—Sé quién eres —repite.
De pronto, desaparece y la sombra se aleja. El corazón me martillea el pecho. Miro por el agujero de la madera y veo que Clare se tambalea en dirección a la cabaña. Ha estado fuera toda la semana y ha descubierto algo.
Salgo disparada de la ducha sin enjuagarme el jabón y rodeo el cobertizo hasta llegar a mi dormitorio. Me pongo unas bragas, unos pantalones cortos y una camiseta, y guardo todo lo demás en la mochila. «Si estás tan segura de que no te encontrará», me dice mi cabeza, «¿por qué estás lista para largarte? ¿Por qué todas tus pertenencias caben en una mochila?». Es cierto, lo llevo todo en la mochila, excepto mi esquiladora, que he dejado en un banco cerca de la mesa de la lana, para afilarla por la mañana. Y el caparazón de una cigarra que Greg me dio el mes pasado, cuando me pidió que me fuera a la Costa de Oro con él una vez hubiéramos terminado la temporada. La sostengo en la palma de la mano y noto cómo vibra a causa de la fuerza de mi pulso.
«Un mes en el agua. Pescaremos, nadaremos, beberemos cerveza… Nos relajaremos antes del siguiente trabajo», dijo.
Vuelvo a colocar el caparazón en la estantería y voy a buscar a Greg al comedor.
Casi todo el mundo está allí, esperando la hora de la cena, y miro las mesas en busca de Clare, pero no lo veo. Me siento al lado de Greg, que está charlando con Connor sobre motores de barcos, y trato de indicarle que quiero hablar con él poniéndole la mano en el hombro. Me aprieta el muslo por debajo de la mesa, pero no se gira. Está demasiado concentrado en la conversación.
—… corroído, se rompió y se cayó en la sentina —dice.
Connor da un trago a su lata de cerveza y responde:
—Sí, pasa eso. La gente se olvida… —De repente, eleva el tono de voz, que refleja incredulidad—… de que el agua es la enemiga del motor.
—Así es —contesta Greg, y me muevo a su lado. No quiero que nadie se dé cuenta de que hay un problema.
—¿Estás bien? —pregunta, distraído por mi inquietud.
—Tengo que hablar contigo —digo en voz baja.
Greg me mira un instante, apura su bebida y me pasa el brazo por la espalda.
—¿Podemos hablar en privado?
—Ya van a sacar la cena.
—Lo sé, pero…
—Susúrramelo.
Me inclino hacia él. Supongo que la gente cree que estamos compartiendo un momento íntimo, y a nadie le importa lo más mínimo. Alguien deja un bistec gris delante de mí y bandejas de patatas hervidas pasan de mano en mano.
Tengo la boca seca.
—¿Has visto a Clare?
—He visto su camión, así que habrá vuelto ya. ¿Por qué? ¿Qué te debe?
—Nada. Es solo que… Mira, ¿por qué no nos vamos a la costa?
Me mira desesperado, como si no tuviera la menor idea de lo que les pasa por la cabeza a las mujeres.
—Sí, eso te lo propuse yo. ¿Qué te pasa? ¿Te ha dado una embolia o qué?
Se sirve seis patatas enormes, me pasa la bandeja y yo se la entrego a Stuart, que está a mi izquierda.
—Quiero decir ahora mismo. ¿Por qué no nos subimos a la camioneta y nos largamos?
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Nada. Es solo que quiero irme ya.
Greg me mira, confundido.
—Bueno, yo también, pero tenemos que terminar el trabajo.
—¿Por qué?
Greg mastica el bistec mientras contesta:
—¿Por qué? Pues porque esta gente son mis compañeros, y no voy a dejarlos tirados. Además, si nos vamos antes de tiempo, no nos darán la bonificación, y solo nos falta una semana. No es mucho. —Traga y alarga el brazo para hacerse con uno de los panecillos que hay en el centro de la mesa. Entonces, grita—: Sid, ¿aún es pan del que hiciste con aquella harina de mierda?
Sid no contesta, y Greg se encoge de hombros y lo utiliza para rebañar el plato.
—Confía en mí. Tenemos que irnos ahora mismo —digo.
Greg deja el pan en la mesa.
—¿Por qué «tenemos» que irnos ahora mismo? ¿Qué ha pasado? ¿Has atracado un banco?
