María Ana Hirschmann - Cuando murieron mis dioses

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Esta es la impactante historia de una hoven checoslovaca, circunscripta a finales de la Segunda Guerra Mundial. En ella se destaca la fuerza y la trascendencia de su fe, inculcada desde niña por su generosa y humilde madre. Al recorrer las páginas de este libro, descubrirás cómo, a lo largo de su huida de un campo de trabajos forzosos y las innumerables peripecias que tuvo que afrontar, encntró un hogar y a un Dios que la protegió a cada instante y le mostró su poder para obrar increíbles milagros.

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¡Quién lo hubiera creído! Unos meses antes, Anneliese, mi amiga, y yo habíamos escrito cartas dirigidas a un “soldado desconocido”. Algún funcionario del Gobierno había iniciado una campaña para que se enviaran más cartas dirigidas al frente de batalla, y había sugerido que se escribiera a soldados desconocidos. Puesto que en el sobre había que especificar que la carta iba al frente y no requería franqueo, la idea había cundido rápidamente. Casi cada persona escribía por lo menos a un soldado desconocido.

Un día lluvioso, mi amiga y yo escribimos una carta, cada una, a un soldado desconocido, a quien imaginábamos apuesto y valiente. Como a mí me encantaban los uniformes azul y oro de la marina, y ninguno de mis amigos había ingresado en la Armada (la elección normal era el SS), dirigí mi coqueto sobre “A un soldado desconocido de la Armada Alemana”. Pusimos las cartas en el buzón, riéndonos de la ocurrencia.

Pasó el tiempo y, como no hubo respuesta, pronto nos olvidamos del asunto. De todos modos, no nos había resultado muy cómodo escribirle una carta a alguien que no la había solicitado. Ese procedimiento no coincidía con nuestro concepto de la etiqueta o nuestro estricto código del orgullo femenino.

Seis meses después, tenía en mi mano la respuesta a mi carta casi olvidada, y mis curiosas compañeras se ofrecían gentilmente para ayudarme a descifrar lo que yo no pudiera leer. Enseguida, me pareció que quien escribía era un hombre bien parecido, inteligente, culto, amigable y digno de confianza. Había enviado la carta desde un campo de instrucción para oficiales, y se revelaba activo y ambicioso. Contesté inmediatamente, y también él.

A medida que nos escribíamos, el marino comenzaba a ocupar un lugar cada vez más especial en mi corazón. Su letra grande, que evidenciaba confianza, ocupaba mucho papel. Sus cartas, por su volumen, pronto fueron bien conocidas por el cartero y nuestra directora. Al principio, ninguno de los dos hizo mención de los sentimientos que lo animaban hacia el otro, pero nos escribíamos cada vez con mayor frecuencia.

Cuánto significaban esas cartas para mí lo vine a saber después de un año. De pronto, no llegaron más. Pasó una semana, pasaron dos, tres, cinco.

Yo esperaba, y me apenaba. ¿Me entregarían un día la última carta que le había enviado con el temido sello Vermisst... ? Escuchaba con ansias las noticias que diariamente transmitía la radio sobre la armada, especialmente las relacionadas con submarinos. Ese año, Rudy se desempeñaba como tercer oficial en uno de ellos, y yo sabía algo de los riesgos que corrían esos hombres.

Las chicas me hacían bromas, divirtiéndose con la tristeza que sentía por un hombre desconocido. Aunque yo lo negaba, no convencía a nadie. Comencé a preguntarme: “¿No estoy haciendo el ridículo? Todo lo que sé de él es lo que me ha enviado en esas abultadas cartas, más una fotografía y unos pocos libros. ¿Por qué me había de preocupar tanto por una persona a la que nunca he visto y que quizá nunca vea, alguien a quien probablemente no le interese nada de mí? O tal vez se interese, como me intereso yo. ¿Por qué escribía tan a menudo, y cartas tan extensas? Quizá su nave se hundió, o simplemente ha decidido dejar de escribir”. Sin embargo, en mi interior sabía que no había muerto, y que algún día nos encontraríamos, en alguna parte. Había llegado a formar parte de mi vida. Debía creer en él y en su futuro.

Cuando después de largas semanas llegó su siguiente carta, la directora esperó hasta después de la cena para entregármela. Yo estaba tan delgada que pensó que me haría bien comer primero para después leer una epístola de veinte páginas.

Abrí el sobre, reprimiendo lágrimas de felicidad y sin hacer caso de las pullas de mis compañeras. La primera lectura de la carta fue rápida; la segunda y la tercera, pausadas y cuidadosas.

