Aida Míguez Barciela - Cuando los pájaros cantan en griego

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Aida Míguez Barciela explora la literatura evocando a la vez problemas fundamentales en la historia de la filosofía: los límites de la razón en la interpretación de Swift, la relación del capital y la moral en las novelas de Balzac y Defoe, la cuestión de la libertad del individuo en las lecturas de Kafka y Henry James, así como el problema del arte y la vida en Thomas Mann y Yourcenar. Con un estilo personal y al margen tanto de los trabajos puramente académicos como de la crítica literaria más convencional, Cuando los pájaros cantan en griego incluye también ensayos sobre Virginia Woolf y Jane Austen, Melville y Mishima, Tolstói y los poemas homéricos, así como sobre otros autores que solemos considerar «clásicos».
"Quizá no sea casual que el mensaje terrible de las cosas lo canten pájaros, seres de aire, ni que llegue precisamente en griego a sus oídos".

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Así es París, donde quien más y quien menos mataría a su madre por un puñado de perlas, y no porque las perlas le importen mucho en sí mismas, sino porque esa es la manera de quedar por encima de la rival de turno. Así es el mundo que Balzac ausculta como un médico ausculta el pecho sibilante de un tísico: no hay nada que esté por encima del dinero. El dinero es el síntoma y es la enfermedad, y el diagnóstico del médico resulta del todo inequívoco: ese mundo en el que campan a sus anchas los corruptos y los sobornados, la concusión y el lenocinio, ese mundo ya está muerto, y lo único que queda todavía por hacerle es firmar el certificado y empezar la autopsia. Y para eso, naturalmente, se necesita dureza, se necesita frialdad, pero no la dureza de una Bette que se resarce arruinando a su familia, lo cual no es más que la forma postrera de la degradación (quien sufre al calor de la desgracia es noble todavía, quien se ha vuelto ruin porque ha sufrido es otra criatura abyecta arrojada al vertedero que compone el mundo), sino la frialdad del que ha sufrido mil penas, mil catástrofes y mil desilusiones sin haberse vuelto por ello infame y mezquino.

Inmoral y divertida

Vanity Fair deja claro desde el primer momento que Becky Sharp es una mujer tan inteligente como sinvergüenza: fascinante, seductora, irreverente, encantadora, astuta, quizá también malvada. Sea como sea, lo cierto es que empezamos la lectura (en la medida en que no tenemos conocimiento previo de la trama) con la curiosidad despierta: deseamos saber cómo se producirá (si se produce) la condena moral de la protagonista, pues si Vanity Fair se presenta en efecto como A Novel without a Hero, no es porque en ella no haya un héroe definido, sino porque los candidatos a héroes no están a la altura, y Becky Sharp no es obviamente una heroína.

No es una heroína. Becky avanza flamante por la ruta de la estafa y la frivolidad, aventajando en astucia y villanía a todos los que la rodean, hasta tal punto que su marido —militar, jugador, duelista y pendenciero— parece un santo a su lado. Pero no nos engañemos. La sátira no recae sobre Rebeca; la sátira recae sobre la sociedad en su conjunto. Rebeca es simplemente el pez que mejor nada en esas aguas ponzoñosas que forman la charca (la feria) de las vanidades. La feria misma es la auténtica protagonista, la verdadera heroína de la novela de Thackeray, y, evidentemente, hablar en términos de feria ya es satirizar. Por eso si Rebeca es una harpía, una oportunista y una depravada —y nadie duda ni un instante que sea todas estas cosas—, entonces una harpía es la reina indiscutible en este mundo de vanidad.

Ahora bien (y esto es importante), Becky no podría ser jamás la figura dominante de la feria si no fuese por la propia mezquindad y la propia vanidad de los participantes. Son las propias faltas, las manías, las obsesiones y las ambiciones de la gente que pulula a su alrededor eso que Rebeca explota hábilmente para lograr sus fines. La presunción de Sir Pitt, la flaqueza de Lady Jane, la boba admiración de su marido no son debilidades suyas, son las debilidades de la gente, y lo que hace Becky es poner todo eso a su servicio. Porque así son las cosas. Después de lamentar con alguna trillada frase hecha la muerte de la vieja tía de turno los personajes llenan sus estómagos con asado de cordero y vino de clarete. Nada perturba su apetito. Nada les impide dormir. Así que si Becky es inmoral, por lo menos es divertida, mientras que los habitantes de la feria no solo son inmorales, también son insulsos y fariseos, tal como demuestran (el novelista lo demuestra) sus jamás perturbadas ganas de comer y de beber a las correspondientes horas, pase lo que pase y muera quien se muera.

