María Ana Hirschmann - Cuando murieron mis dioses

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Esta es la impactante historia de una hoven checoslovaca, circunscripta a finales de la Segunda Guerra Mundial. En ella se destaca la fuerza y la trascendencia de su fe, inculcada desde niña por su generosa y humilde madre. Al recorrer las páginas de este libro, descubrirás cómo, a lo largo de su huida de un campo de trabajos forzosos y las innumerables peripecias que tuvo que afrontar, encntró un hogar y a un Dios que la protegió a cada instante y le mostró su poder para obrar increíbles milagros.

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Me senté a su lado y miré las nubes, que eran barridas por el viento. No habló. Esperaba que comenzara yo. La miré y dije con vacilación:

–Señorita Walde, quisiera hacerle una pregunta insólita. Espero que no le moleste.

Asintió, de modo que continué:

–¿Le parece que una joven alemana puede ser una buena nazi y aún orar como se hacía en los viejos tiempos?

–María Ana –respondió–, aprecio tu pregunta. Me muestra que estás sumamente interesada en hacer lo correcto. Pero hay dos caminos ante nosotros. El camino antiguo es el de nuestros padres, que viven según su saber anticuado, y vivirán así hasta que mueran. Pero Hitler ha sido llamado por la Providencia para mostrarnos a los jóvenes un camino mejor y más científico. La juventud germana tiene una vocación, un deber que cumplir para el Ser Supremo y para Hitler.

Hablaba en un tono tan persuasivo que hacía compartir sus convicciones. Yo sabía que creía en lo que decía, y si creía en la nueva religión era suficiente para mí. Sí, ella creía también en Dios, pero en una divinidad distinta, sin la mácula del judaísmo.

–Pero ¿qué pensar de la oración? –pregunté.

Sonrió nuevamente y prometió darme un librito para que lo leyera. Me dijo que allí encontraría la explicación de todo.

El título del libro era Extraviado entre dos mundos . Contenía la historia de la vida del autor, un escritor nazi bien conocido. Esa noche comencé a leerlo. Su estilo me encantó de entrada, y apenas podía disciplinarme para dejar de leer y tomar parte en las actividades de la noche.

Lo que más me interesó fue el capítulo sobre la oración. Cuando el autor era muchacho, había resuelto poner a prueba a Dios. Como su madre le había enseñado a orar por protección, cierta mañana audazmente decidió no orar, para ver qué sucedía. Tal como lo esperaba, el día transcurrió sin ninguna tragedia, y así también el siguiente. Después de unos días, abandonó la oración por los alimentos. Luego el autor exhortaba al lector a realizar el mismo experimento y comprobar a dónde iba a parar la obsoleta e infantil oración.

Al día siguiente, hice la prueba, ¡y resultó! Intenté otra vez el segundo día. No sucedió nada. El libro tenía razón. Yo era grande y lo suficientemente fuerte para cuidarme sola. Eso le venía bien a mi espíritu independiente y arrogante. El desaliento me abandonó.

Lo único que me molestaba era pensar en mi madre. Podía recordarla en la estación cuando, con ojos suplicantes, la oí decir: “Marichen, no te olvides de Jesús”.

Mi madre nunca entendería mi nuevo estilo de vida; había sido formada en el molde de sus antiguas creencias. Por mi padre no me preocupaba. Nunca me habían interesado sus conceptos religiosos; más bien, me habían rebelado. Pero no deseaba echar a mi madre en el olvido y, sin embargo, allí estaba un mundo de hechura nueva, una nueva ideología para la juventud; la gente vieja con sus ideas chapadas a la antigua debía quedar a un lado.

Leí vez tras vez aquel libro. Lo guardaba junto a mi cama y aprendí párrafos enteros de memoria. Lo presté a otros jóvenes y lo cité en la correspondencia con mis amistades. Ese libro me había mostrado una nueva forma de vida. Significaba triunfo, honor, fama, orgullo nacional. Mi última resistencia había caído. Había cambiado los dioses. Puse mi encendido corazón y mi vida sobre el altar de mi país –para Hitler.

También yo había andado errante entre dos mundos. Uno era el mundo de mi madre; el otro, el de mi profesora. Ambas mujeres tenían los mismos ojos, el mismo corazón bondadoso, la misma alma grande, y las amaba a las dos. Pero los ojos de mi madre hablaban de resignación, paciencia, humildad, mientras que los de mi profesora centelleaban con el orgullo nazi. El segundo camino me parecía mejor. Lo elegí y me entregué a él con todo mi corazón. Confiaba, creía y avanzaba. Hitler se había convertido en nuestro dios, y lo adorábamos. La guerra de Hitler arreciaba, y sus jóvenes estábamos listos para morir. Solo tenía que ordenarlo.

