Aftas incurables. Montañas de grasa por más que se mate de hambre. Arrugas. Pies y tobillos tan hinchados que la carne se le salga por los bordes de los zapatos y se le mueva de un lado a otro. Conjuntivitis. Caspa. Gusanos que le pongan huevos en el ano; así tendría que rascarse el trasero en público. ¡Sí! ¡Enferme lentamente, señora Forsythe! ¡Muérase de vanidad frustrada! Que todos los espejos se rompan cuando se vea reflejada en ellos; que toda su ropa de alta costura se convierta en bolsas de arpillera y botas de fontanero. Esas fantasías me acompañaron hasta McElhonc Stairs, donde me detuve y grité:
– ¡Flo, mi Flo! ¡Angelito mío! ¿Cómo haré para llevarte a casa otra vez?
Todavía estaba gritando cuando llegué a la puerta de casa. A través de la pared gris de mis lágrimas, vi que muchos de los garabatos estaban desapareciendo. Se está alejando de mí. Lo único que puedo hacer es sentarme en el borde de su vida hospitalaria, con el corazón destrozado porque no puedo pasar todo el día y todos los días con ella. Soy joven, pobre y soltera. Tengo que trabajar. Mañana tendré que ir a disculparme con la Hermana Agatha. ¡Maldita sea la señora Forsythe y su lengua viperina! Está arruinando más vidas que la de ese marido suyo débil e ingenuo.
Me desplomé en la cama y lloré desconsoladamente hasta quedarme dormida. Cuando desperté ya era de noche. Las ventanas del 17d irradiaban una indecente luz malva, se escuchaban las risas y las conversaciones habituales y una estridente pelea entre Prudencia y Constancia, que nunca se llevan bien. «Buena suerte, señoras», pensé mientras lidiaba con mi gata, que estaba indignada. Hay muchas formas peores de ganarse la vida. Mucho peores, maldita señora Parásito Forsythe.
Bueno, entonces tendrá que ser un secuestro. Huiremos hacia el norte donde los hombres son hombres y las mujeres escasean. Es terrible, ni siquiera puedo contar a mis padres lo que estoy planeando, y tampoco ponerme en contacto con ellos cuando encuentre un lugar donde vivir. Flo y yo tendremos que desaparecer del mapa. Si le cuentas un secreto a alguien, deja de serlo. Tendré que vaciar mi cuenta bancaria y esconder el efectivo en una bolsa debajo del delantal de Flo. Ropa vieja. Tenemos que aparentar que somos muy pobres. La de Flo es perfecta, pero yo tendré que hurgar entre la ropa usada del Ejército de Salvación o del St. Vincent de Or… Es broma, jo, jo, jo, jo. Sí, puedo hacerlo. ¿Por qué? Pues porque soy lo bastante inteligente para coordinar todos los hilos de esta red de mentiras. «Mi esposo me abandonó», ésa es una historia común y creíble. Australia está repleta de esposas abandonadas. Compraré un anillo de bodas. Mi pobrecilla hija extraña tanto a su padre que se niega a hablar. No, eso no suena bien. ¿Por qué iba a echar de menos al bastardo que hizo daño a su madre? No habla porque una parte de su cerebro quedó afectada cuando su padre, borracho, la golpeó. Sí, eso suena más convincente. ¡Marcelinel El pobre viejo me confió a su pequeño ángel, ¿y cómo iba a defraudarlo? Tendré que hacerlo, a los gatos no les gusta viajar. ¿O sí? Si tiene su saco de lienzo, tal vez se atreva. Haré un viaje de prueba hasta las Montañas Azules. Si sale bien, me iré con mis dos angelitos al interior del país.
Esto lo escribí más tarde, mucho más tarde. Debía de ser cerca de medianoche cuando dejé de caminar de un lado a otro confabulando, planeando y organizando los pasos a seguir. No había comido nada, pero tampoco tenía hambre. No tenía ganas de beber té, ni café; ni siquiera me apetecía un trago del viejo brandy barato. En realidad, me sentía como algo que Marceline hubiera vomitado. Aunque al menos no tengo que preocuparme más por Harold y mis diarios; los viejos vuelven a estar en el aparador del Tilsiter.
