Zoé y Hortense se mantenían a ambos lados de su madre. Zoé había puesto su mano en la de Joséphine, apretándola hasta aplastarle los huesos, suplicando no llores, mamá, no llores. Era la primera vez que veía un ataúd desde tan cerca. Se imaginó el cuerpo frío de su tía, tumbado sobre la alfombra de rosas blancas y de iris. Ya no se mueve, ya no nos oye, tiene los ojos cerrados, tiene frío, ¿acaso quiere salir? Se arrepiente de estar muerta. Y es demasiado tarde. Nunca podrá volver. Y enseguida pensó, papá no está muerto en una caja tan bonita, murió desnudo, descarnado, debatiéndose entre filas de dientes afilados que lo destrozaron; aquello fue demasiado para ella y estalló en sollozos contra su madre que la acogió, adivinando por quién Zoé se atrevía por fin a expresar su terrible pena.
Hortense miró el papel sobre el que su madre había impreso el texto que debía leer y suspiró, ¡otra de las ideas de mamá! Como si tuviera ánimos para leer poesía. En fin… Escuchó hasta el final el cuarteto de cuerda de Mozart, y cuando llegó el momento en que debía leer el poema de Clément Marot, comenzó con voz temblorosa, cosa que detestó:
Ya no soy el que fui…
Tosió, cogió un poco de aplomo. Y continuó valiente:
Ya no soy el que fui
Y ya no sabré jamás serlo
Mi hermosa primavera y mi verano
Dan el salto en la ventana.
Amor, siempre fuiste mi señor,
Te serví bajo todos los dioses.
Ay, si pudiera dos veces nacer.
¡Cómo te serviría mejor!
Y entonces, la idea de que Iris podría levantarse del féretro, ir a sentarse entre ellos, reclamar una copa de champán, ponerse unas botas altas y completarlas con un pequeño top rosa fucsia de Christian Lacroix, estalló en sollozos. Lloró, furiosa, de pie, los brazos tendidos hacia delante como si intentara rechazar los litros de lágrimas que la devastaban. ¡Es culpa suya todo esto! ¡Esta puesta en escena macabra! Estamos aquí como imbéciles, lloriqueando en el fondo de una cripta siniestra, lamentándonos, recitando versos y escuchando a Mozart. ¡Y el otro, que me mira con sujeta entristecida de gran memo! ¡Ay! ¡Lo va a empeorar! No va a hacer eso, va a venir hacia mí y…
Y se echó en los brazos de Gary, que la abrazó como quien lleva un ramo de flores, posó su cabeza sobre la cima de su cráneo y la estrechó con fuerza, con mucha fuerza diciendo, no llores, Hortense, no llores. Y cuanto más la abrazaba, más ganas de llorar tenía ella, pero era un llanto extraño, no se parecía para nada al llanto de Clément Marot, era un llanto por otra cosa que no conocía muy bien, pero que era más dulce, más alegre, llanto como una especie de felicidad, de alivio, de gran alegría que le retorcía el corazón, que la hacía reír y llorar a la vez, como si fuera demasiado grande, demasiado borroso, demasiado evanescente, algo reconfortante que atrapaba entre los dedos. Él estaba allí, sin estar, le tenía y no le tenía, una especie de reconciliación antes de otra separación, quizás, no lo sabía. Y no tenía ganas de dejar de llorar.
¡Y además, jolines! Ya lo analizaría más tarde, cuando tuviese tiempo, cuando hubiese terminado con todos esos llantos, esa tristeza ahogada en los pañuelos, esas narices enrojecidas, esos pelos mal peinados. Se repuso, inspiró y comprobó, furiosa, que no había llorado en su vida, que era su primera vez y que justo tenía que hacerlo en brazos de Gary, ¡ese traidor a sueldo de Charlotte Bradsburry! Se soltó de golpe, fue a sentarse al lado de su madre y la agarró firmemente por el brazo, haciendo ver a Gary que el momento ternura había terminado.
Anunciaron que iba a tener lugar la incineración. Que podían esperar fuera. Salieron disciplinadamente en fila. Joséphine de la mano de sus hijas, Philippe sosteniendo la de Alexandre. Henriette, sola, evitando cuidadosamente a Carmen, que permanecía detrás. Shirley y Gary cerraban la marcha.
Philippe había decidido dispersar las cenizas de Iris en el mar, delante de su casa en Deauville. Alexandre estaba de acuerdo. Joséphine también. Había avisado a Henriette que declaró: «El alma de mi hija no reside en una urna, puede hacer lo que quiera con ella. En cuanto a mí, me voy a casa… Ya no tengo nada que hacer aquí». Carmen hizo lo mismo tras haberse derrumbado en brazos de Philippe, que le prometió que seguiría ocupándose de ella. Besó a Joséphine y se retiró como una sombra desolada por la avenida del cementerio.
