Lunes, 4 de abril de 1960
Pappy llegó a casa con tiempo suficiente para tomar un café conmigo antes de irse a trabajar, aun cuando eso implicara sacarme de la cama dos horas antes de lo necesario. Estaba tan ansiosa por saber lo que pasaba que no me importó perder dos horas de sueño. Ella estaba radiante. ¡Hermosa!
– ¿Adonde fuisteis? -pregunté.
Me explicó que él tenía un pequeño apartamento en Glebe, cerca de la Universidad de Sydney.
– Fuimos allí, echamos el cerrojo a la puerta, descolgamos el teléfono y no salimos hasta hoy a las seis de la mañana. ¡Oh, Harriet, es maravilloso, es perfecto: un rey, un dios! ¡Nunca me había sucedido algo así! ¿Me creerías si te digo que pasamos seis horas desnudos en la cama, jugueteando el uno con el otro antes de que me tomara por primera vez? -Sus ojos brillaban al recordarlo-. Nos torturábamos mutuamente. Nos besábamos y nos lamíamos hasta casi corrernos y parábamos. Entonces volvíamos a empezar. Llegamos al orgasmo al mismo tiempo. ¿No te parece increíble? ¡Juntos y a la vez! Y después caímos en una tristeza tan profunda y total que los dos nos echamos a llorar.
Sus confidencias me causaban tanto pudor que tuve que rogarle que se guardara los detalles más escabrosos; pero Pappy carece completamente de inhibiciones.
– Te estás poniendo en evidencia, Harriet -dijo con tono de desaprobación-. Ya es hora de que empieces a escuchar a tu cuerpo.
Alcé la barbilla.
– No hay nadie que me atraiga -le mentí. Toby, Toby, Toby.
– Tienes miedo.
– Claro, de quedarme embarazada.
– La señora Delvecchio Schwartz dice que si una mujer no desea tener un bebé desde lo más profundo de su ser, no lo concebirá.
Yo resoplé.
– Muchas gracias, Pappy, pero no tengo ninguna intención de comprobar la Teoría Delvecchio Schwartz, y punto. Así que lo pasaste bien con el profesor. ¿Fue puro sexo o también tuvisteis tiempo de hablar?
– ¡Hablamos hasta el cansancio! Fumamos un poco de hachís, nos acurrucamos el uno en brazos del otro, esnifamos un poco de cocaína… ¡Nunca me había percatado del poder que tienen algunas sustancias para exacerbar el placer casi hasta la saciedad!
Sabía que si empezaba a discutir con ella sobre ese tema terminaríamos peleándonos, así que preferí preguntarle si el profesor estaba casado.
– Sí -respondió alegremente-, con una triste y lúgubre mujer a la que detesta. Tienen siete hijos.
– Entonces no la detesta tanto. ¿Dónde viven?
– En un lugar a las afueras, cerca de las Montañas Azules. De vez en cuando va a ver a los niños, pero él y su esposa duermen en habitaciones separadas.
– Ése sí que es un buen método anticonceptivo -comenté con un tono un tanto mordaz.
– Ezra me dijo que se enamoró de mí en el preciso instante en que me vio; que le traigo la alegría que ninguna otra mujer le ha dado.
– ¿Eso significa que, con Ezra, pasan a la historia los desfiles de hombres todos los fines de semana?
Pappy me miró realmente sorprendida.
– ¡Claro que sí, Harriet! Mi búsqueda terminó; he encontrado a Ezra. Los demás hombres no significan nada para mí.
Sinceramente, no sé hasta qué punto la puedo creer. Pappy está convencida, así que por su propio bien espero que mis sospechas sean infundadas. Hachís y cocaína. El profesor sabe darse los mejores gustos. Además, está casado. Muchos hombres tienen matrimonios infelices; no hay motivo para pensar que Erza Marsupial (o como se llame), no sea uno de ellos. ¡Ay!, pero lo que realmente me saca de quicio es la vida que lleva el querido Ezra. Mantiene a su esposa y a sus siete hijos lo suficientemente alejados de su lugar de trabajo como para renegar de ellos y tiene un pequeño apartamento en Glebe. Muy conveniente. Un apartamento justo al lado de un inagotable suministro de jóvenes señoritas. Juro que no entiendo qué es lo que esas estúpidas muchachas encuentran de atractivo en ese cretino, pero es obvio que algo tiene. Sin embargo, dudo mucho que su miembro sea más largo que la manguera de jardín de papá. Me imagino que será por el hachís y la cocaína.
