Collen McCullough - Angel

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Harriet Purcell tiene veintiún años y acaba de diplomarse como técnica en radiología. Con un sueldo más propio de un hombre en el Sidney de los años sesenta, desoye los consejos de su padre, quien le advierte que «sólo los locos, los bohemios y las prostitutas se atreven a vivir en Kings Cross». Así, decide independizarse y se muda a la casa de huéspedes de la señora Delvecchio, situada en ese barrio de mala nota. Allí descubre que su casera, a parte de los alquileres de sus extraños inquilinos, cuenta con otra fuente de ingresos mucho más provechosa: lee las cartas, el horóscopo y escruta las profundidades de su preiada bola de cristal…
Pero es la pequeña Flo, hija de la señora Delvecchio y médium en las sesiones que esta organiza, quien definitivamente roba el corazón de Harriet. A medida que la jóven se adentra en los secretos de los hombres, el amor y las cartas del tarot, va descubriendo también que seguir los dictados del corazón no siempre resulta fácil, y que proteger a quienes más amamos puede convertirse en la tarea más ardua.
Angel es el luminoso relato del despertar de una joven a la vida adulta. Una tierna y deliciosa historia de amor con los más divertidos y bohemios personajes…

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Subí a Flo cuando escuché que la madre llamaba a su angelito. La pequeña corrió sin soltarse de mi mano y saludó a su madre sin emitir signo alguno de resentimiento por haber sido abandonada durante dos horas. Las deje solas. La mente me daba vueltas, el corazón me dolía. Cuando cerré la puerta de su casa, eché un vistazo al oscuro corredor con una sombra de terror que me invadía. Allí, en la oscuridad, estaba Harold agazapado. Me dio la sensación de que había logrado mimetizarse con la pared, con garabatos en la mitad inferior y un turbio color crema en la parte superior. Nuestras miradas se cruzaron y la boca se me secó ¡El odio! Era palpable. No podía bajar más rápido la escalera y eso que sólo me había alcanzado con los ojos.

Ahora, aunque ya debería de estar en la cama desde hace rato, sigo aquí, sentada a la mesa, con la piel de gallina. ¿Qué le he hecho yo a ese horrible hombrecillo para merecer tanto odio? ¿Y quién es la reina de espadas en cuestión, la señora Delvecchio Schwartz, Pappy, Jim o yo?

Miércoles, 2 de marzo de 1960

Lo mejor de utilizar un cuaderno de ejercicios normal y corriente como diario es que no hay páginas en blanco que te reprochen la falta de constancia. Lo único que tengo que hacer es poner la fecha a continuación de la última entrada y empezar a escribir, aun cuando hayan pasado quince días desde la vez anterior. Ya voy por el segundo cuaderno gordo. Aunque mi puerta tiene una cerradura embutida, cada vez que me olvido la llave la abro con una horquilla, de modo que cualquiera con un mínimo de ingenio podría hacer lo mismo. Por eso, escondí mis cuadernos terminados en el fondo del aparador donde guardo un enorme trozo de queso Tilsiter. Tengo la teoría de que nadie, ni siquiera Harold, tendría el coraje suficiente para meter las narices dentro de ese aparador por fiada. ¡El olor es increíble! Logré aislar el tufo en el interior del mueble rellenando los bordes de la puerta con plastilina y, además, puse un cartel que tiene dibujado un símbolo de radiactividad y una calavera con dos tibias entrecruzadas y que dice: ¡CUIDADO CON EL QUESO! Esto me ayuda a lograr dos objetivos. Uno es que, como quitar la plastilina es un arduo trabajo, no tomo queso más que una vez por semana (aunque el comer y el rascar, todo es empezar). Y el otro es que mis cuadernos terminados están a salvo. Para sentirme más segura, pego un pelo en la plastilina, un truco que vi en una película de suspense. El cuaderno que está en uso, lo llevo conmigo a todas partes, ya sea a Queens o cuando voy de compras. Nunca se puede estar del todo segura con una cosa que contiene secretos.

Hoy sucedió algo extraño en el trabajo. En el Servicio de Urgencias se produjo una gran confusión. Un avión de veinte plazas se estrelló en la pista de Mascot, así que una mitad de los accidentados fue enviada a St. George y la otra aquí, tanto los vivos como los muertos. Detesto a los quemados. Todos los odian. Seis de los pasajeros y dos pilotos pasaron directamente de la sala de Urgencias a la morgue, pero dos todavía estaban vivos cuando yo me marché. ¡Oh, qué hedor! Como de carne carbonizada. Además, es imposible hacerlo desaparecer, así que los otros pacientes de Urgencias empezaron a inquietarse y a tener miedo. Las enfermeras estaban asustadas como nunca y las hermanas no podían estar en más sitios al mismo tiempo.

