Hitler estaba con nosotros en todo momento, aunque él vivía en Berlín y nosotros en su escuela de Praga. Sus pensamientos se citaban en cada clase. Sus doctrinas constituían nuestro estudio más importante. Su libro se veía junto a la lámpara en cada mesa de noche. Nuestros profesores lo idolatraban. Sin vacilar, habrían dado la vida por él y la Nación. Todos nuestros instructores eran jóvenes, escogidos por su aptitud, su habilidad y su lealtad al Partido. Aunque exigían obediencia y una estricta autodisciplina, eran bondadosos, afectuosos, comprensivos y corteses.
Pero había una profesora a quien amaba más que a nadie –nuestra profesora de música. Delicada, menuda, siempre sonriente, vestida con elegancia; su rubio cabello ondeado enmarcaba un agradable rostro oval. Pero sus ojos eran su principal atractivo –grandes ojos azules, de mirar sincero, firme pero bondadoso y comprensivo.
Una tarde, después de varias semanas de haber estado en la escuela, descubrí por primera vez que la señorita Walde era extraordinaria. Habíamos tenido un día difícil, con muchos exámenes. Se había probado nuestra resistencia, como sucedía a menudo, hasta el límite mismo. Nuestra última prueba había sido planeada para llevarse a cabo en el aula de música, y hacia allí marchamos, sintiéndonos agotadas y nerviosas. Mis compañeras me incitaron a que fuera la primera en rendir la prueba oral. Acepté, y me dirigí sonriendo con una mueca hacia el gran piano. El sol de la tarde se derramaba a través de las ventanas y salpicaba de oro a mi profesora, al instrumento y a la mullida alfombra oriental que yacía en el piso. El aula, revestida con paneles oscuros, parecía polvorienta y calurosa. La profesora me pidió que le cantara una pieza folclórica alemana que habíamos aprendido hacía algunos días. Yo había supuesto que me pediría alguna cosa difícil, y su sencilla exigencia me turbó completamente. Me llevé las manos a la cara y estallé en lágrimas. Antes de que pudiera reaccionar para componerme, todo el grupo de alumnas sollozaba conmigo. Nadie sabía lo que ocurriría al instante siguiente.
Sorprendida, la profesora giró en el banquillo del piano. Sonrió amigablemente. Luego, del bolsillo de su vestido, sacó un pañuelo blanquísimo y me lo alcanzó. Sumamente incómoda por mi conducta, sequé mis lágrimas. Aunque había buscado mi pañuelo, no pude dar con él.
Cuando nos compusimos, ella se puso de pie y rio con dulzura. Entonces, dijo:
–¡Pueden retirarse! Vayan a caminar, hagan lo que quieran y vuelvan a tiempo para la cena.
–Pero ¿y nuestra prueba de música? –pregunté tartamudeando–. ¿Hemos fracasado todas?
–Oh, no –respondió con aire confiado–. Pasaron todas. Ahora vayan y relájense. Otro día continuaremos con las pruebas.
Gritando Dankeschön [gracias], salimos a escape del aula para caminar en la tarde soleada. Me separé del grupo y fui a mi rincón favorito. Era un banco blanco situado entre grandes plantas de lilas. Aunque estas no estaban florecidas, me agradaba ese lugar porque se hallaba oculto y lo consideraba como algo íntimo.
Siempre que necesitaba estar a solas con mis sueños o mis problemas, iba a “mi” banco. Tratando de poner orden en mis revueltos y confundidos pensamientos, eché una mirada al finísimo pañuelo blanco que aún apresaba en mi mano tensa y recordé la última hora en el aula de música. ¡Qué profesora! ¡Qué buena y noble había sido! ¡Qué comprensiva y generosa! ¿Cómo haría para mostrarle mi gratitud? Yo sabía lo que me diría.
“Hansi –me llamaría por mi apodo–, sé pura y limpia, y pon tu vida al servicio de los demás, de nuestro Reich y del Führer ; esa será una recompensa más que suficiente para mí, como profesora tuya”.
