Sepp mismo no parecía preocupado por el hecho de que tuviera que irse. Las noticias que, diariamente, se transmitían por radio daban cuenta de los triunfos que se obtenían en todos los frentes de batalla, y él era joven, fuerte y bien dispuesto para ayudar a ganar la guerra. Se lo veía elegante con su uniforme nuevo; y antes de partir, una muchacha del pueblo le había susurrado una promesa al oído. El futuro le pertenecía. Después de todo, la guerra terminaría pronto. Sin embargo, parecía que mamá pensaba distinto, porque lo despidió con mucha tristeza.
Y ahora que yo me iba, ¿por qué me miraba con los mismos ojos desconsolados? ¿Acaso me enviaba a la guerra? ¿No se daba cuenta de cuán afortunada, feliz y ansiosa me sentía? No era momento de entristecerse, sino de regocijarse, porque yo había sido elegida de entre muchos miles de estudiantes para ser mejor educada en una de las escuelas especiales de Hitler. Había sido seleccionada luego de muchas pruebas practicadas en la escuela y en campamentos especiales, lo que significaba un gran honor. La gente del pueblo sentía envidia de los así elegidos, y yo desbordaba de gozo. Ahora partía hacia la nueva escuela nazi. Algún día sería líder. ¿Por qué mi madre no se alegraba conmigo?
El tren ya estaba en marcha. Mamá levantó su rostro, extendió sus brazos hacia mí, y clamó:
–¡Marichen, Marichen, nunca te olvides de Jesús!
Yo sonreí y le respondí:
–No te preocupes, madre querida, ¿cómo podría olvidarme de ti y de Dios?
¿Por qué se afligía mamá por una cosa así? ¿No me había enseñado a amar a Dios? ¿No había yo orado junto a ella desde mi niñez? ¿No conocía mi Biblia? ¿Y los himnos que habíamos cantado juntas en la galería de la casa y en la iglesia? Para mí, Dios era como mi madre; y mi madre, como Dios. Siempre que oraba a mi amigo Jesús, solo podía imaginarlo con ojos de color gris azulado, como los de mi madre.
El tren ganaba velocidad. En la distancia, que aumentaba la lejanía, se recortaba una figura solitaria que agitaba un pañuelo blanco. Con el brillante sol de la mañana a sus espaldas, su cuerpo se empequeñecía rápidamente. Levanté mi mano al tiempo que saludaba: “¡Auf Wiedersehen! ¡Auf Wiedersehen!” [¡Adiós! ¡Adiós!], hasta que una curva la quitó de mi vista. Al rodar, las ruedas parecían decir: “Adiós, madre; adiós, madre”. El pueblo quedó atrás. Ahora solo pensaba en lo maravilloso que sería llegar a la ciudad. Mi corazón comenzó a cantar y parecía que, junto con las ruedas, decía: “¡Vamos a Praga! ¡Vamos a Praga!”
Capítulo 2
Fui alumna de una escuela nazi
El tren llegó a la gran estación terminal de Praga, y descendí a la plataforma. Apenas podía creer que no estaba soñando. ¿Sería posible que a mí, campesina anónima de un lugar cualquiera, se me permitiera ver Praga, la ciudad más grande de mi país? Y no había venido solo de visita, sino para vivir y estudiar en uno de los nuevos centros de instrucción de Hitler. ¿Cómo podía ser tan afortunada?
A la ciudad, los jóvenes alemanes la llamábamos con admiración “ Die Goldene Stadt ” [la ciudad dorada], luego de haber visto una popular película en colores producida por los nazis, que mostraba hermosas escenas de Praga. ¡Ahora yo estaba ahí! Asombrada, me detuve y miré a los miles de extranjeros que se movían aquí y allá en la atestada y bulliciosa estación. ¡Cuánta gente había en el mundo! Sosteniendo con firmeza mi abrigo y mi vieja valija, me dirigí hacia la puerta, pensando en qué idioma le preguntaría al guarda qué tranvía debía tomar. Yo hablaba el alemán, mi lengua materna; y también, el checo. Sabiendo con cuánta vehemencia el pueblo checo, amante de la libertad, odiaba el régimen y el idioma germanos, no sabía qué hacer.
Tímidamente, me acerqué a un oficial uniformado y comencé a hacerle preguntas en alemán. Al ver que en su rostro aparecían signos de desagrado, rápidamente cambié al checo. Me dio unas indicaciones, y al rato ya estaba sentada en algo parecido al asiento de un tranvía, mirando con curiosidad por la ventanilla.