Abro la boca para contestar, pero soy incapaz de decir nada. No puedo contarle nada.
—¿Ves? —añade, y toma de nuevo el tenedor—. No hay ningún problema. Todo es muy sencillo. Hace muchísimo calor, eso es todo. En menos que canta un gallo, estaremos en la costa.
Entonces, aparece otra bandeja llena de salchichas. Cuando se la paso a Stuart, este me mira extrañado.
—¿No te apetecen?
—¿Cómo?
—¿Es que estás a dieta?
Lo ignoro, pero Greg también se percata y pide que le pasen de nuevo la bandeja.
—Espera, espera. Si ella no quiere, ya me como yo su ración —dice, y coge dos más.
—¿Por qué te quedas tú su parte? —pregunta Stuart.
—Porque está conmigo.
—¿Qué? Eso no es justo.
—Tiene razón —dice Denis desde el otro extremo de la mesa—. Está con él, y eso quiere decir que le toca su ración.
Ojalá me hubiera servido las salchichas.
Solo tengo hasta el final de la cena para convencerlo.
Greg se ha comido mi bistec y, en ese momento, llegan a la mesa dos enormes fuentes de macedonia de frutas en almíbar, con unas brillantes cerezas rojas y pálidos trocitos de melón.
Alguien ruge:
—¿Dónde está el helado?
Sid saca un par de bloques de helado, de ese que se corta con un cuchillo pastelero y es amarillo brillante como el queso. Connor se sirve un trozo de unos cinco centímetros y lo pone sobre la macedonia de frutas.
—Me encanta que el helado se mezcle con el almíbar —dice en voz alta para quien quiera escucharlo, y luego toma las cerezas una a una entre el dedo índice y el pulgar, sosteniendo el meñique en alto, y las coloca en fila junto al plato—. Pero no soporto estas mierdas.
Clare aparece en el umbral de la puerta, contra el oscuro cielo nocturno. Las luces fluorescentes de la cabaña le confieren un halo fantasmagórico, como si resplandeciera. Se apoya en el quicio de la puerta y recorre la larga mesa con la mirada. Espero a que sus ojos se posen en mí y, cuando lo hacen, atisbo una mirada de placer en su rostro. Estoy atrapada. La pierna de Greg bombea sangre junto a la mía. Connor rebaña su plato con la cuchara y Steve, a su lado, arroja una de las cerezas rojas sobre el regazo de Stuart. Este le hace un corte de mangas sin ni siquiera levantar la mirada de su cuenco. Alan está en la cabecera de la mesa, leyendo un periódico, sin interesarse por lo que ocurre a su alrededor. Bebe cerveza. Y, entretanto, Clare mantiene la vista fija en mí y yo sé que estoy perdida, que ha llegado el fin. Entra en la sala y se acerca lentamente, pero no se detiene a mi lado. Trato de no girar el cuello para seguirlo con la mirada; intento no anticipar su siguiente movimiento. Coloca una mano en el hombro de Greg y se inclina hacia él, y me quedo rígida, esperando el momento. Greg levanta la mirada y Clare le entrega una barrita de chocolate, arrancándole una sonrisa.
—Eres un buen hombre —dice Greg—. Ahora no tendré que conformarme con esta mierda —añade, y señala la macedonia de frutas.
Acto seguido, rasga el envoltorio púrpura de la barrita. Clare permanece de pie, sin decir nada, y me mira fijamente. Greg le da un mordisco a la barrita de chocolate y me ofrece la mitad. Cuando se gira y no me ve, la arrojo bajo la mesa y la aplastó con el pie.
Recojo mi esquiladora de la cabaña, sin pensar en lo que ocurrirá a continuación. Huele bien, a sudor, estiércol, lanolina y aguarrás. No imagino alejarme de ese olor. Una comadreja rasca el tejado de hojalata. Regreso lentamente a mi dormitorio y permanezco un momento de pie en la oscuridad, desde donde veo la cálida franja de luz que llega desde el comedor, y hasta diviso el perfil de Greg, que se ríe mientras bebe cerveza y se limpia la boca con el dorso de la mano. Me muerdo la punta de la lengua al tiempo que me devano los sesos pensando en un plan de última hora para acabar con esto. No se me ocurre nada, así que me doy la vuelta y continúo mi camino al dormitorio.
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