Chris se había ido a una reunión que había convocado la Hermana Agatha, y la principiante estaba acomodando el cuarto oscuro mientras yo remendaba los sacos de arena. Para variar, no estábamos ocupadas. ¡Entonces entró el señor Duncan Forsythe! Yo estaba en el único escritorio que tenemos en la sala de espera, concentrada en la aguja, y por eso no alcé la vista al momento. Cuando lo hice, quedé boquiabierta. ¡Menuda sonrisa me estaba dedicando! Es un hombre muy apuesto. Improvisé un gesto de respeto y me puse de pie con las manos detrás de la espalda como una obediente subalterna ante la presencia de Dios. Mentón y abdomen hacia dentro, firme. Después de un par de años en el hospital, sale con toda naturalidad.

Lo único que quería era utilizar el teléfono. Los de emergencias echaban humo por lo del accidente, según me explicó. Le indiqué dónde estaba el nuestro y permanecí de pie, todavía en posición de firmes, mientras él le decía a Switch que avisara a su equipo de que los esperaba en Chichester Cuatro. Yo esperaba que colgara el auricular y se marchara, pero no lo hizo; al contrario, se sentó en el borde del escritorio balanceando una pierna y observándome fijamente. Me preguntó cómo me llamaba y cuando se lo dije, lo repitió.

– Harriet Purcell. Suena bien, clásico.

– Sí, señor -respondí, firme como un poste.

Los ojos verdes son misteriosos. En las novelas románticas, siempre son color esmeralda, pero en mi experiencia eran más bien de un verde pantano, cambiante. Los míos son negros, y resulta difícil distinguir la pupila del iris. Creo que por eso me gustan los suyos: son diferentes de los míos aunque no del todo. Se quedó allí sentado mirándome, sonriendo en silencio, lo suficiente para sacarme los colores. Entonces se bajó del escritorio y caminó lentamente hacia la puerta con ese maravilloso aire ausente que tienen los cirujanos: como si una fuerza externa los llevara de un lugar a otro.

– Adiós, Harriet -dijo al salir.

¡Ufff! Debe de medir metro noventa porque tengo que alzar la vista para verlo. ¡Oh, qué hombre más encantador! ¡Pero no dejaré que la señora Delvecchio Schwartz me atrape con esas condenadas cartas!

Esta noche tuve la primera lección de cocina. Cuando llegué, poco después de las ocho, Klaus tenía todos los ingredientes listos. Oí el sonido del violín y supe que no le molestaría si llegaba un poco antes. Toca como un virtuoso, música clásica cargada de nostalgia. A mí particularmente no me agrada lo clásico, pero si eso es lo que toca Klaus, me compraré cualquier disco que me sugiera. Billy Vaughan no le llega a la suela del zapato.

Preparamos solomillo Stroganoff con spaetzle (le pedí a Klaus que me lo deletreara: menos mal, porque no viene en mi diccionario). Creía estar en el paraíso. Me enseñó a trocear un solomillo de carne medio congelada, a cortar champiñones y cebollas en rodajas, y me dio una clase acerca de cómo afilar los cuchillos con una chaira. El spaetzle lleva los mismos ingredientes que las bolas de pasta que hace mi abuela, sólo que él hace pasar la masa a través de un colador, la echa en agua hirviendo con sal y la corta en porciones regulares para que parezcan macarrones gruesos.

– Saltea rápidamente la carne y ponla en la olla; dora las cebollas y añádeselas; fríe los champiñones hasta que se ablanden y échalos también a la olla. Calienta la sartén hasta que el jugo de la carne quede marrón y luego añade unas gotas de coñac.

Cuando agregó el coñac (que miró con desprecio por ser del barato), éste siseó, burbujeó y se evaporó.

– Pon un poco de nata fresca en la sartén antes de comenzar con la nata agria, Harriet. Si no lo haces, se puede cortar la salsa porque está casi hirviendo. A mí me gusta la comida muy caliente, así que uso primero la nata fresca para evitar que la agria se corte. Aplasta la nata agria y con un batidor de mano revuelve mientras la calientas. Es para evitar que queden grumos. Después, vierte la salsa en la olla, mézclalo todo y, voilá !, solomillo Stroganoff.

Nos llevó menos de media hora preparar aquel plato. Jamás había probado algo tan exquisito.

– Nunca le pongas concentrado de tomate ni encurtidos -me regañó, como si yo fuera a hacerlo nada más salir de allí-. Mi manera de preparar la salsa Stroganoff es la correcta y la única. -Reflexionó un instante y agregó-: Con la única excepción del coñac, pero eso se puede perdonar. Manten los sabores puros y asegúrate de que la salsa que utilices no camufle el sabor de los ingredientes principales. Con solomillo de ternera, champiñones y cebollas, ¿quién necesita disfrazar los sabores?

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