¡Qué viaje largo fue aquel, atravesando casi toda la ciudad! A medida que pasábamos por calles y edificios, trataba de reconocer los lugares históricos que había visto en la película, pero al final tuve que desistir. Era simplemente demasiado. Sin embargo, vi unos puentes maravillosos y el famoso castillo Hradčany, de mil años de antigüedad, que alzaba su silueta en el claro cielo otoñal. Parecía como si la historia hubiera salido de la página impresa y estuviese viniendo a mi encuentro.
Pronto descubrí cuáles eran las partes de Praga que más me agradaban: la “ciudad antigua”, un idílico rincón del emplazamiento original de la ciudad, que databa del siglo IX; el puente Carlos, de más de quinientos metros de longitud, construido en 1357 y custodiado por dos enormes torres adornadas con estatuas; y el majestuoso río Moldava, el más extenso del país, cruzado por doce puentes famosos.
También contemplé otras cosas. A medida que el antiguo tranvía se arrastraba por las calles y junto al río de aguas verdes, observé que, en cada edificio importante y en cada tienda, había flamantes banderas rojas con un círculo blanco y la cruz gamada. Las aceras estaban atestadas de soldados alemanes, oficiales, hombres de la SS... La checa “Praha” se había convertido en “Prag”, y la ciudad había cambiado sus tradiciones centenarias para agradar a sus conquistadores.
Al fin llegué a mi escuela, aunque no se parecía a una escuela. La puerta daba a un pequeño parque, hermosamente ornamentado con fuentes y esculturas. Enormes árboles bordeaban los senderos y el camino hacia el edificio principal. El edificio de la escuela propiamente dicha era una mansión de piedra blanca. Amplias puertas de madera tallada a mano y ventanas angostas y altas le daban el aspecto de un castillo de cuentos de fantasía. Temí despertar y encontrarme en mi cama de paja, frotándome los ojos y chasqueada porque todo esto había sido solo un sueño.
Luego de que me tomaran los datos y me dieran la bienvenida, di con mi cama y mi spined , como llamábamos a los roperos. Conocí a algunas de mis compañeras. Por la noche, toda cohibida y vergonzosa, me senté muy quieta en el lujoso comedor donde habríamos de recibir tres comidas sencillas al día. Supe que la mansión había sido de un judío inmensamente rico, a quien las autoridades se la habían confiscado. No me agradó la explicación; pero, como lo novedoso me rodeaba, pronto me olvidé del asunto. Trataría de entenderlo más tarde.
Antes de mucho, me hallaba perfectamente adaptada a mi nuevo estilo de vida y, con gran entusiasmo, me preparé para las nuevas oportunidades que se me ofrecían. Superé la timidez y pronto estuve familiarizada con el grupo, lista para el liderazgo y para competir con las mejores de mi clase. Estudié esforzadamente, aprendí a obedecer y a saludar con toda sumisión, y al poco tiempo fui objeto de reconocimiento, tanto de parte de los estudiantes como de los profesores. Podía olvidarme de que había sido una huérfana dependiente de la caridad de un pobre hogar adoptivo; me sentía aceptada y necesaria.
Cada día, los recuerdos de mi niñez se desteñían un poco más. Me parecía que nunca había vivido otra vida que la que llevaba en mi nueva escuela. Mi madre era algo muy distante y casi irreal.
¡Cómo amaba a mi escuela! Los profesores hacían que las asignaturas cobrasen vida. Estudiar Historia era fascinante. Gente que hacía mucho tiempo había dejado de existir ahora saltaba de las páginas de mi libro y revivía para mí. Se convertían en mis amigos o enemigos; procedían con orgullo, con heroísmo o cobardemente; amaban, luchaban, sufrían y morían. Mi inquieta imaginación vivía y actuaba con ellos, mientras mi corazón aprendía un nuevo tema: Adolfo Hitler y el Tercer Reich. Los jóvenes que estábamos siendo preparados para desempeñarnos como dirigentes nazis de la juventud constituíamos el orgullo y la alegría de Hitler. El Führer nos denominaba afectuosamente Das Deutschland von Morgen [la Alemania del mañana]. Nos gustaba eso, y parecía bueno y justo que cumpliéramos con su mandato.
Читать дальше