– Sí, señora.
Salí pasadas las siete y estaba tan cansada que pensé en llamar un taxi. Pero, al final, decidí volver caminando lentamente hasta casa. Aunque la gente siempre dice que Sydney no es una ciudad segura para que una mujer ande sola por la noche, me arriesgué y nada sucedió. A decir verdad, no vi un alma por la calle hasta que llegué al Hospital Vinnie.
Y ahora, a la cama. Estoy hecha polvo.
Martes, 16 de febrero de 1960
Esta noche por fin vi a Pappy. Cuando abrí el portal de un empujón, casi la tiro al suelo. Sin embargo, no creo que la cita que tenía fuera muy importante, porque dio media vuelta, me acompañó hasta mi apartamento y esperó a que le preparara un café.
Cuando me acomodé en mi poltrona, la miré mejor y noté que no tenía buen aspecto. Su piel estaba amarillenta y sus ojos parecían más orientales que de costumbre; tenía ojeras de cansancio, la boca hinchada y unos moretones horribles debajo de las orejas. Pese a lo sofocante de la noche, no se quitaba la rebeca. ¿Tendría también moretones en los brazos? Soy una pésima cocinera, pero me ofrecí a preparar un par de salchichas para acompañar la ensalada de patatas y la coleslaw, que no me canso de comer. Ella rechazó mi ofrecimiento con un gesto y sonrió.
– Pídele a Klaus que te enseñe a guisar -dijo-. Es un genio en la cocina y tú tienes el temperamento adecuado para ser una buena cocinera.
– ¿Qué tipo de temperamento se necesita para cocinar bien? -pregunté.
– Eres eficiente y organizada -respondió, reclinando la cabeza contra el respaldo de la silla.
Yo sabía muy bien qué era lo que iba mal. Uno de sus visitantes del fin de semana se había puesto violento; sólo que ella no lo admitiría, ni siquiera conmigo. Me moría de ganas de decirle que corría un riesgo terrible acostándose con hombres a los que apenas conocía, pero algo me lo impedía. Lo dejé correr. Aunque en muchos sentidos tengo una amistad más estrecha con Pappy que la que tenía con Merle (ummmm, ¡qué interesante tiempo verbal!), me da la impresión de que hay ciertos límites que es mejor no sobrepasar. Merle y yo éramos casi iguales, a pesar de que ella había tenido varias experiencias sexuales y yo ninguna. En cambio, Pappy es diez años mayor que yo y está muchísimo más experimentada. Ni siquiera tengo el coraje de pretender estar a su altura.
Se lamentó de que no nos viéramos tanto últimamente. Ya no almorzamos, ni caminamos juntas hasta Queens. Pero conoce a Chris Hamilton y está de acuerdo conmigo en que es una zorra.
– Ten cuidado con lo que haces -me advirtió.
– Si te refieres a que no me fije en los hombres, ya me he cuidado de no hacerlo -respondí-. Por suerte, tenemos muchísimo que hacer; así que mientras ella corre de un lado a otro para prepararle una taza de té a algún imbécil con pantalones blancos, yo sigo trabajando. -Me aclaré la garganta-. ¿Estás bien?
– Más o menos -dijo con un suspiro y cambió de tema-. Umm, ¿ya conoces a Harold? -preguntó como si nada.
La pregunta me sorprendió.
– ¿El profesor que vive en el piso de arriba? No.
Pero cambió de tema, y yo tampoco insistí.
Cuando se marchó, preparé un par de salchichas, devoré la ensalada de patatas y la coleslaw y subí en busca de compañía. Lo bueno de entrar a trabajar a las diez es que no tengo que levantarme temprano y sé muy bien que si me acuesto demasiado temprano, luego me despierto con los pajarillos. Jim y Bob tenían invitados. Se escuchaba el murmullo de las voces a través de la puerta y una risa estridente como un relincho que no pertenecía a ninguna de las dos. En cambio la escalera de Toby estaba en silencio, así que toqué la campanilla que había instalado para las visitas y me invitó a subir.
Allí estaba, frente al caballete. Tenía tres pinceles entre los dientes, cuatro en la mano derecha y uno en la izquierda con el que restregaba una diminuta mancha de pintura sobre una superficie seca. Parecía una nubecilla de vapor.
– Eres zurdo -dije mientras me sentaba sobre la pana blanca.
