Jordi Soler - Ensayos bárbaros
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pensamiento frente a los datos en la
memoria.
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Una cosa es cierta: viajar es una actividad que está sobrevalorada, como también es cierto que la peor parte de los viajes es el propio viaje, y lo mejor es la preparación y, sobre todo, el recuerdo que deja ese viaje. Para definir mi posición frente a los viajes, diré que más que viajar prefiero haber viajado.
También es verdad que hay distintas calidades de viajes. Por un lado esta ese que organiza una agencia, y que persigue el objetivo de visitar la mayor cantidad de ciudades, y de ejecutar el número máximo de actividades, en el menor tiempo posible. La experiencia que tiene quien viaja así es radicalmente distinta a la del que llega a una ciudad, o a un paraje, y sin la ayuda de nadie se orienta para averiguar cuánto tiempo amerita permanecer ahí, hacia dónde hay que caminar, si es que es necesario hacerlo, o si hay que sentarse en una fuente, o en una roca, a esperar un signo que indique el camino. Vayamos a la nomenclatura habitual y llamemos turista al que se deja organizar los viajes por una agencia, y que entiende por viajar el subir y bajar de un autobús, hacer fotografías a monumentos un millón de veces fotografiados, y compartir con una docena de desconocidos, no siempre agradables, la experiencia de irse desplazando de ciudad en ciudad, y de país en país. Y llamemos viajero al que se planta en un sitio, sin saber cuánto tiempo va a permanecer ahí, libre de esa compulsión que obliga al turista a conocer un lugar nuevo cada quince minutos, porque de otra forma siente que pierde tiempo y dinero. Yo una vez estaba en un viaje de escritores en Sofía, Bulgaria; íbamos cuatro o cinco colegas a inaugurar la biblioteca Sergio Pitol, que tiene desde entonces el Instituto Cervantes de esa ciudad. Como íbamos solo a hacer eso, nos sobraban un montón de horas que los organizadores se esmeraban en llenar con cenas, brindis y larguísimas comidas, y con un viaje turístico en minibús por la capital de Bulgaria, con un atento guía que explicaba los sitios importantes, los de verdad y los que era necesario añadir para que el tour alcanzara la hora y media reglamentaria de duración. En cuanto apareció el minibús con guía hice un elegante mutis, salí del hotel por una puerta lateral, y me enfrenté a Sofía, nevada y helada, sin más arma que un lápiz y una libreta en la que iba anotando la ruta, con el objetivo de no extraviarme y poder regresar más tarde al hotel. La verdad es que hubiera sido más práctico llevar un mapa que había comprado para la ocasión, pero el minibús y el guía me cogieron desprevenido, y ante el terror de convertirme en un turista, decidí prescindir del mapa, que había dejado en mi habitación, y salir corriendo a la intemperie con lo que llevaba en el bolsillo del abrigo, que era el lápiz y la libreta. Una vez afuera empecé a caminar por el bulevar Vitosha, pero pronto entendí que la ruta verdadera tenía que ser por el interior del barrio que estaba entre el bulevar y la avenida Hristo Botev, lejos del tráfago de los automóviles que hacían un escándalo considerable y dejaban manchas oscuras y amarillentas en la nieve que cubría el pavimento. Me metí por una calle al interior del barrio, un barrio normal de Sofía con casitas bajas que tenían un pequeño jardín al frente y por detrás un patio o jardín más amplio que, gracias a la uniformidad que establece la nieve, se iban comunicando unos con otros. Seguramente había un borde, una marca de piedra que establecía el límite entre una propiedad y otra, pero como había casi un metro de nieve en el suelo, los límites se habían borrado y esto me permitió hacer un viaje fantástico, de hora y media, por todos los patios y jardines del barrio. Iba andando, alumbrado por la luz de la luna que intensificaba la blancura de la nieve, y husmeando en las ventanas que daban al patio, una cocina, un baño, una habitación con escobas y trapeadores, una mesa en la que cenaban dos niños y otra en la que un hombre solo bebía un vaso de rakia, el aguardiente nacional. La experiencia era como ir viajando por el reverso de la ciudad, por el interior, por esa zona que está siempre oculta y protegida por las zonas turísticas que distraen la atención de la gente y evitan que el forastero husmee en los baños, las cocinas y los cuartos de los trapeadores. Esa noche, mientras mis colegas se sometían a las monótonas explicaciones del guía, yo hice uno de los mejores viajes de mi vida, un viaje único que ni empeñándome sería capaz de repetir.