Rudy había salido varias semanas en misión de patrulla. En realidad, eran viajes en los que se dedicaban a la piratería. Su carta era un diario y no había podido despacharla durante semanas. Por orden superior, no podía mencionar algunas cosas, pero contaba todo lo permisible. Nunca me interesó saber cuántos barcos habían torpedeado o dónde había operado su nave; deseaba saber de él personalmente. En un párrafo de su carta, decía: “Cuando estoy en el puente durante las largas horas de mi turno de la noche, levanto los ojos y miro las estrellas. Y me pregunto si estarás dormida o mirando las mismas estrellas. Algún día, mi querida corresponsal, vamos a encontrarnos, y estoy ansioso por conocerte”.

Ahora era el momento de hablar con las estrellas nuevamente. ¡Tenía saludos para enviar! En algún lugar del océano, viajaba una pequeña nave. En ella, iba un oficial de ojos castaños y amplia frente. Tal vez miraba las estrellas esa noche, como lo estaba haciendo yo. ¡Cuántos sueños se agolpaban en mi mente! Pero nunca me hubiera atrevido a descubrir mis sentimientos en palabras. Nuestra amistad parecía tan hermosa y frágil que las palabras hubieran destruido su belleza.

En la primavera de 1944, hacía casi tres años que habíamos comenzado a escribirnos, y todavía no podíamos hacer otra cosa que soñar y esperar. ¿Nos encontraríamos alguna vez? ¿Qué íbamos a decirnos?

Como la guerra se agravaba, ese verano nos sacaron de la ciudad y nos llevaron a los montes Sudetes. Los alemanes habían olvidado lo que eran las vacaciones; nosotras, también. Me nombraron supervisora de un grupo de muchachas que debía trabajar en pesadas labores agrícolas. Los hombres que se dedicaban a eso estaban en el frente de batalla. Con desesperación, las mujeres plantaban, cultivaban y cosechaban, mientras aprendían a hacer el trabajo de los hombres, y debían hacerlo más rápidamente.

Nos dolían los brazos de rastrillar, arrancar y levantar desde la mañana hasta la noche. Pero todas entendíamos. La mujer del agricultor ausente, en cuya casa trabajábamos, era suave y maternal, pero se la veía macilenta y agotada. Cada día me ponía algo de comida extra en el bolsillo de mi delantal. Yo trataba de retribuirle mostrándole mi aprecio con un trabajo más diligente. Nos hicimos muy amigas.

El alimento extra, el sol del verano y los largos períodos de ejercicio al aire libre me hicieron muchos favores. No estaba ya tan delgada, y lucía un bronceado saludable. Mi cabello, que lo había usado corto, en un estilo casi masculino, me había crecido hasta pasar los hombros y el sol lo había aclarado hasta dejarlo casi rubio. La guerra parecía algo lejano en nuestro lugar de trabajo. Ninguna incursión de bombarderos turbaba nuestro sueño; solo oíamos el rumor de los bosques. Todas las mañanas los pájaros nos despertaban con sus cantos. El rocío centelleaba como miríadas de diamantes sobre la hierba cuando salíamos para ir a trabajar. Al reunimos junto al mástil para el saludo, nuestras voces repetían el voto con vigor. Era el mejor verano que había pasado durante años; y Rudy aún me escribía largas cartas regularmente.

Una tarde, regresamos de nuestras tareas, nos refrescamos con un baño, nos preparamos para la cena y para la instrucción nocturna. Muchas de las niñas se agruparon en un campo de deportes junto a una compañera con un acordeón. Iban a bailar y conversar un rato. Me había retrasado debido a mis obligaciones directivas, de manera que canturreaba una tonada mientras me pasaba el peine y un poco de crema en mis brazos tostados. No había tenido noticias de Rudy por entonces y trataba, con mucho esfuerzo, de no preocuparme. ¡Casi me disgustaba el hecho de no poder dejar de pensar en él!

Ya era tiempo de regresar a la ciudad. Pronto tendríamos que hacer nuestro equipaje y volver a Praga. ¡Cómo sentía tener que irme! El verano había sido muy tranquilo. Solo tuve algunos roces con una de las directoras, pero, fuera de eso, lo demás había sido un sueño. Lo único que faltaba para que fuese todo perfecto era una visita de... pero, para qué seguir ansiando en vano. Rudy no sería capaz de llegar a ese remoto lugar. (Aunque, quién sabe.)

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