—Joder, Dios… Supongo que eso le puede pasar a cualquiera de los que trabajamos en estos sitios. Las ovejas son unas cabronas de lo más inestables. No son leales, no como los perros. —Me entrega el cigarrillo liado. Primero, enciende el mío y, luego, el suyo. Entrechoca su lata con mi taza con delicadeza para brindar—. Por el tío…
Hace una pausa para que pronuncie su nombre.
—John —digo el nombre de mi padre, un nombre que siempre me pareció demasiado elegante y europeo para él.
—Por el tío John.
Apuramos nuestras bebidas y regresamos a la mesa.
Clare está tomándole el pelo a Bean. Le pone motes estúpidos que no significan nada pero que hacen que sus pálidas mejillas enrojezcan, como si su verdadero nombre no fuera lo bastante horrible ya de por sí. Lo llama «Pelotas de hielo», «Teta pasada», «Coño llorón». No para de darle la lata, pero resulta bastante divertido.
—Vamos, Dolor de pelotas —dice Clare—, enséñanos dónde escondes la polla. —Clare toma un taburete frente a mí y le indica que se siente—. Vamos a ver si eres capaz de ganar a la marimacho esta.
La mayoría de los hombres se ríen, pero no todos. Bean y yo intercambiamos una breve mirada en silencio. Me gustaría que esto no ocurriera y, cuando Bean se sienta delante de mí con una determinación etílica en los ojos, se me ocurre de repente que, si lo dejo ganar, quizá no se metan tanto con él. Pero no voy a hacerlo; lo sé en cuanto coloco el codo sobre la mesa. Bean tendrá que arreglárselas solo; puede que sea pequeñito y torpe, pero yo soy una mujer en una finca ovina. Nos agarramos las manos, colocamos los codos para algarabía del personal y, entonces, empiezan las apuestas. Cruzo la mirada con Greg, que me sonríe, sosteniendo un billete de veinte dólares. Veo que el bíceps blanco de Bean se hincha como una patata nueva y todo el mundo empieza a gritar la cuenta atrás. El chaval enrojece y adquiere una expresión iracunda, los labios se le despegan de los dientes. No va a ser pan comido. Tiene algo de fuerza, pero, principalmente, es la fuerza que confiere el miedo, como cuando a veces se oye que un crío ha levantado un camión de encima de sus padres. Nuestros puños se bambolean en el centro, pero, enseguida, Bean agota toda la confianza que tenía en sí mismo. Veo su cara cubierta de sudor; está cansado y tiene ganas de tirar la toalla. Empiezo a empujarle el brazo hacia abajo y en su rostro se refleja una enorme decepción. Creía que, en esta ocasión, los hombres lo alzarían en hombros y que su personaje de película se volvería más fuerte de lo que parecía, pero, cuando estoy a punto de ganarlo, ya no tiene manera de recuperar la desventaja. Le empujo el brazo contra la mesa y todo el mundo silba y grita. Bean deja caer la cabeza sobre su brazo agotado.
Más tarde, cuando ya estoy borracha y Bean ha quedado relegado al final de la mesa, donde Denis le pregunta cosas de vez en cuando y no escucha la respuesta, Greg se sienta frente a mí y me ofrece su enorme brazo. Me echo a reír y él también rompe a carcajadas. Levanto el brazo a modo de respuesta, como si estuviéramos a punto de pelearnos, pero solo nos damos la mano.
—Eres una mujer fuerte —dice.
Por la mañana, despierto rodeada por los brazos de oso de Greg. Contengo el aliento y cuento hasta cincuenta. «Vale», me digo, «vale», y echo un vistazo a todo mi cuerpo, de los pies a la cabeza. Siento calidez y no me duele nada excepto el cuello, algo tenso porque estaba descansando sobre su brazo. Su olor es una mezcla de lanolina y whisky que ha exudado durante la noche.
Amanece. No tardará en sonar el gong que anuncia el comienzo de la jornada en la granja. Tengo resaca y, mientras el alcohol se desliza todavía por mis tripas, intento levantarme lentamente de la cama. Estoy sentada y a punto de conseguirlo cuando Greg se incorpora, ruge como un león, me agarra por la cintura y me obliga a tumbarme de nuevo en la cama mientras me aprieta con fuerza y gruñe contra mi cuello. Tardo unos segundos en darme cuenta de que es una broma y me río.