Cuando Rebeca le descubre a Amelia quién era realmente su marido (sin andarse por las ramas, sin emplear palabras dulces) no podemos dejar de pensar: bien dicho. Es divertido que el narrador nos permita reírnos de esa pobre niña tonta llamándola al final de la novela «tierno y dulce parásito». Porque Becky podrá ser una mujer falsa y sin escrúpulos, podrá ser una víbora astuta, pero es con Becky con quien preferiríamos pasar la tarde o la noche; es con ella con quien preferiríamos reírnos, de ningún modo con sus víctimas (no con la insípida y simple Amelia), que además parecen estar pidiendo a gritos ser descuartizadas. Nadie se libra de la sátira. Ni siquiera el mayor Doblin, quien tiene sin embargo las dos cosas, tanto corazón como intelecto, puede evitar ser el blanco de la crítica, pues en el fondo es tan hipócrita y tan vano como los otros, por más que en la novela se diga que no recurriría jamás a la mentira aun cuando le beneficiase.

Becky no es la condenada, sino el mecanismo del que la novela se sirve para condenarlo todo. Es ella quien permite que la caricatura sea tanto más mordaz, la sátira tanto más merecida. No en vano el novelista la retrata no solo como una mujer inteligente y bien informada de la realidad del mundo en el que vive, sino también como una gran actriz, una gran imitadora cómica (los estudiantes alemanes se ríen de sus imitaciones). Ella es el alma misma de la novela, su espíritu satírico y ridiculizante. Por eso no nos extraña que el momento climático en la carrera de esa genialísima embustera y tremenda comediante se sitúe justo en el contexto de la representación de una obra dramática. Becky representa a Clitemnestra (¡a quién si no!), la despiadada mujer de Agamenón, la esposa sin escrúpulos, la madre-anti-madre, la temible asesina, que no vacila en agarrar el acero con sus manos cuando al pobre varón que tiene por amante le tiembla vergonzosamente el pulso.

La Gran Farsante es desenmascarada en una repulsiva escena de adulterio en la que el antiguo canalla representa el papel de puro y honesto marido. Como ocurre siempre, la ambición ha llegado al tope de su borrachera; la piel de la rana se ha tensado demasiado, se ha vuelto transparente, y Rebeca termina más o menos allí donde empezaba. Pero la caída no es sino una bufonada, pues es ahora cuando Rebeca es más realmente ella misma: una pícara bohemia y vagabunda, sin amigos ni familia, sin dinero, vestida con un vestido viejo y mucho colorete, pero sin rastro de amargura, sobrellevando su suerte con una carcajada.

No, pensamos, Thackeray no castiga a esa Calculadora Nata que es Rebeca Sharp, sino que la deja bastante bien situada al final de su novela. No podía ser de otra manera. Becky era la Gran Nadadora, la Gran Seductora, la Gran Feriante, la Reina de esa feria que en realidad es mercado. Pues si comportarse bien —pensaba Becky— depende de tener suficiente dinero en el bolsillo o, en su defecto, crédito suficiente, entonces quizá sea mejor dejar la bondad para otro momento.

Paneles kafkianos

En Der Verschollene el protagonista es transportado de un espacio a otro como si de diversos paneles en un videojuego se tratase. Cada panel tiene un escenario diferente, un ambiente diferente, unos personajes diferentes, pero unas reglas de juego extrañamente similares. Primero, un barco lleno de pasillos en los que Karl está indefenso; sigue el puerto de New York, la casa de su tío, los caminos que se alejan hacia no se sabe dónde, un hotel, un apartamento, Oklahoma. Los paneles se suceden los unos a los otros no exactamente al azar ni exactamente por capricho, sino según una regla que resulta ser la falta misma de regla: la regla del «no-hay-regla», o, si se quiere, la ausencia de regla que es en el fondo la violencia gratuita.

Karl Rossmann, en principio un sujeto tan libre como cualquier otro, pasa de manera imprevisible y sin quererlo de una situación violenta a otra situación violenta. Kafkiano es por de pronto el hecho de que sea justamente el tío, su único familiar en América, quien lo aleja de sí de esa forma humillante y dolorosa (no me escribas, no contactes conmigo a través de terceros, nada, esfúmate, desaparece). Dos veces pierde Karl la vinculación con la familia por la pura arbitrariedad de sus familiares (¿y quién es su tío sino un rico comerciante con mala reputación que se ha cambiado el apellido?), de modo que ahora, en América, no solamente sus vínculos de origen europeo no valen nada; tampoco sus cinco años de formación europea valen nada; su buena voluntad europea no vale nada, ni siquiera su propio esfuerzo vale nada, todo lo cual no deja de ser en cierto modo una aclaración del hecho mismo de que Karl esté en América, espacio al que viaja no por propia iniciativa, sino porque ha sido expulsado de Europa por sus padres. Como K. en Der Schloss, Karl ha perdido los lazos con su suelo natal, y con ellos la posibilidad de orientación y referencia (allí donde están ahora ni Karl ni K. son capaces de orientarse en absoluto).

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