Después de volver a ser invisible subí las escaleras y me dirigí directo a mi habitación, en la que lo primero que hice fue arrojarme en el sofá del ventanal y envolverme en mi manta favorita. Hacía frío. Thomas no había podido elegir un día con mejor clima para engañarme. Saqué una bolsa de gomitas dulces de la mesa de noche y empecé a comerlas mientras borraba todo rastro de Thomas en mi celular. Para cuando los invitados comenzaron a llegar y se hizo la hora de arreglarme, ya no había recuerdos de él en su memoria.
Tampoco en la mía.
Estaba segura de que Sierra se había acostado con él porque yo lo tenía y porque era el número uno de Cornualles después de mi hermano, así que me vengaría de ambos encontrando al número uno de un sitio más importante que este diminuto mundo de niños ricos y patrimonios familiares.
Nathan
—No debería beber más —comenté—. No me pases más whisky, por favor.
Se suponía que venía para ponernos de acuerdo con el diseño de las nuevas etiquetas que decorarían sus botellas de vino para la próxima edición especial que lanzarían en unos meses; en cambio, estábamos en una recepción con los hombres del mundillo del licor y sus familias adineradas. Siempre estaba bien con estas fiestas si me brindaban la oportunidad de ampliar mis negocios, pero este no era el caso. La gran mayoría trabajaba para Lucius van Allen, el padre de Loren y mi socio.
—Entonces no lo hagas. —Se encogió de hombros desabrochándose el nudo de la corbata con arrogancia—. No sé si no te has dado cuenta, pero no estoy apuntándote con una pistola cada vez que aceptas una copa. No me eches la culpa de tus acciones, hijo. Aprende a asumir tus responsabilidades.
Puse los ojos en blanco.
—Tenemos la misma edad. No me llames así.
—Pues no lo parece. —Le dio un sorbo a su trago—. Mojigato.
Inconscientemente cerré mi puño libre para estamparlo contra su rostro, lo que no hice por el rugir de mi estómago y el hecho de que si lo hacía perdería a uno de mis mejores contratos. Loren sonrió intuyendo mi intolerancia a los condimentos.
Putos canapés.
—Voy al baño. ¿Dónde está?
La combinación de alcohol y otros hacía mella en mi sistema. Las náuseas estaban empezando. Joder con los Van Allen y su extravagancia hasta en la comida, ¿no podían conformarse con ofrecer una bandeja de sándwiches de jamón? Hasta aceptaría que usaran fiambre de cerdos voladores.
—¿Puedes indicarle dónde está el baño? —le pidió con una ternura no habitual en él a una bonita morena que pasó frente a nosotros, la cual detuvo tomándola del brazo.
Ella hizo un mohín.
—No, lo lamento. —Se desprendió del agarre de Loren—. Una de nuestras invitadas rompió bolsa. Tengo que ir a cerciorarme de que está todo bien. Mamá está ocupada intentado encontrar a Rachel. Ha estado buscándola por horas para presentarle al hijo de un diplomático, jugando a la casamentera ahora que terminó con Thomas.
Loren hizo una mueca.
—Te acompañaré.
La morena me echó un vistazo de reojo.
—¿Qué hay de él?
El hijo de mi socio se encogió de hombros.
—Estamos trabajando en hacerlo más responsable de sus acciones. —Me ofreció una sonrisa burlona—. Podrá manejarse solo por unos minutos, ¿o no, hijo?
Asentí, a lo que ambos se marcharon. En mi estado de embriaguez no pude hacer más que dejar con cuidado la copa en el borde de la baranda del balcón, acción que tomó casi dos horas, e ingresar a la casa ignorando el sonido del cristal que se rompía y el grito que le siguió, que venía desde abajo.
—¿Dónde está el baño? —interrogué a la primera persona que se me cruzó.
La mujer rubia me observó como si fuera un mono de feria, lo cual no me importó, y susurró algo en el oído de su amiga. Las dos me señalaron un par de puertas blancas al final del pasillo. Al llegar descubrí que ambos servicios estaban ocupados y maldije.
—¿Te puedo ayudar en algo? —preguntó una dulce voz a mis espaldas.
