Collen McCullough - Angel

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Harriet Purcell tiene veintiún años y acaba de diplomarse como técnica en radiología. Con un sueldo más propio de un hombre en el Sidney de los años sesenta, desoye los consejos de su padre, quien le advierte que «sólo los locos, los bohemios y las prostitutas se atreven a vivir en Kings Cross». Así, decide independizarse y se muda a la casa de huéspedes de la señora Delvecchio, situada en ese barrio de mala nota. Allí descubre que su casera, a parte de los alquileres de sus extraños inquilinos, cuenta con otra fuente de ingresos mucho más provechosa: lee las cartas, el horóscopo y escruta las profundidades de su preiada bola de cristal…
Pero es la pequeña Flo, hija de la señora Delvecchio y médium en las sesiones que esta organiza, quien definitivamente roba el corazón de Harriet. A medida que la jóven se adentra en los secretos de los hombres, el amor y las cartas del tarot, va descubriendo también que seguir los dictados del corazón no siempre resulta fácil, y que proteger a quienes más amamos puede convertirse en la tarea más ardua.
Angel es el luminoso relato del despertar de una joven a la vida adulta. Una tierna y deliciosa historia de amor con los más divertidos y bohemios personajes…

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¡Así que eso era lo que quería saber Madama Fuga! Estaba tratando de averiguar cuánto sabía yo. No se preocupe, está perfectamente a salvo conmigo. No podemos privar a todos esos industríales, políticos, banqueros y jueces de la oportunidad de evacuar sus aguas inmundas en un sitio inmaculado, ¿verdad? Ummm, ¿treinta libras por semana? ¡Ni en sueños! Serán por lo menos trescientas. Pero ¡tened cuidado! Voy a defender muy bien los intereses de Flo, queridas madamas. Por algo me llamo Harriet Purcell.

Las perspectivas de un futuro así me exaltaron de tal manera, que me incliné sobre el escritorio y besé al señor Hush en la boca, saludo al que respondió con un interesante entusiasmo.

– ¡Es usted un encanto, señor!

Soltó una risita nerviosa.

– Debo confesar que siempre lo creí, pero es bueno que alguien me lo confirme. Será mejor que deje que yo me encargue de que liberen a Flo. Entretanto, me aseguraré de que tenga dinero suficiente para vivir hasta que el testamento sea autenticado. Flo estará con usted mucho antes de que eso suceda.

Tomé un taxi hasta el Queens, pero no fui directamente al despacho de la Hermana Agatha. Me dirigí al Pabellón de Psiquiatría y me topé con John Prendergast, que iba camino a una conferencia.

– ¡John, John! ¡La señora Delvecchio Schwartz dejó un testamento en el que me nombra tutora de Flo! -exclamé-. El Departamento de Protección de Menores me la entregará muy pronto ¡Yuuuupi!

Su cara adoptó la expresión de un oso de peluche.

– Entonces la retendremos aquí para ti. -Me levantó como si fuera una pluma y me hizo dar vueltas y vueltas-. Como no me interesan las enfermeras -dijo mientras me conducía a la habitación de Flo-, la historia de mi vida ha sido siempre la misma: cada vez que una mujer me gusta, le pertenece a algún paciente y, por lo tanto, está fuera de mi alcance. Tú estás a punto de salir de esa categoría, pero supongo que no tendrás una noche libre para ir a cenar con un psiquiatra menos chiflado de lo habitual, ¿verdad?

– Tienes mi número de teléfono -respondí mirándolo con nuevos ojos. Ummmm, mis horizontes se están expandiendo. Un delantero de rugby. Variedad, como había dicho ella. «Búscatelos a todos diferentes, princesa; y tienes que poseer a alguno virgen antes de morir.» De todos modos, dudo mucho que John Prendergast lo sea.

Flo me recibió con los brazos abiertos como de costumbre, pero yo la saludé con millones de abrazos y besos. Y algunas lágrimas.

– Mi querida Flo, pronto vas a volver a casa conmigo -le susurré al oído que tenía más cerca de la boca.

Su pequeño rostro se iluminó con la sonrisa más grande del mundo. Me rodeó con ambos brazos y me estrechó con fervor.

– No tiene un pelo de tonta, nuestra Flo -dijo John Prendergarst sin asombro.

– ¡Autista, mi abuela! -gruñí-. Flo es única. Creo que Dios está harto del desastre que hemos hecho con todo, así que está inventando un modelo nuevo. La facultad de hablar es la que nos mete en tantos líos. Si pudiéramos leer los pensamientos ajenos, la mentira y la hipocresía desaparecerían por completo. Tendríamos que mostrarnos como realmente somos.

El siguiente paso era ir a ver a la Hermana Agatha que, a juzgar por la expresión que tenía cuando irrumpí en su despacho, estaba preparada para dar guerra. Sin embargo, no di a esa vieja avinagrada la menor oportunidad de abrir la boca.

