María Ana Hirschmann - Cuando murieron mis dioses

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Esta es la impactante historia de una hoven checoslovaca, circunscripta a finales de la Segunda Guerra Mundial. En ella se destaca la fuerza y la trascendencia de su fe, inculcada desde niña por su generosa y humilde madre. Al recorrer las páginas de este libro, descubrirás cómo, a lo largo de su huida de un campo de trabajos forzosos y las innumerables peripecias que tuvo que afrontar, encntró un hogar y a un Dios que la protegió a cada instante y le mostró su poder para obrar increíbles milagros.

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–Rudy, hay poco que hablar de mí. Soy huérfana y fui criada en un hogar adoptivo. Como tú sabes, fui elegida poco después de la ocupación de mi país para prepararme como futura líder juvenil. Esa carrera es mi vida. Todo gira alrededor de eso. Ni siquiera he pensado en el matrimonio porque podría interferir con mis planes. ¿No se me derrumbaría todo si me caso? Debo servir a mi país algún día, por todo lo que estoy recibiendo en educación.

Rudy rio, divertido.

–Bueno, schatz i [querida], ¿no podríamos hacer todo eso juntos? Tan pronto como termine la guerra, tengo planes de ingresar en la marina mercante, y estaré mucho tiempo afuera. Puedes cumplir con tu vocación y enseñar. Yo no te ocuparé todo el tiempo.

Sonreí, aliviada. ¡Cuán sencillo era todo, cuán grande y sencillo! Era tiempo de dejar de lamentarse y actuar. Había llegado el gran momento de mi vida. Había encontrado a mi amor y podía confiarme a sus manos. Rudy era inteligente, maduro y prudente. Tenía la respuesta para todos mis problemas, y yo era una pobre mujer que no cesaba de quejarme.

Pero ahora sabía que alguien me amaba, y por primera vez me atreví a corresponder a ese amor. La guerra, los torpedos, las bombas, la muerte, todo parecía imposible mientras nos hallábamos sentados en el pasto florido, con vacas que pacían a un lado y majestuosos árboles al otro, y en las alturas unas blancas nubes esponjosas que se desplazaban por el brillante cielo estival por sobre las montañas. Tal vez estuviera soñando y me despertara para descubrir que todo se había esfumado, pero disfrutaría del sueño mientras durara. Miré el rostro de Rudy con una nueva confianza.

–Rudy, el mundo en que vives me parece muy distinto del mío. No sé si podremos fusionar nuestros mundos como para que nuestro compañerismo sea armonioso. Pero estoy dispuesta a hacer la prueba. A medida que conozcas mi mundo, tal vez aprendas a comprenderlo, y deberías tratar de amar mi mundo mientras yo hago lo mismo con el tuyo.

–Cabecita perturbada, deja de filosofar –exclamó Rudy, riéndose–. Todo saldrá bien.

Al día siguiente, viajamos juntos a la casa de Rudy. Sus padres eran corteses, aunque algo indiferentes; tal vez porque nuestro compromiso había tomado por sorpresa a la familia y a los parientes. Pero estábamos demasiado ocupados con nosotros mismos y no podíamos atender las reacciones de los demás.

¡Cómo pasaba el tiempo! Tratábamos de ignorar que pronto llegaría el momento de la partida, como si con ese procedimiento pudiésemos detener las horas. Tuvimos una pequeña fiesta íntima, con rosas y bebidas. Luego, fuimos con Rudy a la estación, en un coche tirado por caballos. En tren, viajamos rápidamente hasta Breslau, capital de la provincia de Silesia. De allí partirían en la tarde nuestros dos trenes, en direcciones opuestas. Llegamos antes del mediodía, y Rudy aprovechó la oportunidad para hacerme conocer su amada ciudad en las pocas horas que nos quedaban para estar juntos. Durante siete años, había asistido a la escuela en Breslau, y conocía cada rincón de aquel pintoresco lugar. Al fin llegó el momento de volver a la estación. Por consentimiento tácito y mutuo, sonreíamos y hablábamos de cosas sin importancia, tratando de encubrir lo que sentíamos a medida que se aproximaba la partida.

Rudy debía viajar primero. Recogimos el equipaje y bajamos a la plataforma.

–No te apenes, querida; pronto nos veremos otra vez. Sé valiente y espérame. Nos escribiremos todos los días.