Cuando me di la vuelta, sentí un golpe en mis pelotas.
El cabello negro se rizaba a la altura de su cintura y contrastaba con la palidez de su piel. Impresionaba cómo su figura curvilínea encajaba a la perfección en la pieza de satén azul que era su vestido, color que a su vez resaltaba el gris de sus ojos, que me recordaban las tormentas, eran de la misma tonalidad que adquirían las nubes. El rostro de aquella mujer también era una obra de arte; labios rojos y carnosos, pestañas largas que impactaban con sus mejillas, hoyuelo en la barbilla, nariz respingona y cejas perfectamente arqueadas.
No podía creer que tanta hermosura estuviera frente a mí.
—Necesito ir a un baño —mentí.
Lo único que necesitaba era descubrir si la textura de su mejilla era tan suave y cálida como se veía y repetir la operación con cada centímetro de su cuerpo.
La lindura señaló las puertas tras de mí.
—Ahí están.
—Ocupados.
Pensó tanto antes de volver a dirigirme la palabra que creí que no lo haría de nuevo. En ese intervalo no perdí el tiempo, evalué e imaginé el tamaño de sus pechos. No me quejaría si llegaban a llenar mis manos. Sin embargo, al recordar aspectos de mi vida, me reprendí. Las tetas que me importaban eran las de Amanda, ninguna más.
No tardé en olvidarlo de nuevo.
—Ven conmigo —ordenó dándose la vuelta para brindarme la visión de su trasero.
Su vestido tenía corte en la espalda, pero su piel estaba cubierta por una melena oscura. La seguí, embobado, a lo largo de un interminable pasillo.
—¿Qué es esto?
—El cuarto de huéspedes. —Cerró la puerta de la habitación y pasó el pestillo, encerrándonos con una expresión maliciosa—. Aquí hay un baño.
Fue mi guía hasta que me empujó a un sanitario privado. Me situé frente al lavabo de mármol y me limpié el rostro. Las ganas de devolver la cena habían mitigado desde que más de tres cuartos de mi atención estuvieron sobre la morena. Mientras buscaba borrar con agua y jabón la cara de idiota que tenía, un trueno resonó en el exterior. Giré el rostro justo a tiempo para ver cómo pegaba un brinco que consiguió torturarme con el bamboleo de sus senos. Estaba tan bebido que mis prejuicios se distorsionaban. En su lugar la imagen de ella sobre el lavabo, abierta de piernas y conmigo incrustado en su ser se hacía cada vez más nítida; no importaba quién me esperaba en casa.
Hice una laguna entre mis manos y me sumergí en ella por pecador.
—¿Te sientes bien?
No sabía si fue la genuina preocupación que brillaba en su mirada o su acercamiento, pero tal intimidad me empezó a impacientar. Ahora mi mareo era por su presencia y el aroma a melocotón que la caracterizaba, así como su aparente inocencia. Parecía no darse cuenta de los efectos que producía en mí, aunque podría estar sucediendo justo lo contrario, saberlo muy bien y sacar provecho de ello.
De nuevo hubo un borrón de pensamientos, pues se movió hasta quedar a tan solo un paso de mi alcance. Estuve a punto de hacer la señal de la cruz para enviarla lejos, para distanciarme de la tentación.
—Aléjate —dije.
—¿Por qué? —Mi intento de apartarla solo la atrajo más—. ¿Hay algo que pueda hacer para que te sientas mejor?
—No. —El pervertido dentro de mí hacía movimientos de empuje con sus caderas mientras asentía—. Gracias por traerme aquí. Pero tengo que...
Repentinamente las luces se apagaron y nos dejaron a oscuras. De inmediato soltó un grito. Por instinto acaricié su antebrazo para transmitirle calma. Mis sentidos se perdían poco a poco en ella. El oído al escucharla por primera vez preguntándome si me podía ayudar en algo, la vista al descubrir lo hermosa que era, el olfato al percibir su aroma a melocotón y el tacto justo ahora, hallando suave su piel, lo que me llevó a preguntarme si pasaría lo mismo con el resto de su cuerpo.
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