Clare está tumbado en mi cama con las botas puestas, fumándose un cigarrillo. Me detengo en el umbral, pero ya me ha oído llegar y está listo, con una amplia sonrisa en la cara. Me quedo quieta y me pregunto si tengo tiempo de volverme, de regresar a la cabaña y ocultarme bajo la lana.
—¿A que no sabes dónde he estado? —pregunta mientras baja los pies de la cama y se pone en pie—. Venga, entra de una vez, cariño. Pareces una prostituta. —Su sonrisa se ensancha todavía más, si es que eso es posible. Expulsa una bocanada de humo y la niebla se instala entre los dos—. ¿Así que planeas irte? —dice, como si fuera un personaje de televisión.
Da una patada a mi mochila con delicadeza. Su voz refleja agitación.
—Fue Ben quien me contó lo de los carteles y me dijo que tus fotos estaban por todas partes allí abajo. ¿Lo sabías? Tuve que ir y comprobarlo, claro. Pero sí, eres tú.
De repente, saca un pedazo de papel doblado, arrugado más bien, de su bolsillo trasero. Lo abre lentamente mientras se ríe entre dientes para sí y lo levanta para mostrármelo. Soy yo, es cierto; es una foto en blanco y negro. En ella, estoy sentada encima de mi edredón estampado de ponis rosas, posando con una sonrisa para la cámara. Tengo un osito de peluche en el regazo y lo sostengo, aunque no se me ven las manos, ni tampoco se ve el oso, ni el edredón, ni al anciano que sacó la foto, ni el perro que me vigila fuera. Solo se ve mi rostro sonriente ante la cámara. Encima de la foto, pone perdida en letras grandes y, en la parte de abajo, veo «nieta… un peligro para su integridad física», pero no termino de leer porque todo se vuelve negro.
—Llamé al número de teléfono, Jake, ¿y sabes qué me dijeron?
—No sé de qué hablas. No es mi abuelo.
—Oh, eso ya lo sé. Ese pobre viejo, «Otto»… Tuvimos una larga charla. Fui a verlo a su granja. Aquello no es más que un redil de ovejas muertas. No paraba de decir que mataste a su perro y le robaste cuando lo único que trataba de hacer por ti era sacarte de la calle. Dijo que te llevaste todo lo que tenía, incluso su camioneta. El pobre desgraciado ni siquiera tenía medios para ir a la ciudad después de lo que le hiciste. Menos mal que los de la beneficencia le subían comida una vez a la semana hasta que arregló su vieja camioneta. También vi lo que le hiciste a esa, la destrozaste.
—No, solo…
—Lo vi todo. El pobre viejo lloró al hablar de su perro.
—Yo solo…
—Chist… —me indica Clare en voz alta.
Se levanta de la cama en un movimiento fluido, se acerca a mí lentamente y me agarra de los antebrazos, que cuelgan sin fuerza a mis costados. Me coloca frente a la mesa de trabajo y se inclina sobre mí. Tiene el pene erecto.
—Puede que a ellos los hayas engañado, pero a mí no.
Empiezo a salivar. Miro la puerta. ¿Qué pasaría si Greg llegara ahora?
—Tal y como lo veo, tienes dos opciones. Puedes convencerme para que mantenga la boca cerrada… —El aliento de Clare me llega a un lado de la cara como si fuera chocolate caliente. Susurra de tal modo que parece que vaya a gritar en cualquier momento—. Puedes enseñarme eso que todo el mundo disfrutó en Hedland… —El corazón me da un vuelco. Una parte estúpida de mí piensa: «Quizá no diría nada», pero pronto la acalla mi lado inteligente, el que sabe que no solucionaría las cosas, que no puedo permanecer aquí—. No pido mucho, solo un poco de afecto; eso es todo. No está bien tirarse a la chica de un compañero. Solo una mamada. —Y me imagino exactamente lo que sucedería: me penetraría hasta el fondo de la garganta y me agarraría el pelo con la mano. Pienso en las cosas que me diría mientras lo hace. Luego, todo sería peor; se desharía de mí de una manera u otra y, además, trataría de quedar bien—. O bien —prosigue, y me acaricia con un dedo la curva exterior de un pecho—, le digo al viejo Otto dónde puede encontrarte y, de paso, aviso también a la policía. —Empieza a desabrocharme los pantalones, me saca la camiseta y mete la mano dentro; sus dedos avanzan como gusanos para colarse en mis bragas—. Ni siquiera tendré que contárselo a Greg. Ya lo harán ellos por mí.
