—¿Hola, 635? —dijo, y esperó—. ¿Hola, hola?
Oí un suspiro hueco, como un jadeo. Hacía una semana que había sido su cumpleaños. Tenía setenta y dos años.
—¡Iris! —gritó—. Está volviendo a hacerlo.
Tenía la voz ronca; quizá tuviese un resfriado o fuera alergia.
Entonces oí la voz apagada de mi hermana, quizá procedente del piso de arriba.
—¡Cuelga el teléfono de una vez, mamá, por el amor de Dios!
—Bueno, pero ¿qué le pasa al teléfono? —insistió mi madre.
Iris estaba más cerca ahora; había bajado las escaleras y entrado en la sala.
—¿Y yo qué coño sé? —Oí cómo le arrancaba el aparato a mi madre de las manos y lo sostenía entre sus dedos, llenos de anillos—. ¿Hola? ¿Hola? —Su voz sonaba aguda; se notaba que era la mayor. Escuchó mi silencio—. No sé, mamá, igual algún pervertido te ha echado el ojo.
En el tiempo en que las ondas tardaron en llegar hasta mi receptor, alcancé a oír el principio del canto de un verdugo negro — quicooo, quicooo — y, luego, la línea se cortó. De vuelta a mi salón, con la estufa eléctrica y el olor a polvo quemado, terminé de silbar su canción. Pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, piii. Perro levantó las orejas al oírme, aunque no se trataba de un sonido extraño para él. Empecé a hacer una serie de flexiones, pero, cuando llevaba la mitad, me detuve y miré fijamente al techo.
Preparé café y me bebí una taza mirando a la pared. Al cabo de un rato, ordené los documentos que tenía en la mesa de la cocina y los revisé. Cuando hube terminado, dejé salir a Perro para que hiciera pis, pero me quedé en el umbral de la puerta; solo llevaba unos calcetines. Guardé los papeles y me acurruqué en el sofá con un libro en el regazo, sin abrir. El viento se movía entre los árboles, se deslizaba por la chimenea y llegaba hasta el salón, donde removía las páginas de un periódico.
Al caer la noche, cerré las cortinas de la cocina y puse la radio lo bastante fuerte como para que no se oyeran los ruidos inquietantes de las hojas que se movían por el camino de piedra. Solo pude sintonizar un programa de resultados deportivos. Escuché los nombres de los lugares mientras preparaba unas tostas de sardinas. «Wigan». ¿Cómo sería Wigan? Me bastaba con el nombre para imaginármelo, y me alegré de no estar allí. Le di una sardina a Perro y aquello le hizo estornudar.
Hacía tanto frío en el salón que comí envuelta en una manta. El cielo estaba oscuro. No miré por la ventana, pero lo sentí.
«Burnley, tres; Middlesbrough, cero».
Cuando fui incapaz de encontrar más excusas para no irme a la cama, apagué la radio y silbé de forma poco melodiosa y muy fuerte mientras subía las escaleras. En el rellano, una pluma revoloteó en una corriente de aire. Me lavé los dientes y debí de arañarme una úlcera de la boca, porque, cuando escupí, salió una cantidad impresionante de sangre. Me enjuagué bien y me soné la nariz, y luego me puse una vieja camiseta para dormir. Perro se colocó a los pies de la cama. Nos miramos durante un momento antes de comprobar que mi martillo seguía bajo la almohada. Finalmente, apagué la luz. Cerré los ojos para no ver la oscuridad y traté de no reparar en los sonidos que no reconocía, a pesar de que los había oído un millón de veces antes. La tos de una oveja sonaba como la de una persona. Una zorra estaba copulando en algún lugar del bosque y sus gemidos llegaban hasta mi habitación.