– ¡Renuncio, Hermana Toppingham, renuncio! -anuncié-. Hoy es miércoles y no me quedaré. Trabajaré mañana y el viernes, y después me marcho.

Tragó saliva, saliva y más saliva.

– Necesito dos semanas de preaviso, señorita Purcell.

– Mala suerte, tesoro, porque no te las daré. El viernes por la tarde me largo.

Más saliva, saliva y más saliva.

– ¡Es usted una impertinente!

– La impertinencia -expliqué- aumenta exponencial y sincrónicamente con la independencia económica. -Le lance un beso y me marché-: ¡Hasta la vista, Hermana Agatha!

Después, tomé otro taxi y me dirigí a Bronte a dar la gran noticia a mi preocupada familia. Habia elegido cuidadosamente el horario. Papá y mis hermanos estarían en el trabajo. Sólo mamá y la abuela iban a estar en casa. Lástima que la abuela no sea la mamá de papá, porque en ese caso nos enteraríamos de la verdad. Los padres de papá pasaron a mejor vida (ya me estoy contagiando) antes de que yo naciera. Al entrar por la puerta de atrás, observé que el sector de hierba destinado a la bacinilla estaba ponzoñosamente verde y exuberante. Willie estaba tomando el sol.

– ¡Holaaa! ¡Estáis viendo a una persona con tanta pasta que no necesita trabajar! -anuncié a medida que avanzaba.

Mamá y la abuela estaban sentadas a la mesa almorzando: pan, mantequilla, un frasco de mermelada de albaricoque IXL y la tetera. ¡Ambas estaban tan apesadumbradas…! Supongo que estarían discutiendo por enésima vez los sucesos del 17c de la calle Victoria. Amoríos con cirujanos ortopedas casados, asesinato, suicidio, niños desaparecidos, una hija que se había vuelto loca… Sin duda, no es el ideal de ningún padre o abuelo.

Cuando proclamé la noticia a los cuatro vientos, las dos se irguieron a toda prisa.

– ¿Quieres un té, querida? -preguntó mamá.

– Gracias, pero no -respondí, me dirigí al armario de los platos y extraje la botella de Willie de detrás de la de tomate de Worcestershire, procedente de agricultura ecológica, y de la Esencia de Café y Chicoria-. Beberé un sorbo de esto. El brandy -continué diciendo mientras vertía un poco en una copa de cristal- es bueno para el alma. Preguntadle a Willie. ¿Sabes una cosa, mamá? Deberías conservar los envases del queso Kraft para untar y usarlos como vasos. Son irrompibles y además no son tan feos, con esos dibujos que tienen pintados que parecen tulipanes. -Me senté y levanté la delicada copa-. ¡Arriba, abajo, al centro y adentro!

– ¡Harriet! -chilló la abuela.

Mamá es más sagaz. Se relajó.

– Se ha solucionado todo -dijo.

– Así es -le respondí y les conté todo lo que había sucedido.

– ¡Harriet Purcell! -suspiró mamá al final de la frase-. ¿Será hermana de Roger? Eso explicaría muchas cosas.

– Si es así, ni papá, ni la tía Ida, ni la tía Joan saben nada -dije-, pero sed libres de hacer vuestras indagaciones. Tal vez alguno de ellos recuerde algún comentario incomprensible que sus padres hubieran hecho siglos atrás. O alguna misteriosa ausencia ocasional de algún integrante de la familia que fuera a visitar cierto lugar del que sólo se hablaba en secreto. Preguntad a la tía Ida, tiene una memoria de elefante y es bastante chismosa, la típica solterona.

– ¿No te arrepentirás de dejar la radiología? -preguntó mamá.

Pobre mamá, le hubiera encantado tener un trabajo aparte de las tareas domésticas, pero en esos tiempos no se estilaba. Tengo entendido que una vez, hacia 1920, se inscribió en el R.P.A. para estudiar enfermería, pero la abuela le quitó las ganas enseguida. Mamá es mucho más joven que papá. ¿Será por eso que me gustan los hombres mayores que yo?

Sin duda Pappy diría que es así, pero ella es capaz de encontrar algo freudiano hasta en un agujero relleno de crema encima de una deliciosa torta.

– Ya estoy hasta la coronilla del trabajo remunerado, mamá -dije-. El trabajo en sí es fantástico, pero las personas que están al mando son insufribles. Créeme, no tengo ninguna intención de quedarme de brazos cruzados. Estaré muy ocupada supervisando a inquilinos rebeldes, tratando de hallar la forma de comunicarme con Flo y procurando obtener el mejor rendimiento para su dinero.

– Bueno -suspiró mamá-, no cuesta ver que estás feliz, así que yo también lo estoy por ti. -Carraspeó delicadamente y se sonrojó un poco-. Umm, ¿y el doctor Forsythe?

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