– Por fin te has dado cuenta -gruñó.
Supuse que lo que estaba haciendo era una excelente obra de arte, pero yo no soy quien para juzgar. A mí me parecía una pila de escoria que emanaba vapor en medio de una tormenta eléctrica, pero era llamativo… Muy dramático, con unos colores maravillosos.
– ¿Qué es? -pregunté.
– Una pila de escoria en medio de una tormenta eléctrica -respondió.
¡Me puse loca de contenta! ¡Harriet Purcell, la experta en arte, ataca de nuevo!
– ¿Las pilas de escoria echan humo? -pregunté.
– Esta sí. -Terminó con la nubecilla, llevó los pinceles al viejo lavabo de porcelana blanco y los lavó cuidadosamente con jabón de eucalipto. Después los secó bien y limpió el lavabo con Bon Ami-. ¿No tienes nada que hacer? -preguntó mientras ponía la cafetera al fuego.
– La verdad es que no.
– ¿Por qué no lees un libro?
– Muchas veces lo hago -dije, con cierto sarcasmo (¡es que lograba poner a cualquiera de mal humor!)-, pero ahora que trabajo en Urgencias cuando salgo no estoy en condiciones de leer ningún libro. ¡Eres un borde!
Se volvió hacia mí y me sonrió maliciosamente subiendo y bajando las cejas ¡Es tan guapo…!
– Hablas como si alguna vez hubieras leído -replicó mientras doblaba un papel de filtro impecable, lo insertaba en un embudo de vidrio también inmaculado y echaba unas cucharadas de café molido dentro. Quedé fascinada. Nunca antes lo había visto preparar café. El biombo había desaparecido; seguramente estaba manchado.
El café era excelente, aunque yo prefiero seguir con mi nueva cafetera eléctrica. Es más fácil. Además no soy tan exigente. Él sí que es exigente, es parte de su naturaleza.
– ¿Qué lees? -me preguntó. Se sentó y colocó una pierna sobre el apoyabrazos de su sillón.
Le contesté que de todo un poco, desde Lo que el viento se llevó hasta Lord Jim pasando por Crimen y castigo. Tras lo cual él confesó que sus lecturas se limitaban a los periódicos sensacionalistas y los libros sobre pintura al óleo. Descubrí que padecía un enorme complejo de inferioridad por su falta de educación formal, pero era demasiado susceptible al respecto como para que yo intentara ofrecerle algún consuelo.
Pensaba que, por lo general, los artistas se vestían como pordioseros, pero él se vestía muy bien. La pila de escoria en medio de una tormenta eléctrica había recibido su atención con un vestuario que hasta el Kingston Trio estaría orgulloso de llevar en sus actuaciones. Jersey de angora con escote redondo, el cuello de la camisa cuidadosamente planchado y doblado hacia fuera, pantalones con pinzas afiladas como cuchillos y zapatos de cuero negros perfectamente lustrados. Ni el menor rastro de pintura; y cuando se inclinó para alcanzarme la taza de café, el único aroma que percibí fue el perfume de su costoso jabón de pino y hierbas. Por lo visto, le pagaban muy bien por ajustar tuercas en la fábrica. Ahora que lo conocía un poco mejor, imaginaba que esas tuercas debían de estar perfectas, ni muy flojas ni muy ajustadas. Cuando se lo dije, se rió hasta que se le saltaron las lágrimas. Sin embargo, no quiso compartir conmigo el motivo de su risa.
– ¿Ya conoces a Harold? -preguntó más tarde.
– Eres la segunda persona que me lo pregunta esta noche -repliqué-. No, y tampoco conozco a Klaus, pero nadie me pregunta por él. ¿Qué tiene Harold de especial?
Se encogió de hombros y no se molestó en responderme.
– Pappy, ¿no?
– Tiene muy mal aspecto.
– Lo sé. Algún cabrón se entusiasmó demasiado.
– ¿Pasa muy a menudo?
Me contestó que no, aparentemente ajeno a mi penetrante mirada. Su expresión era de preocupación, no de angustia. ¡Qué buen actor! Y cuánto le debe de doler tener que soportar ese tipo de rechazo. Quería consolarlo pero, últimamente, a esta lengua mía se le ha dado por quedarse trabada y no hablar, así que no abrí la boca.
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