Uno de sus dedos encuentra mi sexo y, como un mecanismo de feria, algo salta dentro de mí y le pego un puñetazo en la mandíbula con la mano derecha. Clare se viene abajo y empieza a sangrar en el suelo. Queda fuera de combate.
No puedo abrocharme el pantalón porque me he herido la mano al golpearlo. Tengo el puño dolorido, rojo e hinchado, y noto como me palpita.
Me voy sin mirarlo, pero lo oigo moverse en el suelo polvoriento y emitir un gemido húmedo. Estoy casi segura de que le he roto la mandíbula.
Nos falta una semana para terminar el trabajo en Boodarie. Estoy en la ducha al lado del cobertizo del tractor, observando la araña de espalda roja del tamaño de un pulgar que lleva desde siempre instalada en lo alto del teléfono de la ducha. No se ha movido en absoluto, salvo para levantar una pata cuando he abierto el grifo, como si el agua estuviera demasiado fría para ella.
Observé cómo Don descendía con el coche por el valle, iluminado por los últimos rayos de sol, y me quedé de pie en la nieve, con la carretilla y con Perro resguardado tras mis piernas, hasta que desapareció por la cresta de la colina al otro lado, donde vivía. Mis botas crujían a cada paso que daba por el sendero que llevaba a la cabaña. A veces me daba cuenta de lo fuera de lugar que estaba, del modo en que me ardía la piel por el frío y de cómo me picaban el interior de la nariz y la garganta. El olor a lana mojada y a excrementos de oveja humedecidos por la lluvia era completamente distinto al olor seco y polvoriento de los rebaños que campaban a sus anchas en los enormes terrenos rojizos de mi hogar. Aquí, la tierra parecía observarme como si fuera consciente de que era extranjera y contuviese el aliento al verme pasar. Una vez le pregunté a mi madre: «¿Qué tipo de australianos somos? ¿De los que vinieron en barcos? ¿O nos trajo alguien después?». Me observó, momentáneamente distraída mientras trataba de meter los traseros blancos de los trillizos en sus calzoncillos, y, tras resoplar y apartarse un mechón de pelo de la cara, dijo: «Yo llevo aquí desde siempre, cariño», y se colocó uno de los bebés sobre las rodillas para evitar que se moviera. Nunca más volví a hacerle aquella pregunta.
Intentaba no mirar demasiado hacia los árboles, oscuros incluso de buena mañana, pero por el rabillo del ojo vi que algo parpadeaba y empecé a pensar que los árboles estaban ardiendo, pero no era nada, solo un leve movimiento a causa del viento. Las ovejas tosían y balaban. Guardé la carretilla en la cabaña y cerré la puerta. Los dientes me castañetearon al entrar en la casa. Me quité el abrigo y me senté en el sofá. Perro se subió a mi lado; estaba húmedo.
Llevaba más de un mes sin llamar. La última vez no había nadie en casa y dejé que sonara mientras pensaba en el teléfono del salón y en el modo en que el sonido hacía que las urracas salieran disparadas del porche y se instalaran de nuevo en un santiamén. Recordé la forma en que el aire se movía con el ruido, el olor a ropa olvidada en la lavadora demasiado tiempo, a los calcetines y calzoncillos de tres chavales, y a la freidora que ya no estaba pero cuyo olor pegajoso todavía impregnaba las paredes. Y me acordé también del olor de los cigarrillos de mamá, que debíamos fingir que no existían, aplastados en la puerta; y del aroma a azúcar y eucalipto, y del aliento abrasador de los árboles, que se colaban por alguna ventana abierta.
Marqué el código para ocultar mi número y tecleé la larga secuencia que me sabía de memoria. Me llevó de los tonos y los silencios de la conexión telefónica hasta mi casa. Allí apenas acababa de amanecer, pero mi madre solía levantarse temprano; siempre lo había hecho. Sonaron dos tonos y acaricié el brazo del sofá para escuchar su voz.
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