Cuando me acerqué a la mesa, me llamó la atención la Bola de Cristal… Bueno, en realidad, es el objeto más llamativo do toda la habitación. Inmóvil en su sitio habitual, con su brillo rosado. ¡Menudo fraude! Derrochando drama. No sabía si consultarla antes de irme a la cama o después de que la vieja me despertara con su galope y su risotada como cada noche. Tal vez si lo hacía, la Bola de Cristal me diría algo sobre mí. ¡No! ¡A la mierda! Me desplomé en una silla y juré que nunca más me humillaría ante un trozo de dióxido de silicio. Simple arena fundida.
Así que me quedé allí sentada pensando lo mal que me habían tratado todos hoy. Y lo peor de todo es que se habían comportado terriblemente mal con Flo. Además, todos nos habían tratado mal y con ira, no solamente mal. Es insoportable que le traten así cuando no tienes una cabeza que golpear o un par de cojones que patear. De todos modos, no creo que a esas desagradables mujeres del Departamento de Protección de Menores les falten cojones. Los tienen, y son tan grandes como los de cualquier otra especie de rata.
Miré la Bola de Cristal y un extraño pensamiento cruzó mi mente. ¿Qué sucede con la señora Delvecchio Schwartz? Si es ella la que está arriba todas las noches, eso quiere decir que todavía deambula en un plano terrestre. Entonces, ¿por qué permite que asesinen a su ángel? ¿Por qué ha dejado semejante desaguisado tras de sí? ¡Estoy segura de que lo sabía! Y debe de haber dejado también la solución. Para algunas cosas era muy estúpida, pero también muy astuta. Sólo me dio dos pistas: que el destino de La Casa está en la Bola de Cristal y que depende de ella. ¿Acaso creía tan firmemente en sí misma y en sus poderes que dio por sentado que todo me sería revelado a través de la Bola de Cristal? Colocó mis manos sobre la bola, una especie de bendición. ¡Pero yo no veo nada! Hace un mes que lo intento y nada. Nada de nada.
Lancé una mirada feroz al objeto y al etéreo reflejo rosa de mi habitación invertida en el cristal. El destino de La Casa está en la Bola de Cristal. Todo depende de la Bola de Cristal. La tomé e hice algo atroz: la levanté con ambas manos y la saqué de la base. Cuando la apoyé comenzó a rodar. La detuve. No sentí ninguna vibración, ninguna extraña descarga eléctrica. No es más que una pesadísima burbuja de sílice licuado a presión. Evidentemente, la mesa adoptaba una ligera inclinación hacia el lado opuesto al que yo me encontraba, así que coloqué el plato de la mantequilla tras mi Némesis para detenerla y me concentré en la base. El pequeño círculo de almohadilla que está entre el cristal y la madera negra no es de seda, es de terciopelo. Estaba aplastado y pulido por el peso de la bola.
¡Oh, Harriet Purcell, qué estúpida eres! ¿Cómo has podido ser tan ignorante? ¡La respuesta lleva meses ahí! Levanté la base y comencé a tirar de la tela en una parte donde se superponía sobre la madera y formaba una pequeña arruga. La iba quitando poco a poco porque estaba muy bien pegada; sin embargo, el pegamento no seguía por debajo de la bola, sólo sujetaba los bordes. Allí, bajo el terciopelo, había un papel doblado escondido en una cavidad que ella debió de haber tallado con un cincel. Un barato impreso testamentario, de los que se compran en cualquier quiosco de diarios o papelería. Diabólico. Cuánto tiempo le debe de haber llevado preparar este último acertijo, arriesgando todo su mundo, e incluso a su propio angelito. Ni siquiera se cubrió, lo apostó todo al olfato; a mi olfato para resolver un misterio, un rompecabezas. Tampoco jugó limpio cuando me dio las dos pistas. El destino de La Casa no estaba en la Bola de Cristal, estaba debajo. Una pequeña palabra. Si hubiera utilizado la preposición correcta, habría encontrado el testamento en un día, o tal vez menos. Pero no, no podía hacerlo; era demasiado simple, demasiado insulso.
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