Capítulo 3

Noviazgo con un desconocido

La guerra estaba en su apogeo. Las sirenas de alarma contra ataques aéreos desgarraban la noche con su estridencia. Por la ciudad fluía sin cesar la corriente de refugiados. Los heridos llenaban los hospitales militares. Los huérfanos de guerra se multiplicaban. Nos encontrábamos más que ocupadas atendiendo a toda esa gente infortunada.

En 1944, nuestra vida se había convertido en una lucha frenética por cumplir con nuestro programa de estudios y con nuestro servicio voluntario, las llamadas nocturnas, las emergencias y unas pocas horas de sueño sobresaltado. A esto había que agregar los malestares que nos producía el hambre, la debilidad y los turnos agotadores. Debíamos ir dondequiera surgiese una necesidad, y debíamos estar contentas de hacerlo. Pero a veces nuestros cuerpos apenas podían obedecer una orden más.

Lo más importante de cada jornada escolar era la llegada de la correspondencia. Las cartas eran lo único abundante además de las tareas. Me gustaba recibirlas y también escribirlas. Escribía de noche en el refugio antiaéreo, durante los recreos o fuera de las horas de clase, en cualquier minuto que tuviera libre. Casi cada día recibía un manojo de cartas de amigos, entre los que se contaban soldados y oficiales. Sabíamos cómo nuestros muchachos deseaban recibir noticias y tratábamos de no hacerlos esperar.

La correspondencia no siempre era alegre. A menudo significaba dolor, como cuando una carta dirigida a un soldado le era devuelta al remitente con un sello que decía Gefallen für Führer und Vaterland [muerto por el Führer y la patria]. ¡Cómo apagaban la luz de nuestros ojos y corazones esas pocas palabras debajo del nombre! Con muchos de esos jóvenes habíamos trabajado juntos en las organizaciones juveniles y, cuando partieron para recibir instrucción militar y luego ir al frente, les prometí escribirles con puntualidad. Cumplí con todos ellos.

La primera de las cartas que me fue devuelta era una que le había escrito a Flutl, un joven amigo de la adolescencia. Se trataba de un muchacho alto, rubio, a quien yo admiraba por su sonrisa cautivante, sus limpios ojos azules, su entusiasmo contagioso y su sinceridad.

Durante semanas, no podía creer que estuviera muerto. No, no lo lloraría. No se esperaba eso de una joven nazi, porque morir por la causa se consideraba un altísimo honor. ¿No era el sacrificio propio el objetivo final de todo ser humano? ¿No degradaría el llanto su noble muerte?

Podía dominar mis lágrimas, pero no la perplejidad de mi alma. El muchacho era hijo de padres ancianos. ¿Por qué tuvo que morir? La vida no era más que un enigma.

Varias veces, mis cartas volvieron con el sello fatal. En dos ocasiones, la redacción era distinta: Vermisst and der russischen Kampffront [desaparecido en el frente ruso]. Eso era más terrible que el sello que comunicaba la muerte, porque significaba incertidumbre, prisión, Siberia. Durante años, mantenía en agonía mental a sus familiares, que esperaban que el muchacho sobreviviera de algún modo y regresara al hogar.

La correspondencia ayudaba a soportar la guerra. Como todo el mundo sabía, las autoridades habían ordenado que, en caso de emergencia, el despacho de cartas tenía prioridad sobre el de alimentos. Los soldados podían soportar el hambre siempre que recibieran cartas. El plan funcionaba en ambos sentidos. Para nosotros, era mucho más fácil olvidarnos de la escasa ración y de los reclamos del estómago cuando disponíamos de cartas interesantes para leer.

Cierto día de la primavera de 1942, salí de las clases para recibir mi correspondencia. Entre las cartas, noté un sobre largo y delicado, escrito con una letra que me resultaba desconocida. No podía entender el nombre del remitente. Me fijé nuevamente en la dirección, para estar segura de que era para mí, y lo era. Abrí el sobre y comencé a leer. Entonces, me senté con un murmullo de satisfacción, y llamé a una muchacha amiga para que viniera a ver.

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