Collen McCullough - Angel

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Harriet Purcell tiene veintiún años y acaba de diplomarse como técnica en radiología. Con un sueldo más propio de un hombre en el Sidney de los años sesenta, desoye los consejos de su padre, quien le advierte que «sólo los locos, los bohemios y las prostitutas se atreven a vivir en Kings Cross». Así, decide independizarse y se muda a la casa de huéspedes de la señora Delvecchio, situada en ese barrio de mala nota. Allí descubre que su casera, a parte de los alquileres de sus extraños inquilinos, cuenta con otra fuente de ingresos mucho más provechosa: lee las cartas, el horóscopo y escruta las profundidades de su preiada bola de cristal…
Pero es la pequeña Flo, hija de la señora Delvecchio y médium en las sesiones que esta organiza, quien definitivamente roba el corazón de Harriet. A medida que la jóven se adentra en los secretos de los hombres, el amor y las cartas del tarot, va descubriendo también que seguir los dictados del corazón no siempre resulta fácil, y que proteger a quienes más amamos puede convertirse en la tarea más ardua.
Angel es el luminoso relato del despertar de una joven a la vida adulta. Una tierna y deliciosa historia de amor con los más divertidos y bohemios personajes…

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Fin de la lección. La semana que viene vamos a hacer pollo a la paprika ¡con paprika dulce de Hungría! Tuvimos una pequeña discusión acerca de quién iba a pagar los ingredientes. Él insistía y yo no quería ceder; así que, al final, decidimos dividir los gastos y pagar la mitad cada uno.

El sábado que viene compraré cuchillos, una chaira y un batidor de mano. ¡No veo el momento de explicarle a mamá cómo se hace una salsa sin grumos! Hay que removerla con un batidor de mano.

Viernes, 11 de marzo de 1960

¡Me niego a creer en las cartas!

Hoy tuvimos un día de lesiones en la cabeza. No sé por qué, pero así es. Hay días en que recibimos más pacientes con un cierto tipo de lesiones que otros. Y hoy tocaron cabezas, cabezas y más cabezas.

Chris aún no se había marchado cuando Demetrios, un camillero extranjero de Urgencias, entró empujando una camilla con la milésima cabeza lesionada del día. Demetrios es griego y organizó un servicio de intérpretes para poder atender a la ola de «nuevos australianos» que nos invade estos días. Me gustan mucho los NN. AA. y considero que hacen mucho bien al país (menos bistecs con patatas fritas y más solomillo Stroganoff). Sin embargo, mi familia los aborrece, al igual que la señorita Christine Hamilton. Lástima, porque Demetrios se siente atraído por Chris. Es soltero, bastante alto y tiene un algo exótico que lo hace interesante; además, me ha dicho que el trabajo de camillero es temporal. Por las noches, asiste a la escuela técnica donde estudia mecánica porque algún día quiere montar su propio taller. Al igual que todos los NN. AA., trabaja muy duro y ahorra cada centavo que gana. Supongo que por eso los australianos de nacimiento odian a los NN. AA. Por su parte, los NN. AA. consideran que tener un trabajo es un privilegio y no un derecho; se alegran de vivir en un lugar en el que puedan llenarse la barriga y ahorrar un poco.

En fin… Tras dedicarle una lánguida mirada a Chris y recibir una fulminante a cambio, Demetrios se marchó y nos dejó con el paciente. El hombre, borracho como una cuba, apestaba a cerveza, no se estaba quieto y se negaba a cooperar. Cuando me incliné sobre él para colocar un saquito de arena a cada lado de su cuello, lanzó un vómito alcohólico sobre mí. ¡Qué asco! Tuve que dejar a Chris, que no paraba de insultarlo, y a la principiante limpiando el suelo; fui corriendo al vestuario femenino del personal de Urgencias para quitarme el uniforme, los zapatos, los calcetines, el liguero, el corpiño, las bragas, todo. En mi taquilla guardaba otro uniforme, pero no tenía ropa interior ni un par de zapatos de repuesto, así que tuve que lavarlo todo en el lavabo, retorcerlo hasta que quedara casi seco y volvérmelo a poner, incluso los calcetines. Está terminantemente prohibido llevar las piernas al aire. Mis queridos zapatos viejos jamás volverán a ser los mismos, ¡menuda tragedia! Me han mimado los pies durante tres años y ahora tendré que comprarme un par nuevo y domarlo (lo cual es un infierno cuando te pasas el día de pie). Como los zapatos no se pueden retorcer, me los puse todos empapados y volví chapoteando a la sala de radiología de Urgencias dejando huellas mojadas a mi paso. La enfermera jefe, que estaba de visita, me miró de arriba abajo.

– Señorita Purcell, está mojando el sucio y eso es muy peligroso para los demás -dijo glacialmente.