Shirley y Gary fueron a visitar las tumbas. Gary quería ver las de Oscar Wilde y Chopin. Fueron con Hortense, Zoé y Alexandre.
Philippe y Joséphine se quedaron solos. Se sentaron en un banco, al sol. Philippe le había cogido la mano a Joséphine y la acariciaba suavemente en silencio.
– Llora, mi amor, llora. Llora por la vida que llevó, ya que hoy ha encontrado la paz.
– Lo sé. Pero no puedo evitarlo. Voy a necesitar tiempo para hacerme a la idea de que no la volveré a ver. La busco por todas partes. Tengo la impresión de que va a aparecer y se va a reír de nosotros y de nuestra cara triste.
Una mujer rubia, de cierta edad, caminaba hacia ellos. Llevaba sombrero, guantes y un traje sastre bien cortado.
– ¿La conoces? -preguntó Philippe entre sus labios.
– No. ¿Por qué?
– Porque me parece que va a hablarnos…
Se incorporaron y la mujer llegó ante ellos. Parecía muy digna. Su rostro arrugado revelaba noches en vela y las comisuras de su boca caían como hilillos tristes.
– ¿Señora Cortès? ¿Señor Dupin? Soy la señora Mangeain-Dupuy, la madre de Isabelle…
Philippe y Joséphine se levantaron. Ella les hizo seña de que no era necesario.
– He leído la esquela en Le Monde y quería decirles…, en fin, no sé cómo… Es un poco delicado… Quería decirles que la muerte de su hermana, señora, la de su mujer, caballero, no ha sido inútil. Ha liberado a una familia… ¿Puedo sentarme? Ya no soy una jovencita y estos acontecimientos me han agotado…
Philippe y Joséphine se echaron a un lado. Ella se sentó sobre el banco y ellos se colocaron a su lado. Ella posó sus manos enguantadas sobre su bolso. Levantó el mentón y, mirando fijamente al recuadro de césped que tenía delante, comenzó lo que debía ser una larga confesión, que Joséphine y Philippe escucharon sin interrumpirla, pues el esfuerzo que hacía esa mujer para hablar les parecía inmenso.
– Mi visita debe de parecerles descabellada, mi marido no quería que viniese, cree que mi presencia está fuera de lugar, pero me parece que es mi deber de madre y abuela realizar este acto…
Había abierto su bolso. Sacó de él una foto, la misma que Joséphine había visto en la pared del dormitorio de los Lefloc-Pignel: la foto de la boda de Hervé Lefloc-Pignel y de Isabelle Mangeain-Dupuy. La secó con el dorso de la mano enguantada y empezó a hablar.
– Mi hija, Isabelle, conoció a Hervé Lefloc-Pignel en el baile de la X, en la Ópera. Tenía dieciocho años, él veinticuatro. Ella era bonita, inocente, acababa de aprobar el bachillerato y no se creía ni hermosa ni inteligente. Tenía un terrible complejo de inferioridad frente a sus dos hermanas mayores que habían realizado brillantes estudios. Enseguida se enamoró muchísimo de él y, también enseguida, quiso casarse. Cuando nos lo contó, la pusimos en guardia. Voy a ser franca, no veíamos esa unión con buenos ojos. No precisamente por culpa de los orígenes de Hervé, no se equivoquen, sino porque nos parecía oscuro, difícil, extremadamente susceptible. Isabelle no quiso escucharnos y hubo que consentir esa unión. La víspera de la boda, su padre le suplicó por última vez que renunciara. Entonces ella le dijo a la cara que, aunque él tenía miedo de que hiciese un mal casamiento, a ella le importaba un bledo si él hubiera nacido en una chabola o en un palacio. Esas fueron sus palabras exactas… No insistimos más. Aprendimos a disimular nuestros sentimientos y le acogimos como nuestro yerno. El hombre era brillante, es verdad. Difícil, pero brillante. En un momento dado supo sacar el banco familiar de un terrible aprieto y a partir de ese día, lo tratamos como a un igual. Mi marido le ofreció la presidencia del banco y mucho dinero. Se relajó, parecía feliz, sus relaciones con nosotros fueron más fluidas, Isabelle resplandecía. Estaba encinta de su primer hijo. Parecían muy enamorados. Fue una época bendita. Nos arrepentimos de haber sido tan… conservadores, tan desconfiados con él. Hablábamos a menudo cuando estábamos solos, mi marido y yo, de ese giro de la situación. Y después…
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