Me quedé dormida, porque desperté de un sueño en el que abría la puerta del baño y me encontraba allí todas mis ovejas, devolviéndome la mirada en silencio. El cielo estaba completamente oscuro, así que no debían de ser más de las cinco. Un olor nauseabundo flotaba en el ambiente, como si alguien hubiera encendido una vela perfumada para enmascarar un hedor. La casa estaba en silencio. Perro permanecía al lado de la puerta, cerrada, con la mirada fija en el espacio bajo sus pies. Tenía el pelo erizado, las patas estiradas y tiesas, y la cola rígida y hacia abajo. Entonces se oyó un crujido en el techo, como si alguien anduviera por ahí. Contuve el aliento y escuché con atención, tratando de obviar la sangre que me retumbaba en los oídos. Todo estaba en silencio y me llevé el edredón hasta la barbilla. Las sábanas hicieron un ruido tremendo. Perro se quedó quieto en el suelo, junto a la puerta, y emitió un leve gruñido.
Me clavé las uñas en las palmas de las manos.
Entonces oí algo procedente de la pared a mi espalda, como si alguien estuviera rasgándola con un clavo desde el techo hasta la parte superior del cabezal de mi cama y se detuviese allí, trazando una línea recta y limpia. Perro se acercó a la cama y siguió gruñendo en un tono grave. Me quedé inmóvil. Todos los músculos de mi cuerpo latían al ritmo de mi corazón; también mi espalda. Tuve la sensación de que había sangrado debajo de las sábanas, de que, si me movía, la piel se me quedaría pegada a la tela y esta me la arrancaría.
«Ratas. Hay ratas en las paredes, o ratones, de esos pequeñitos, con el cuerpo marrón y diminuto; eso es todo. O la madera vieja está soltando aire, o crujiendo, porque esta noche han bajado las temperaturas. Por eso todo cruje y los ratones se pasean arriba y abajo, rascando el suelo. O es la cañería de Rayburn, que está haciendo lo de siempre porque el viento ha cambiado de dirección», pensé.
Había una calma submarina, sin viento y sin lluvia, ni siquiera el ruido de una pequeña lechuza. Solo se oía el espeso silencio. Cerré los ojos y sentí el quejido del colchón cuando Perro se subió encima y se colocó entre mis pies. La habitación se quedó en silencio y conté los latidos de mi corazón. Se oyó otro leve crujido y, de nuevo, se hizo el silencio.
Y, entonces, oí el sonido de un coche estampándose contra un árbol, un estruendo y el eco subsiguiente, y luego sentí que unas manos golpeaban rápidamente la pared. Me levanté y me puse a cuatro patas sobre la cama, inclinada como un toro, y agarré un cojín delante de mí, con el martillo en alto como si tuviera un enemigo al que golpear. Perro mordía el aire a su alrededor como si estuviera lleno de moscas.
En el silencio que siguió, Perro comenzó a aullar. Me levanté de un salto de la cama y encendí la luz. La puerta estaba abierta, completamente, como si alguien hubiera estado allí de pie, obstruyendo la salida, observándome. El pasillo estaba oscuro y parecía más largo de lo que recordaba.
—¡Jódete! —grité hacia el túnel negro, inspirando profundamente, y creí oír que alguien contestaba en un susurro.
Perro dejó de aullar, emitió un gemido y se adentró en la oscuridad del pasillo. No había nada al otro lado, solo la ventana y, en el exterior, la noche. Me puse los vaqueros que había tirado al suelo y me dirigí a las escaleras por el pasillo.
El interruptor que había en lo alto de las escaleras no estaba donde debería, así que me lancé a la oscuridad y bajé hasta la cocina, donde las luces ya estaban encendidas y Perro estaba debajo de la mesa, babeando. La saliva formaba un charquito en el suelo.
Salimos por la puerta, nos metimos en el coche, encendí el motor y conduje, aferrada al volante con las manos temblorosas. Iba directa al pueblo, decidida a presentarme en la comisaría y aporrear la puerta, pero, a medida que el corazón se me ralentizaba, también aminoré la marcha, y, finalmente, aparqué en el acceso a un campo desde el que se divisaban las luces del pueblo. Apagué el motor. Perro se acurrucó a los pies del asiento del pasajero y empezó a temblar, con los ojos muy abiertos y oscuros. Recliné la frente sobre el volante, inspiré profundamente hasta recuperar la quietud y la calma habituales, y Perro salió de su escondite y me dejó que le acariciara las orejas.
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