– Sí, jefa. Lo sé, jefa. Lo lamento, jefa -respondí y traspuse la puerta a toda prisa. Es inútil justificarse ante la Enfermera jefe o la Hermana Agatha, lo mejor es huir lo antes posible. ¿No es increíble? Sólo me ha visto una vez, pero sabe perfectamente quién soy y cómo me llamo.

Y así siguió todo. Era uno de «esos días». Sin embargo, a las cuatro despedí a la principiante y me quedé sola; así que ya eran pasadas las ocho de la noche cuando tiré la ropa sucia por el conducto de Urgencias y busqué a alguien para solicitar una limpieza a fondo del suelo de nuestro sector. Una vez rellenado el formulario y preparados los casetes para el día siguiente, era libre de irme. Al salir descubrí que una de aquellas fuertes tormentas de marzo estaba a punto de desatarse. Por supuesto, llevaba paraguas, pero cuando miré a ambos lados de la calle South Dowling me di cuenta de que todos los taxis habían decidido desaparecer de la calle antes de que cayera el diluvio. Las opciones eran volver a casa a pie o dormir en un sofá plástico de Urgencias, y no creo que la enfermera jefe hubiera aprobado la segunda opción.

Una persona salió por la puerta peatonal de Urgencias en el preciso instante en que se desató una fuerte ráfaga de viento que arrastró consigo hojas, trozos de papel y latas. No me molesté en mirar quién era hasta que la persona en cuestión se paró tan cerca de mí que comprendí que debía de ser alguien conocido. ¡Ni más ni menos que el señor Forsythe! Me dedicó una radiante sonrisa y con la punta de su enorme paraguas negro con mango de ébano señaló el estacionamiento reservado a los jefes de servicio. Todos los Rolls Royce y los Bentley habían desaparecido. Sólo quedaba un Mercedes de los años treinta y un elegante Jaguar sedán negro. El suyo, me aposté a mí misma, tenía que ser el Jaguar.

– Va a llover a cántaros de un momento a otro, Harriet -dijo-. Permíteme que te lleve hasta tu casa.

Me atreví a responderle con una sonrisa, pero después negué enfáticamente con la cabeza.

– Muchas gracias, señor, pero me las arreglaré sola.

– No es ningún problema, de verdad -insistió, y lanzó un alarido de triunfo cuando el cielo se abrió y empezaron a caer chuzos de punta-. No puedes esperar un autobús bajo este temporal, Harriet, y no hay un taxi en kilómetros a la redonda. Deja que te lleve a casa.

Pero yo no quería ceder. Los hospitales son hervideros de chismes, nosotros estábamos parados en un lugar demasiado público, y la gente iba y venía constantemente por allí.

– Muchas gracias, señor -respondí con firmeza-, pero apesto a vómito. Prefiero caminar.

Mi mentón apuntaba hacia arriba y la boca hacia abajo. Él me miró a la cara unos instantes, después se encogió de hombros y abrió su paraguas, que tenía una banda plateada alrededor del mango con un mensaje grabado: de Geoffrey y Mark. Corrió hasta el Jaguar negro. ¡Acertaste, Harriet! El Mercedes de los años treinta era el tipo de coche que conducirían un psiquiatra o un patólogo. Los ortopedas eran más ortodoxos. Cuando el Jaguar pasó silbando a mi lado, distinguí su cara borrosa detrás del vidrio empañado y su mano que me saludaba. No le respondí. Esperé un poco más, abrí mi paraguas y comencé la caminata de cuatro kilómetros hasta casa. Mejor así. Mucho mejor.

Lunes, 28 de marzo de 1960

Entre Urgencias y la cocina, hace tiempo que me he quedado sin fuerzas para escribir en el cuaderno. Sin embargo, esta noche ha sucedido algo en lo que no puedo dejar de pensar y, tal vez, si lo escribo, desaparecerá de mi mente y lograré el tan ansiado descanso.

Jim me convocó a una reunión de urgencia en su piso, que es una curiosa mezcla entre el estilo rococó de Bob y el austero de él. Sé desde hace tiempo que la Harley Davidson que está encadenada al plátano de la calle Victoria es de Jim, así que no me sorprendió ver las paredes empapeladas con pósters de esas motos. Siempre me invitan a participar en las reuniones que organizan regularmente, pero hasta esta noche yo siempre me había resistido (pura cobardía, lo confieso). No estaba segura de querer involucrarme demasiado con un grupo de mujeres que, en su mayoría, tenían nombres masculinos: Frankie, Billie, Joe, Robbo, Ron, Bert, etcétera. A Jim y a Bob las quiero porque son parte de La Casa y porque la señora Delvecchio Schwartz me aseguró que las lesbianas tienen una vida muy dura (sus comentarios son siempre magníficos, aunque nunca sé si se está burlando de mí, la muy bruja). Cuando Jim me rogó que fuera, comprendí que me estaba poniendo a prueba, así que fui.

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