María Ana Hirschmann - Cuando murieron mis dioses

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Esta es la impactante historia de una hoven checoslovaca, circunscripta a finales de la Segunda Guerra Mundial. En ella se destaca la fuerza y la trascendencia de su fe, inculcada desde niña por su generosa y humilde madre. Al recorrer las páginas de este libro, descubrirás cómo, a lo largo de su huida de un campo de trabajos forzosos y las innumerables peripecias que tuvo que afrontar, encntró un hogar y a un Dios que la protegió a cada instante y le mostró su poder para obrar increíbles milagros.

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Capítulo 1

¡Adiós, madrecita!

El tren silbó con estridencia, y la onda sonora se multiplicó en las calles estrechas del antiguo caserío. Me asomé a la ventanilla y sonreí, mientras miraba los melancólicos ojos gris azulados de mi anciana madre.

Se hallaba de pie en la plataforma de la estación. Sus fatigados hombros, algo caídos; su fino pelo blanco, echado hacia atrás, rematando en un menudo rodete; su pequeña figura, toda con un aspecto de endeblez y desamparo, que se me antojaba como un juguete de la brisa que soplaba a esa temprana hora.

Durante siglos, la gente de mi tierra natal, los Sudetes de Checoslovaquia (actualmente, República Checa y Eslovaquia), ha luchado para arrancar el sustento de un suelo montañoso, y ese esfuerzo por la supervivencia les ha llenado de arrugas el rostro y el corazón. Son poco dados a hablar y a las exteriorizaciones de afecto; pero ahora que me marchaba del hogar mi madre me besó. Había hecho lo mismo con cada uno de los cuatro hijos mayores en iguales circunstancias. El mismo viejo tren los había separado del hogar y de la madre, y ahora también me iba yo, último polluelo que abandonaba el nido.

Mi madre volvería a su acogedora y pulcra casita debajo de los cerezos. Encontraría todo en orden, tranquilo y vacío. Las cosas se le harían más fáciles y, tal vez, a papá también. Ya no tendrían que trabajar tanto y tan duro. Quizá mejoraría la salud de papá, porque sus tareas extenuantes como albañil y agricultor lo habían dejado enfermo y con el genio áspero.

Papá y yo nunca habíamos sido buenos amigos. De baja estatura, rostro delgado cruzado por un mostacho negro, parco en palabras, severo, a menudo encorvado de dolor por una enfermedad del estómago, era un celoso miembro de su iglesia, pero con pocas expresiones de amor. Sus ideas de una familia patriarcal, donde el padre debía gobernar con mano de hierro, y la esposa y los hijos someterse en silencio, chocaban muchas veces con mi temperamento juvenil, orgulloso e indomable. Trató de dominarme con un cinto de cuero y con hambre. No, yo nunca me atreví a contestarle cuando me reprendía. Sabía bien lo que pasaría. Sin embargo, mis dientes apretados, mis puños cerrados y mis ojos que lanzaban llamaradas eran señales inequívocas de rebelión que, con frecuencia, le provocaban raptos de ira.

¡Pobre madrecita! Ella había sido la mediadora durante todos esos años, y los latigazos verbales que, tan a menudo, había sufrido por culpa mía habían constituido el mayor y más doloroso castigo que tuve que soportar. Únicamente sus ojos llorosos y suplicantes podían –¡a veces!– aplacar mi rebelión. Yo era capaz de hacer cualquier cosa por ella, aun disculparme.

Sabía que mi tozudez obraba como veneno sobre el estómago de mi padre y que eso le había producido dolores innecesarios. Ahora me iba y, sinceramente, deseaba que mi padre se sintiera tranquilo y mejor, para bien de mi madre.

Observé sus manos callosas, con las venas sobresalidas. Habían trabajado durante tantos años plantando, limpiando, lavando, planchando, fregando, cosechando, desde el alba hasta el anochecer. Nunca vi a mi madre moviéndose con desgano. Los únicos momentos tranquilos de que disponía eran cuando se realizaba el culto familiar o cuando estaba dedicada a su devoción personal, antes de acostarse. Ahora yo me iba y sus manos tendrían más reposo. Podría leer su Biblia durante la tarde, y eso me alegraba.