Sólo está utilizando a Pappy, estoy segura. Pero ¿por qué la eligió a ella entre todas las que lo miraban con la boca abierta? Y, en todo caso, ¿qué es lo que hace que Pappy sea tan deseable para tantos hombres? Cuando el sexo impera en la mente de un hombre, la belleza de la mujer no es lo que más le atrae. Es un misterio por resolver. Quiero mucho a Pappy y la considero la criatura más bella de la Tierra, pero tiene que haber algo más.
Harriet Purcell, no eres más que una novata en los temas del amor. ¿Quién te da derecho a especular? ¡Deprisa, el rey de pentáculos número uno! Necesito un punto de referencia.
Jueves, 7 de abril de 1960
¡Por Dios! Hoy, esa estúpida de Chris Hamilton convirtió nuestro ajetreado pero plácido mundo en un verdadero desastre. Desearía que, por una vez, tratara bien al pobre Demetrios en lugar de gritarle cada vez que llega con un paciente.
Esta mañana, casi se nos muere uno. Es la cosa más terrible que puede suceder. Un paciente con una supuesta fractura de cráneo decidió desarrollar una inflamación aguda del cerebro mientras le hacíamos las radiografías. De pronto, un jefe de admisiones desconocido me apartó de su camino, actuó a toda prisa y ordenó el traslado inmediato del paciente al quirófano de neurocirugía. Pero, diez minutos más tarde, regresó y nos miró a Chris y a mí con una frialdad que ni siquiera la Enfermera jefe podría igualar.
– ¡Qué desgraciadas!, ¿es que no veían lo que le pasaba? -gruñó-. ¡Ese hombre casi se muere porque tardaron demasiado en pedir ayuda! ¡Estúpidas desgraciadas!
Chris me dio los casetes que tenía en la mano y se acercó lentamente a la puerta.
– Le ruego que me acompañe a la oficina de la Hermana Toppingham, doctor -dijo en tono glacial-. Le agradecería que repitiera sus apreciaciones delante de ella.
Un minuto más tarde la Hermana de Urgencias entraba como una tromba de agua, con los ojos fuera de las órbitas.
– ¡Lo he oído todo! -exclamó-. ¡Ese doctor Michael Dobkins es un cabrón!
La principiante había salido corriendo hacia el quirófano de neurocirugía con las placas y yo no tenía ningún paciente, así que me quedé mirándola fijamente, mientras en mi mente germinaban varias ideas.
– Se conocen, ¿verdad? -pregunté-. Chris y el doctor Dobkins, quiero decir. -Como ella y Chris vivían juntas, supuse que estaría al tanto de sus intimidades.
– Se conocen muy bien -respondió con una expresión sombría-. Hace ocho años, cuando Dobkins era residente, él y Chris estaban tan prendados el uno del otro que ella dio por sentado que estaban comprometidos. Y un buen día, él la dejó sin dar ninguna explicación. Seis meses más tarde, se casaba con una fisioterapeuta cuyo padre era director de una empresa y cuya madre formaba parte del Comité de Ética. Como Chris todavía era virgen, ni siquiera pudo amenazarlo con demandarlo por incumplimiento de palabra.
Bueno, con eso bastaría, sin duda.
Chris volvió con la Hermana Agatha y el doctor Michael Dobkins y yo tuve que dar mi versión de los hechos, que coincidió con la de Chris. A raíz de mi testimonio, aparecieron el superintendente, el superintendente clínico y la Enfermera jefe, en ese orden, y tuve que relatarles lo sucedido a los tres, que me miraban con cara de desaprobación. Chris había acusado a Dobkins de comportarse de manera poco profesional, para ser más exactos de haber proferido epítetos inaceptables al personal femenino. Los cirujanos lo hacían continuamente en los quirófanos, pero a ellos había que perdonarles algún que otro desliz. En el caso del doctor Dobkins, es un simple médico y debería controlar sus emociones.
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