Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Se interrumpió, emocionada, y su voz se puso a temblar.

– … Nació el pequeño Romain. Era un bebé muy hermoso. Se parecía terriblemente a su padre, que estaba loco por él. Y… ocurrió el drama que ustedes seguramente conocen… Isabelle había dejado la silla de bebé de Romain sobre la calzada de un aparcamiento subterráneo, el tiempo justo para guardar unas compras… Fue un drama horrible. Fue el padre el que recogió al pequeño Romain y le llevó al hospital. Era demasiado tarde. De la noche a la mañana, cambió. Se encerró en sí mismo. Tenía terribles ataques de cólera. Casi no venía a vernos. Mi hija, a veces. Pero cada vez menos… Nos decía simplemente que él pensaba que estaba «maldito», que la pesadilla volvía a empezar, pero la pesadilla, fue ella la que acabó sufriéndola. Creo que se sintió terriblemente culpable, que se creyó responsable de la muerte del pequeño Romain, y que nunca se lo perdonó. Había sido educada en la fe cristiana y pensaba que debía expiar su falta. Vimos cómo se apagaba poco a poco. Sospecho que tomaba calmantes, que abusaba de ellos, vivía en una especie de terror permanente. El nacimiento de sus otros hijos no cambió nada. Un día, ella pidió ver a su padre, le dijo que quería marcharse, que su vida se había convertido en un calvario. Le contó la historia de los colores, lunes verde, martes blanco, miércoles rojo, jueves amarillo, la estricta observación de las consignas que él había dictado. Añadió que podía soportarlo todo, pero no quería que aquella infelicidad cayera sobre sus hijos. Cuando Gaétan, para rebelarse, se puso un jersey escocés -un jersey que debió de pedir prestado a un amigo-, fue atrozmente castigado y la familia entera con él. Isabelle estaba prácticamente agotada. Temía continuamente algún incidente, vivía al borde del ataque de nervios, temblaba ante la menor pequeñez. Mi marido, ese día, le dio una respuesta de la que después se arrepintió. Le dijo: «Tú lo quisiste y lo tuviste, te habíamos avisado», y peor aún, intentó hablar con Hervé: «Isabelle quiere dejarle, ¡ya no puede más! ¡Domínese!». Creo que esas palabras fueron dinamita. Se sintió rechazado por su mujer, debió de pensar que iba a perder a sus hijos; creo que a partir de ese día se volvió realmente loco. En el banco nadie se daba cuenta de nada. Seguía siendo igual de eficaz y mi marido no quería pasarse sin él. Se había jubilado y estaba contento de tener a su yerno en su puesto. Eso contentaba a todo el mundo: a mi marido, a las hermanas de Isabelle y a los otros socios que se apoyaban en él y recogían los dividendos. Se comentaban sus manías inquietantes, pero ¿quién no tiene pequeñas manías, al fin y al cabo?

Hizo una pausa, levantó un mechón del moño que sobresalía y lo volvió a poner en su sitio, alisándolo con los dedos.

– Cuando nos enteramos de lo que había pasado, evidentemente, pensé en ustedes, pero sobre todo, sobre todo me sentí liberada de un gran peso… ¡E Isabelle! Entró en mi habitación, tuvo tiempo de decirme: «¡Soy libre, mamá, soy libre!», y se derrumbó. Estaba agotada. Hoy está en manos de un psiquiatra… Los dos chicos se sintieron también aliviados. Detestaban a su padre al que sin embargo nunca denunciaron. Con Domitille va a ser más complicado. Se ha convertido en una chiquilla problemática, perturbada. Va a necesitar tiempo. Tiempo y mucho amor. Eso es lo que quería decirles, lo que quería que supiesen. Su mujer, señor, y su hermana, señora, no ha partido en vano. Ha salvado una familia.

Se levantó tan mecánicamente como se había sentado. Sacó una carta del bolso, y se la dio a Joséphine:

– Es de Gaétan, me ha encargado dársela a usted…

– ¿Qué va a hacer ahora? -murmuró Joséphine, estremecida por la larga confesión.

