Collen McCullough - Angel

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Harriet Purcell tiene veintiún años y acaba de diplomarse como técnica en radiología. Con un sueldo más propio de un hombre en el Sidney de los años sesenta, desoye los consejos de su padre, quien le advierte que «sólo los locos, los bohemios y las prostitutas se atreven a vivir en Kings Cross». Así, decide independizarse y se muda a la casa de huéspedes de la señora Delvecchio, situada en ese barrio de mala nota. Allí descubre que su casera, a parte de los alquileres de sus extraños inquilinos, cuenta con otra fuente de ingresos mucho más provechosa: lee las cartas, el horóscopo y escruta las profundidades de su preiada bola de cristal…
Pero es la pequeña Flo, hija de la señora Delvecchio y médium en las sesiones que esta organiza, quien definitivamente roba el corazón de Harriet. A medida que la jóven se adentra en los secretos de los hombres, el amor y las cartas del tarot, va descubriendo también que seguir los dictados del corazón no siempre resulta fácil, y que proteger a quienes más amamos puede convertirse en la tarea más ardua.
Angel es el luminoso relato del despertar de una joven a la vida adulta. Una tierna y deliciosa historia de amor con los más divertidos y bohemios personajes…

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Lo que me da rabia es que tenía miles de opiniones, sensaciones y conclusiones acerca de las cosas que me habían sucedido durante las últimas cuatro semanas y, sin embargo, al ver sus expresiones ante los garabatos de Flo en el vestíbulo, me di cuenta de que no podía compartir nada de eso con ellos. ¿Por qué, si los quiero con toda mi alma? De verdad. ¡De verdad! Pero es como ir a Quay a despedir a un amigo que se va a Inglaterra a bordo del viejo Himalaya. Te quedas allí mirando los cientos de rostros que se amontonan en el muelle y sosteniendo tu banderín de colores, mientras los remolcadores ponen en marcha el barco que se aparta del embarcadero. Entonces, todos los banderines, incluido el tuyo, se precipitan al agua mugrienta y se van flotando sin más propósito que el de contribuir a los desechos del mar.

En el futuro iré yo a verlos a Bronte. Ya sé que en alguna parte de este diario dije que no volvería nunca más, pero me refería a mi alma. Porque mi cuerpo va a tener que cumplir con sus obligaciones.

Domingo, 28 de febrero de 1960

Mañana puedo proponer el matrimonio a cualquier tío que me guste, porque estamos en año bisiesto; febrero tiene veintinueve días. ¡Vaya suerte!

Hoy conocí a Klaus, que no fue a pasar el fin de semana a Bowral. Es un tipo regordete, de cincuenta y pico, con unos enormes ojos redondos color celeste. Me contó que había sido soldado del ejército alemán durante la guerra, donde trabajaba como oficinista en un depósito cerca de Bremen. Así que fueron los ingleses los que lo confinaron en un campo en Dinamarca. Le dieron a elegir entre Australia, Canadá o Escocia. El eligió Australia porque era el más lejano de todos. Trabajó dos años como empleado del gobierno y después volvió a hacer lo que siempre había hecho: orfebrería. Cuando le pregunté si estaría dispuesto a enseñarme a cocinar, se le iluminó la cara y dijo que lo haría encantado. Habla tan bien el inglés que su acento parece casi americano. Además, no lleva ningún tatuaje de las SS en los brazos; lo sé porque lo vi en camiseta colgando la ropa. Ahí tienes, David Murchison, tú y tus obtusos prejuicios contra los «nuevos australianos». Klaus y yo acordamos una cita para el miércoles que viene a las nueve de la noche que, según me aseguró, no era demasiado tarde para un europeo. Yo estaba segura de que para esa hora ya estaría de vuelta en casa aun cuando el sector de Urgencias fuera un infierno.

El viernes por la noche pasé por la licorería de Piccadilly a comprar un litro de brandy del barato a Joe Dwyer. Nos estamos haciendo amigos, ahora que el brebaje no me sabe tan mal. Esta tarde subí a llevárselo a la señora Delvecchio Schwartz, que nos recibió, a la botella y a mí, con gran entusiasmo. Me fascina esa mujer y quiero saber mucho más de ella.

Mientras Flo agarraba todos sus lápices de colores y se ponía a dibujar garabatos sin sentido en una parte de la pared recién pintada del interior de la casa, nosotras nos sentamos en el balcón a tomar el aire, húmedo y salado, con nuestros vasos de queso Kraft, un plato de anguila ahumada, una rebanada de pan, medio kilo de mantequilla y todo el tiempo del mundo (o, al menos, eso parecía). En ningún momento me dio la impresión de que estuviese esperando a otra visita, ni trató de apresurar mi partida. Sin embargo, observé que no le quitaba ojo a Flo, sentada desde donde podía observar cómo garabateaba, y asentir y gruñir cada vez que la pequeña duendecilla se volvía hacia ella con su mirada inquisidora.