Sí, yo haría lo que ella esperaba de mí. Trataría de ser como ella, firme y delicada. Sus ojos azules me fascinaban. Tenía la impresión de haber visto esos mismos ojos antes de haber venido a Praga. ¿Dónde? Y eran ojos que yo amaba y respetaba. ¿Dónde los había visto antes?
A medida que pasaba el tiempo, se desarrolló entre nosotras una silenciosa amistad. Ella no podía manifestar preferencia por ninguna alumna –hubiera sido incorrecto–, pero ambas sentíamos que éramos la una para la otra. Yo estudiaba mucho para cada materia, pero estudiar música con ella era un privilegio, no una carga. Me abría un mundo nuevo. Con boletos gratuitos que me consiguió, pude asistir a conciertos y óperas. Me prestaba sus libros. Me ayudaba en mi comportamiento en el escenario cuando debía cantar solos. Me enseñó los rudimentos de la dirección coral. Sus ojos azules aprobaban, rechazaban, animaban y estimulaban. Pero había una duda en mi mente, que cada día me dejaba más perpleja.
Entre otras materias, diariamente dedicábamos un período al “estudio del semitismo”, que enseñaba un joven oficial SS, incapacitado en el frente de batalla. Todos los días, martillaba sobre nuestras mentes con la historia de los judíos según la versión del Partido Nazi. Se valía del periódico antisemita Der Stürmer ; del libro de Hitler, Mi lucha ; y aun de la Biblia, para construir sus argumentos contra los judíos, afirmando que el destino de ese pueblo era la extinción.
Yo escuchaba con muchísima atención, mientras en mi corazón rugía la batalla. Había sido enseñada en la Biblia, en la oración y en la fe en Jesucristo. Nunca había oído que alguien pusiera en tela de juicio esas cosas. Ahora, al oír las razones convincentes de ese profesor, estaba confundida. Algo estaba errado en él o en mí. Me sentía intranquila e incómoda cuando trataba de pensar en ese asunto. La señorita Walde notó el estado en que me hallaba y levantó sus cejas en silenciosa interrogación. Yo moví la cabeza negando; no podía hablarle de eso. Me resultaba tan doloroso que no iba a abrirle mi corazón para que viera la tormenta interior.
A la noche me acosté apenada y, desde mi cama, observé las estrellas por la ventana. Esa había sido mi diversión favorita, cuando mis compañeras de pieza me rogaban que les cantara cada noche. Nos ayudaba a dormirnos más tranquilas, y quizás a dormir la noche entera. Con frecuencia debíamos levantarnos cuando sonaban las sirenas de alarma contra ataques aéreos. Era parte de nuestra vida.
Yo acostumbraba orar antes de ir a dormir. Mi madre me había enseñado que orar es como hablar con Jesús. Pero Jesús de Nazaret había sido judío, y el pueblo judío estaba condenado. ¿Por qué el Hijo del Dios eterno tuvo que ser judío si esa gente era tan mala? ¿No mostraba eso poco juicio de parte de Dios? Siendo Dios omnisapiente, ¿no vio que eso estaba errado? ¿Podía un moderno estudiante nazi orar todavía a ese judío, Jesús, sin violar nuestro código de vida?
Comencé a adelgazar. La comida no era abundante y estaba racionada. Pero aun escasa, no me sabía bien, y muchas veces les daba parte de la ración a mis hambrientas compañeras de cuarto. A menudo podía sentir posados sobre mí los escrutadores ojos azules de mi profesora de música, pero no me atrevía a mirarla.
Una tarde en que disponía de unos pocos minutos libres, fui hasta mi rincón favorito. Cuando llegué al banco, encontré allí a mi profesora. Se la veía más seria, y su sonrisa ocultaba una pena. ¡Todas sabíamos por qué!
Estaba comprometida con un oficial SS. Había visto su fotografía varias veces en la habitación de ella. Era un hombre alto, elegante, de ojos brillantes, cabello rubio ondulado y enigmática sonrisa. Había estado apostado en Praga varios meses, pero debió partir hacia el frente ruso. La señorita Walde esperaba una carta, y todas la esperábamos con las mismas ansias de ella.
Su eficiencia y buen trato eran los de siempre, pero sabíamos que había lágrimas ocultas detrás de su sonrisa y su autocontrol.
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