Cuando los pájaros
cantan en griego
Aida Míguez Barciela
ISBN: 978-84-16876-22-8
© Aida Míguez Barciela, 2017.
© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2017
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Sobre el autor
Aida Míguez Barcielaes doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos. Es autora de La visión de la Odisea (2014) y Mortal y fúnebre. Leer la Ilíada (2016).
Índice
I I
La frialdad de Balzac
Inmoral y divertida
Paneles kafkianos
Robinson Crusoe, o por qué es tan odioso el hombre moderno
Swift, o los límites de la razón moderna
Henry James y el problema de la vida propia
Las mujeres de Defoe
II
Troya es un recuerdo
Coger la vida al vuelo
La verdad yace en el fondo de un pozo oscuro
Abismo fue esa cima
De enebros y dunas
Dornröschen o una excusa
Los buenos siempre lloran
Extremadamente clínica
Adherencias
Indecente Hardy
Retrato de una dama o un intervalo cualquiera
III
Amor sin pasión
La heroína íntegra de Jane Austen
Una chispa en el espacio
Mr. Singer o el hechizo del silencio
El puñal de Henry James
La vida y el arte
La crueldad de Mishima
El soborno de la tierra
Odi et amo
La brizna y la muerte
Querido Tadzio…
La espera de un paisaje
Bosques, raíces, lluvia, ríos, montañas
Cuando los pájaros cantan en griego
Referencias
Nota
La mayoría de estos ensayos fueron publicados originalmente en una revista digital entre los años 2010 y 2015. «Troya es un recuerdo» fue leído en Barcelona en dos ocasiones (octubre de 2010 y junio de 2013).
But a literary critic should have no emotions except those immediately provoked by a work of art —and these are, when valid, perhaps not to be called emotions at all.
T. S. Eliot, The Sacred Wood
I
La frialdad de Balzac
Cualquier lector de Nietzsche se da cuenta enseguida de que la prima Bette es el retrato consumado de lo que este pensador llama el «espíritu de venganza». En ella están la maldad de los débiles y los desfavorecidos, la envidia de los deformes y los lisiados, el odio de los impotentes y los infelices. En ella está el rencor de la criatura incapaz de olvidar todas las cosas malas que le hicieron de pequeña, así como la astucia y el espíritu taimado que desarrollan siempre los pobres y los resentidos, que nada podrían lograr de otra manera. Todas las acciones que Bette emprende en la novela tienen su origen en el hecho de que, mientras su prima Adeline disfrutaba de mil privilegios por ser bonita, a ella le ordenaban cavar el jardín y trabajar para vivir, pero no para vivir a lo grande, como lo hizo durante algún tiempo Adeline, quien de campesina se convierte en baronesa, sino para vivir en la pobreza y en la oscuridad completamente sola. No, la prima Bette no podía digerir ser la prima Bette, relegada siempre en un segundo plano, y es justo la mezquindad que supura su alma herida, es el odio a todo lo que no es tan pequeño y desgraciado como ella, el brazo gigantesco que empuja la novela. Balzac nos dice, como Nietzsche: no temáis a los fuertes y los orgullosos; no os inquieten los felices, que no pondrán sobre vosotros jamás su mano, pues nada necesitan. Temed a los pequeños, a los infelices. Temed a los débiles. Temed a todos aquellos a los que la vida se les atraganta. Temed a los que han sido heridos y no han podido olvidarlo. No son las existencias favorecidas; son las vidas envenenadas las que amenazan con envenenar y aniquilar las otras.
Ahora bien, precisamente por ser lo que es (la virgen impotente y desfavorecida), la prima Bette necesita aliarse con un contrario poderoso si quiere hacer añicos a los bellos, buenos y felices, y este contrario suyo no es otro que esa ramera burguesa, casada y de lujo llamada Valérie. Ahí está la espantosa meretriz, como una mantis al acecho; la prima Bette será quien conduzca a su guarida uno tras otro los bichitos masculinos para que se los coma, incluido su querido conde polaco, pues la familia Hulot se lo ha arrebatado de las manos tal como el rico que tenía mil rebaños arrebató el cordero único al pastor pobre. O así lo piensa Bette.
Por lo demás, el conde Steinbock es un joven escultor que sucumbe demasiado pronto a las tentaciones que acechan siempre la existencia del artista: el conde posee grandes talentos, pero ninguna constancia; tiene grandes ambiciones, pero ningunas ganas de trabajar de firme. Wenceslas es en La cousine Bette lo que Lucien era en las Illusions Perdues: el contrario interno del artista verdadero, ese animal feroz que no suelta nunca su presa, ese monomaníaco que lo desprecia todo excepto una sola cosa. El artista auténtico es un látigo despiadado restallando cada día en un taller, en un escritorio, en un antro cualquiera. El artista genuino es ese para quien la palabra «mañana» no existe, pues la urgencia de la obra dice siempre ahora, hoy, ahora. El artista no es simplemente un individuo que tiene grandes talentos, sino, sobre todo, quien posee la energía y la determinación para lo grande. Lucien, Steinbock y los demás ven en su cabeza el objetivo, pero carecen del arrojo y el coraje necesarios para ponerlo en obra.
Así pues, para consumar su venganza de Adeline, que le empañó la niñez, y de Hortense, que le quitó su consuelo polaco, la virgen se alía con la cortesana burguesa, lo cual no solo da rienda suelta a su odio inveterado, sino que además le procura una bonita renta, pues (Balzac lo sabe bien) la Virtud viste andrajos y el Vicio púrpuras, la Probidad duerme en las chabolas y la Indecencia en los palacios. ¡Esto es París!, le dice la cantante a un Hulot en bancarrota, destructor de su propia familia, tres veces asesino, corrupto, lascivo y malversador, cuyo nombre no es sino una cruel ironía (Héctor nunca traicionaría a Andrómaca). ¡Esto es París, una nueva Nínive, una nueva Babilonia!
Pero Balzac no pierde el tiempo preguntándose por qué tiene el Vicio que ser rico y la Virtud pobre; no parece quejarse demasiado porque la Belleza resulte ser una horrible cortesana y la Fealdad una erinia enloquecida, pues lo suyo es un estudio fidedigno (el «documentado y estremecedor estudio de las costumbres parisinas»), y además, según parece, ya tiene las respuestas. Horace Bianchot, el médico ubicuo, afirma que «ese mal tan enraizado» viene de «la carencia de creencias religiosas y de la invasión de las finanzas, que no son sino la consolidación del egoísmo. Antaño, el dinero no lo era todo; se admitía que existían cosas superiores y se les concedía prioridad. Se valoraban la nobleza de carácter, el talento y los servicios prestados al Estado; pero, hoy en día, la ley ha convertido el dinero en el patrón de cuanto existe». La sociedad lo perdonará todo; perdonará la ingratitud, perdonará la mendacidad, el robo y el asesinato, siempre y cuando el capital haya crecido lo bastante para comprar un asiento de prestigio entre los poderosos.
Así es «la moralidad de la época»; así es «el orden social de nuestro tiempo».
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