Lo dicho, los viajes no siempre ilustran, pero a veces lo hacen de una forma completamente inesperada, como me pasó hace unos días, en un viaje a Costa Rica, mientras estaba sometido a los insoportables rigores del ecoturismo, esa rama dura del turisteo que lleva a la aguerrida clientela de una tirolesa vertiginosa a los rápidos morrocotudos de un río brutal, y de ahí a una caminata nocturna por la selva, con senderos misteriosos y puentes colgantes sobre las copas de los árboles. El plan ecoturístico no deja espacio para el sosiego, es para turistas que quieren invertir cada minuto de sus vacaciones en una actividad ininterrumpida, en estar en contacto permanente con las fuerzas de la naturaleza, en hacer un recorrido maratoniano saludable, verde, superoxigenado y nutrifresco, lo cual, como podrá colegirse de lo que vengo escribiendo hasta aquí, no es asunto de mi interés, así que en cuanto tuve oportunidad me descolgué del ecotour, y me quedé en la habitación del hotel selvático donde dormíamos, con el propósito de trabajar en un texto que tenía que enviar al periódico el día siguiente, pero una vez instalado en el balcón, que colgaba dentro de una selva espesa, decidí que mientras mis compañeros ecoturistas daban rienda suelta a su pasión por el verdor, mientras ellos salían a buscar al mundo yo esperaría, sentado en una silla en el balcón, a que el mundo viniera a mí, confiando en la sabiduría de Blais Pascal, e inspirado por la novela de Xavier Maistre. Desde mi punto privilegiado de observación, sin moverme de mi silla, comencé a observar la selva que se extendía frente a mis ojos, con una intensidad que, de haber estado moviéndome de un lado a otro como ecoturista, no hubiera conseguido. Frente a mí estaba el tronco de un árbol que había sido parcialmente estrangulado por un «matapalos», que es un tronco que nace junto al árbol y que va creciendo a su costa, mientras se enreda con saña en él y, por si fuera poco, a ese mismo tronco también lo estrangulaba un trío de lianas leñosas que bajaban desde la altura de la copa para clavarse, y refundarse, en la tierra. La imagen de este árbol invadido, parasitado por otros árboles, me llevó a observar su entorno, y a descubrir que todos los árboles de alrededor estaban parasitados por otro organismo vivo, el que no tenía una enredadera cubriéndole el tronco y espesándole la copa con un verde a todas luces ajeno, tenía las ramas plagadas de bromelias, esas plantas epífitas que se van diseminando por todo el ramaje, y aguzando todavía más los ojos descubrí más plantas, más filamentos enroscados y más lianas leñosas que deformaban la silueta de los árboles. Mientras hacía ese viaje sin moverme de mi balcón, concluí que no era que los árboles estuvieran parasitados por otras plantas, sino que ese aparente caos, ese estrangulamiento pertinaz, era la forma en que crecía la selva, alentando el contagio, la contaminación, la invasión de las especies para que la flora creciera, y se multiplicara, exponencialmente, aun cuando el árbol que estaba enfrente de mí eventualmente muriera estrangulado por el «matapalos». Desde esa inmovilidad quedaba claro que es el caos lo que mantiene viva la selva y que toda esa vegetación consigue perpetuarse gracias a esa lucha feroz y permanente entre una planta y otra, para ver quién se queda con la savia del árbol o con ese centímetro de tierra imprescindible para hundir su raíz. A la vista de ese prodigio de vitalidad, exaltado por el zumbido histérico de los insectos, quedaba claro que la naturaleza que vemos en parques o jardines, esos árboles que el jardinero desbroza y protege para que no sean parasitados por otras plantas, constituyen una arbitrariedad, porque el orden de la naturaleza es el caos y el que impone el jardinero es un orden límpido, aséptico, sospechosamente humano. Lo que hace el jardinero es imponer límites a la fuerza desbocada de la flora, es decir, la obliga a crecer de una sola manera, para que no se vuelva incontrolable y dirija ella misma su destino: lo que hace en realidad el jardinero con la naturaleza es que la civiliza. Y ahí sentado en mi balcón, frente a la jungla de Costa Rica, pensé que aquella metáfora bien merecía un trago de whisky.
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