Yo parloteaba acerca de mi persistente virginidad, de David, de la desilusión que me había llevado con el beso baboso de Norm. Ella me escuchaba como si lo que dijera fuera importante y me aseguró que la ruptura de mi himen estaba al llegar porque lo había visto en las cartas.

– Otro rey de pentáculos, otro médico -dijo, mientras se preparaba un bocadillo de anguila, pan y mantequilla-. Está al lado de tu reina de espadas.

– ¿Reina de espadas?

– Sí. Reina de espadas. Salvo Bob, todos somos reinas de espadas en La Casa, princesa. ¡Fuertes! -Continuó hablando del rey de pentáculos-. Un barco que pasa en la noche. Eso es muy bueno, princesa. No te vas a enamorar de él. Es horrible hacerlo la primera vez con alguien del que crees estar enamorada. -En su cara se dibujó una expresión en la que se mezclaban la maldad, el regocijo y la suficiencia-. La mayoría de los hombres -agregó despreocupadamente- no son muy buenos en eso, ¿sabes? Oh, sí, alardean mucho, pero eso es lo único que saben hacer, créeme. Verás, los hombres son distintos de nosotras en muchas cosas, y no solamente porque tienen pito, jo, jo, jo. Necesitan correrse. Tienen que vaciar la vieja pistola de carne, si no se vuelven locos. Eso es lo que mueve a los pobres idiotas como ratas a la alcantarilla. -Suspiró-. Sí, como ratas a la alcantarilla. En cambio, para nosotras no es una necesidad, así que es todo un poco… no sé… menos importante. -Resopló, exasperada-. No, «importante» no es la palabra exacta.

– ¿Compulsivo? -sugerí.

– ¡Bingo, princesa! Compulsivo. De manera que si tu primera vez es con alguien que te parece un pipiólo, sin duda te desilusionarás. Búscate un tipo con mucha experiencia al que le guste tanto complacer a las mujeres como aliviar su carga. Además, ese tipo está ahí, en tus cartas, te lo aseguro.

Por fin me decidí a hablarle de la desilusión que se había llevado mi familia, pese a que ella tenía bastante que ver en aquello (es capaz de soportar estoicamente las críticas), y del barco con los banderines rotos.

Mientras hablábamos, ella acariciaba las cartas como si fueran sus amigas. De vez en cuando daba la vuelta a una de ellas y la deslizaba nuevamente en la baraja; parecía un tanto ausente. Entonces me preguntó si yo estaba a bordo del barco o en la orilla. Le respondí que en la orilla, definitivamente en la orilla.

– Bien, bien -observó complacida-. No eres tú la que está perdida, princesa. Y jamás lo estarás. Tienes los pies bien plantados en la tierra, como un viejo eucalipto. Ni un hacha podría derribarte. Tú no eres de las que se dejan llevar por la corriente, como le sucede a nuestra Pappy. Ella es como una brizna de hierba a merced del viento. En cambio tú traes luz a La Casa, Harriet Purcell, traes luz. Hacía tiempo que te estaba esperando. -Bebió el último sorbo de brandy y se sirvió otro. Después barajó las cartas y comenzó a colocarlas frente a mí.

– ¿Todavía sigo ahí? -pregunté con egoísmo.

– Grande como la vida y doblemente hermosa, princesa.

– ¿Me enamoraré alguna vez?

– Sí, sí; pero no todavía, no te apresures. Sin embargo, veo millones de hombres. ¡Ah, aquí está el otro médico! ¿Ves? Es éste, el rey de pentáculos que siempre me sale para ti. Jo, jo, jo…

Espera, todo llegará. Me preguntaba qué querría decir con eso del rey de pentáculos, pero ahora lo sé.

– Éste es un tipo muy refinado, más melindroso que Harold. Tiene un montón de títulos y no está en la flor de la juventud, como se suele decir.

El corazón se me aceleró al pensar que podía ser el señor Duncan Forsythe, el ortopeda. No, seguro que no. ¿Un jefe de servicio con una insignificante técnica en radiología? Ni en sueños. Sin embargo, la escuché con la misma atención que Chris Hamilton hubiera prestado a un ministro que supervisara sus votos matrimoniales.

– Veo una esposa y dos hijos adolescentes. Montones de dinero en la familia. No necesita trabajar, pero trabaja de sol a sol porque es lo único que lo mantiene a flote. La mujer es una arpía, así que lo único que él recibe cuando llega a casa es un plato de comida caliente. No acostumbra a flirtear, pero está totalmente prendado de ti el pobre infeliz.

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