Al igual que las otras veces que ha ocurrido, el resto del día nos miramos de vez en cuando, medio a escondidas, y me preocupo, me siento bien, me pongo enferma y tropiezo. Es sencillo de una manera que no creía posible. Cuando hacemos una pausa para fumar, se sienta frente a mí en el banco y me roza la rodilla por debajo de la mesa. Entonces, levanto la mirada y me guiña el ojo. Ha llegado a un punto en que, cuando me toca, no pienso en apartarle la mano e incluso me sorprendo a mí misma porque, cuando paso por su lado y se está lavando las manos en el cubo de agua, inclinado, le doy una palmadita en el trasero sin poder contenerme. Se pone en pie de un salto y me ofrece una sonrisa que fragmenta su cara. Me gusta su cara; es ancha y tiende a tener una sonrisa dibujada en ella.
Clare no aparece durante la hora de la cena. Lo veo en la cabina telefónica que hay detrás de la cabaña. Asiente y me mira de un modo que no me gusta. Se da la vuelta y da por finalizada la llamada. Doy un largo trago a mi bebida y me siento mejor. Solo es paranoia, y quizá no debería beber tanto.
—¿Con quién hablabas? —le pregunta Greg cuando vuelve a la mesa.
No suele llamar por teléfono, ninguno de nosotros lo hace, con excepción del pobre Bean, que echa de menos a su novia de dieciséis años, que vive en Rockhampton.
Clare está animado.
—Con Ben, que quería decirnos lo gilipollas que es. Parece que le gusta la universidad. La próxima vez que lo veamos será rico y tendrá aire acondicionado.
—¡Ja, ja! —se ríe Greg.
—Capullo —dice Connor.
Clare me mira y sonríe. Me remuevo en el asiento, inquieta.
Bean se sienta lejos del resto. Greg pasa por delante de él y deja una lata de cerveza frente a él sin decir nada. Al chico se le ilumina el rostro y parece incluso feliz mientras mastica un trozo de carne y bebe cerveza.
Más tarde, Clare está de peor humor porque ha bebido y hasta Denis se lo pasa bien chinchándole.
—Estás echando un poco de barriga —dice, y le apunta al estómago con un dedo huesudo—. ¿Eso no te resulta un inconveniente en el dormitorio?
—Que te jodan, viejo imbécil —contesta Clare, pero Denis suelta una risita y le brillan los ojos. Es demasiado mayor como para meterse con él y, por eso, Clare se vuelve hacia mí y añade—: Qué cosas, los marineros no quieren mujeres en los barcos porque dicen que traen mala suerte. Que si llevan a una mujer vestida a bordo atraen la furia de los mares.
Me pongo rígida y miro directamente a Clare, pero él me evita. Sé que parece que estoy a punto de pelearme con él y noto que el corazón me late a un ritmo frenético.
Se toma el resto de su bebida de un trago.
—No está bien, ¡no está bien! —grita—. En tiempos de mi padre, no lo habrían tolerado.
—No sé —contesta Greg—. Tu padre te puso nombre de chica. Quizá era un tipo más progresista de lo que piensas.
Todo el mundo se ríe un poco.
Clare está rojo como un tomate y Greg sonríe mientras da un sorbo a su bebida. De pronto, Clare se levanta y se tambalea sobre el banco.
—Sois todos unos putos maricas —suelta antes de adentrarse en la noche.
Greg respira como un buque cisterna a mi lado y redacto un contrato mental con mi padre. Esto no puede durar mucho. Seguiré moviéndome y, a cambio de eso, él pasará a formar parte de mis nuevos recuerdos, al menos durante un tiempo. Ahora mismo, solo existe de la misma manera que el dinero que tengo en mi cuenta bancaria. Puedo mantenerlo cerca porque aquí todavía no hay nada que me conecte con ese momento, con esas personas, a excepción de las marcas que tengo en la espalda, que ya han cicatrizado lo bastante como para hacer creer que son hijas de un pasado que ya no volverá.
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