No pude soportar más. Apoyando mi cabeza en su hombro, estallé en sollozos incontrolables. Él sacó un pañuelo blanco y comenzó a secarme el rostro con ternura. Miré sus facciones bondadosas y nuevamente sentí temor, un terrible sentimiento de peligro futuro que había experimentado cuando dejé a mi madre para ir a la escuela nazi. ¿Por qué sentía temor? Trataba de dominarme, pero era imposible. Lloraba amargamente. El corazón se me había endurecido como piedra.

Los encargados del tren dieron las señales de la partida. Rudy me besó una vez más, me dejó y corrió para subir al tren que ya marchaba. Su cara reflejaba la tensión del momento y una gran preocupación por mí. Luchando para calmarme, finalmente pude sonreír a través de las lágrimas, pero no podía hablar. El tren ganaba velocidad, y el brazo de Rudy, agitándose en el postrer saludo, se iba empequeñeciendo hasta que se esfumó en la distancia.

No sé cómo hice para encontrar y subir al tren en que yo debía viajar. ¿Volvería a ver a Rudy? ¿Regresaría de la guerra? ¿Qué nos deparaba el porvenir? Durante unos pocos días había disfrutado del calor del amor, del gozo de estar juntos, de la seguridad de haber hallado un refugio para mi corazón. No pensaba más que en Rudy; no deseaba más que estar con él. Pero los trenes rodaban en la noche: el mío, hacia el este; el otro, hacia el oeste. A él lo esperaba la guerra; a mí, la ciudad.

Capítulo 4 Creer en el amor en la guerra De alguna manera me las arreglé - фото 2

Capítulo 4

¿Creer en el amor, en la guerra?

De alguna manera, me las arreglé para responder con prontitud las cartas, a pesar de nuestro agotador programa de actividades. Pasadas unas pocas semanas, sin embargo, noté algo extraño en las epístolas de Rudy. Le pregunté qué era lo que le molestaba, pero ignoró mi pregunta.

Luego de tres meses, me confesó la verdad. Sus padres, gente acomodada y de criterio práctico, habían desaprobado nuestro insólito romance desde el mismo comienzo. Trataron de desanimar a Rudy para que no continuara nuestra relación, y sus argumentos tenían la fuerza de la autoridad paternal. Para Rudy, su hogar era lo más querido, y la falta de armonía en la familia perturbó su natural modo de ser. Al fin, no pudo ocultar más su problema, y me lo reveló.

Para mí, no había opción alguna. Tomé un recuerdo muy simbólico, que Rudy me había regalado, lo envolví y se lo envié a sus padres sin ningún mensaje escrito. Pero debía hacer frente a la parte más difícil: escribirle a él la última carta. Y lo hice.

“Rudy:

“No me preocupa el hecho de que no debo interponerme entre ti y tus padres. Quiero decir, entre ti y tu madre. Sé cuánto significa el hogar para ti, y también sé que no debes perder tu hogar por mi causa.

“No sé por qué tu madre está en mi contra. Comprendo que ustedes sean ricos y de familia muy respetable, mientras que yo no soy más que una huérfana. Pero, Rudy, no puedo remediar esa parte de mi vida; no fue mi culpa. Tú sabes que estoy tratando de hallar mi vocación. Seré pobre, pero tengo mi honor. He dedicado mi vida al Führer y a nuestra patria, y haré lo mejor que esté de mi parte.

“Rudy, nunca te hice mal a ti, ni a tu madre. De lo único que ella me puede acusar es de haber confiado en ti y de haberte amado. ¡Perdóname por eso!

“Quiero agradecerte por los hermosos días que pasamos juntos. Ya me parecía que no eran más que un sueño del cual un día despertaría bruscamente. Ahora el sueño concluyó y ha llegado el momento de decir adiós.

“Rudy, tú me conoces bastante bien, y comprenderás que nunca habrá un reencuentro para nosotros. No tengo más que mi honor para protegerme; estoy sola en el mundo. ¡Debemos olvidarnos el uno del otro, y haré todo lo que pueda para olvidar mi amor por ti, porque no tengo más derecho a amarte! Fuiste el primero y el único en quien confié lo suficiente como para amar, y quizá suene mal decirte que no debería haberme atrevido a confiar en ti.

“Por última vez, te envío mis saludos y mi amor. Adiós. María Ana”.

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