– Los hemos inscrito a todos en un excelente colegio privado en Rouen. Con el apellido de su madre. La directora es amiga mía. Podrán tener una educación normal sin ser el blanco de todos los cotilleos. Mi hija va a recuperar su apellido de soltera. Desea que los niños cambien también de apellido. Mi marido tiene contactos, no debería plantear problemas. Les agradezco haberme escuchado y les ruego perdonen la extrañeza de mi cometido.

Les hizo una pequeña señal con la cabeza y se alejó como había venido, pálida silueta de otro tiempo, mujer fuerte y sumisa a la vez.

– ¡Que mujer tan extraña!-susurró Philippe-. Rígida, fría y, sin embargo, atenta. La Francia de las Grandes Familias de antaño. Todo va a volver a estar en orden. En qué orden, no lo sé. Me gustaría saber en qué se convertirán sus hijos…, para ellos va a ser más complicado. El regreso al orden no bastará.

– Philippe, no se lo digas a nadie, pero creo que vivimos en un mundo de locos…

Fue entonces cuando leyó el nombre en el sobre que le había entregado la madre de Isabelle Mangeain-Dupuy.

Era una carta de Gaétan para Zoé.

* * *

Al día siguiente, se reunieron todos en la suite del hotel Raphäel. Philippe había hecho subir unos sandwiches club, Coca Cola y una botella de vino tinto.

Hortense y Gary se rozaban, se evitaban, se atraían, se rechazaban. Hortense espiaba el móvil de Gary. Él le proponía salir, ir al cine, ella respondía: «Por qué no», pero entonces, el teléfono sonaba, el respondía, era Charlotte Bradsburry. Su voz cambiaba, Hortense se detenía en el umbral de la puerta, le lanzaba una mirada furiosa y decía que ya no quería ir al cine.

– ¡Venga! ¡Eres tonta! ¡Vamos!-decía él tras haber colgado.

– ¡Ya no tengo ganas! -decía ella, huraña.

– Yo sé por qué -sugería él, sonriendo-. ¡Estás celosa!

– ¿De ese vejestorio? ¡Jamás en la vida!

– Entonces vamos al cine… ¡Si no estás celosa!

– Estoy esperando una llamada de Nicholas… y después, ya veré.

– ¿De ese pingüino?

– ¿Estás celoso?

Joséphine y Shirley se reían a escondidas.

Philippe propuso a Alexandre y a Zoé ir a ver la vidriera del Grand-Palais.

– ¡Yo voy! -dijo Hortense, ignorando a Gary, que atrapó la invitación al vuelo y la siguió.

– ¡Por fin solas! -exclamó Shirley cuando se marcharon-. ¿Y si pidiéramos otra botella de este excelente vino?

– ¡Vamos a coger una trompa!

Shirley descolgó el teléfono, pidió que le subiesen la misma botella y, volviéndose hasta Joséphine, añadió:

– ¡Es la única forma de hacerte hablar!

– ¿Hablar de qué?-dijo Joséphine lanzando al aire sus zapatos-. No diré nada. ¡Incluso bajo la tortura de un buen vino!

– Estás radiante… ¿Es Philippe?

Joséphine posó dos dedos sobre su boca para indicar que no diría nada.

– ¿Vais a vivir juntos el año que viene?

Ella miró a Shirley y sonrió.

– Entonces ¿vais a vivir juntos?

– Aún es muy pronto… Alexandre tiene que acostumbrarse.

– Y Zoé.

– Zoé también. Es preferible que siga una temporada a solas con ella. Iremos a Londres los fines de semana o ellos vendrán a París. Ya veremos.

– ¿Ella volverá a ver a Gaétan?

– Le llamó ayer. Le aseguró que para ella seguía siendo Gaétan, quien hacía dar saltos a su corazón, que Rouen no estaba tan lejos de París, ¡y que yo era una madre más bien enrollada!

– No se equivoca. ¿Y él?

– Lo de él es menos color de rosa. Tiene mucho miedo de parecerse a su padre y volverse loco. No duerme, tiene pesadillas terribles. Su abuela le ha mandado al psicólogo…

– Pues el psicólogo va a tener que encargarse de toda la familia…

Llamaron a la puerta y un camarero trajo la botella de vino. Shirley sirvió un vaso a Joséphine, brindaron.

– Por nuestra amistad, my friend, dijo Shirley. ¡Que siga siendo siempre bella y tierna y dulce y fuerte!

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