La ennegrecida locomotora se puso en movimiento, en medio de seseantes resoplidos y una nube de humo. Por sobre los vagones, volaban chispas y cenizas. Yo reía, divertida. Ese tren me estaba ayudando a cumplir un sueño. Me llevaba al ancho mundo. Poco sabía yo lo que significaba, pero estaba ansiosa, y dispuesta a hacer el intento y salir.

No era que me resultara fácil abandonar el pequeño mundo de mi niñez. Amaba la vieja casa, el pajar donde había dormido y los bosques de un verde profundo que se divisaban desde las ventanas de atrás. Había pasado incontables horas felices juntando moras y hongos silvestres bajo la fresca sombra de las siemprevivas. Allí estaban mis gatos y mis cabras, las abejas, los árboles frutales florecidos, el arroyo, las nomeolvides que había arrancado para mi madre. Amaba todo eso y, por sobre todo, amaba a mi madre.

A pesar de la excitación de la partida, me entristecí. Sentí un ligero temor y cierto presentimiento al mirar el rostro silencioso de mi madre, surcado por cientos de pequeñas arrugas. Algo me resultaba enigmático en su aspecto. Sus ojos expresaban una profunda preocupación, que yo había observado solo dos veces antes. ¿Por qué se la veía tan afligida? Este debía ser un momento feliz. Nos separábamos, sí, pero yo iba camino a un gran futuro y muchos honores, y ella también participaría un día de lo mismo. ¿Entonces?

La primera vez que la había visto así, tan irremediablemente triste, yo tenía unos pocos años. Habíamos estado peleando con mi hermano Sepp, tres años mayor que yo. Él me había estado molestando, como lo hacía bastante a menudo, hasta que perdí la paciencia y comencé a castigarlo en la espalda con mis puños, mientras le gritaba con furia.

De pronto, él se dio vuelta, y me dijo:

–¡Mira, déjate de chillar! ¿No sabes que no eres mi hermana? Yo sí soy hijo aquí, y tú eres una cualquiera, una huérfana. ¡Mi madre no es tu madre!

Lo miré fijo, y le respondí:

–Ahora mismo voy a contarle a mamá lo que has dicho. ¡Ya te arreglarás con ella!

–¡Ve y cuéntale! Es mi madre, no la tuya; tú eres una...

Irrumpiendo en la cocina, abracé a mi madre y me quejé:

–Sepp miente, ¿no es cierto, mamá? Dice que tú no eres mi madre.

Delicadamente, quitó mis brazos de su cintura y, con voz suave, comenzó a decir:

–Marichen, tu hermano dice la verdad. No soy tu madre real. Tu mamá murió cuando eras muy pequeñita. Antes de fallecer, te trajo a mi casa y te puso en el banco de madera junto a la cocina de hierro. Nosotros te adoptamos. Tu papá nunca escribió ni preguntó por ti. La gente dice que se ha casado nuevamente. Así que, tú eres mi hija, Marichen, y yo cuidaré de ti.

–Sepp –dijo, volviéndose a su hijo–, pienso que a Jesús no le agradó lo que has hecho. ¡Fue poco amable de tu parte haberlo dicho así!

Esa fue la primera vez en que mi mundo se hizo pedazos. Me quedé sollozando, hundida en el delantal remendado de mi madre, mientras Sepp abandonaba la cocina, evidentemente avergonzado.

Mi madre me acarició el cabello despeinado, me limpió la nariz y aguardó hasta que cesara mi llanto. Sus ojos me decían que sufría conmigo. Se había posado una sombra en nuestros corazones pero, desde aquella misma hora, la amé aún más intensamente.

La segunda vez que noté agonía en sus ojos ocurrió unos pocos meses antes de mi partida. La guerra había comenzado en 1939, un año después de que las tropas de Hitler ocuparan Checoslovaquia. Todos los hombres jóvenes habían sido llamados a las armas y Sepp, el menor de los varones, tuvo que partir. Todos nos entristecimos, aunque no era la separación, en realidad, lo que más le preocupaba a mamá. Sabía que los hombres debían ir a la guerra. Eso formaba parte de la vida en Europa: el abuelo había luchado en la Guerra Franco-Prusiana; y papá, varios años durante la Gran Guerra. A ella le dolía que su hijo tuviese que matar a otros seres humanos, y temía que Hitler no hiciera excepciones, porque las leyes nazis eran inflexibles. También sabía que ese criterio suyo era considerado peligroso y cobarde, según el juicio del líder del partido en el pueblo. ¡“Heil Hitler” para todo! Era lo único que valía.

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