Alfonso López Quintás - La palabra manipulada

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El manipulador es astuto en el uso del lenguaje y procura despojar de recursos al manipulado. Este libro estimula el sentido crítico para pensar con precisión y buscar lo verdadero a toda costa.

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a) Los términos

El lenguaje crea palabras, y, en cada época de la historia, algunas de ellas se cargan de un prestigio especial de forma que nadie osa ponerlas en tela de juicio. Son palabras «talismán» que parecen condensar en sí todas las excelencias de la vida humana.

La palabra talismán de nuestra época es libertad. Una palabra talismán tiene el poder de prestigiar las palabras que se le avecinan y desprestigiar a las que se le oponen o parecen oponérsele. Hoy se da por supuesto —el manipulador nunca demuestra nada; da por supuesto lo que le conviene— que la censura —todo tipo de censura— se opone siempre a libertad. En consecuencia, la palabra censura está actualmente desprestigiada. En cambio, las palabras independencia, cambio, autonomía, democracia, cogestión van unidas con la palabra libertad y quedan convertidas, por ello, en una especie de términos talismán por adherencia.

El manipulador saca amplio partido de este poder de los términos talismán. Sabe que, al introducirlos en un discurso, el pueblo queda intimidado, no ejerce su poder crítico, acepta ingenuamente lo que se le proponga. Cuando, en cierto país europeo, se llevó a cabo una campaña a favor de la introducción de la ley abortista, el ministro responsable de tal ley intentó justificarla con este razonamiento: «La mujer tiene un cuerpo y hay que darle libertad para disponer de ese cuerpo y de cuanto en él acontezca». La afirmación de que «la mujer tiene un cuerpo» está pulverizada por la mejor filosofía desde hace casi un siglo. Ni la mujer ni el varón tenemos cuerpo; somos corpóreos. Hay un abismo entre ambas expresiones. El verbo tener es adecuado cuando se refiere a realidades poseíbles, es decir, objetos. Pero el cuerpo humano, el de la mujer y el del varón, no es algo poseíble, algo de lo que podamos disponer; es una vertiente de nuestro ser personal, como lo es el espíritu. Te doy la mano para saludarte y sientes en ella la vibración de mi afecto personal. Es toda mi persona la que te sale al encuentro. El hecho de que en la palma de mi mano vibre mi ser personal entero pone al trasluz que el cuerpo no es un objeto. No hay objeto, por excelente que sea, que tenga tal poder. El ministro intuyó sin duda que la frase «la mujer tiene un cuerpo» es muy endeble, no se sostiene en el estado actual de la investigación filosófica, y para dar fuerza a su argumento introdujo inmediatamente el término talismán libertad: «Hay que conceder libertad a la mujer para disponer de su cuerpo…». Sabía que, con la mera utilización de ese término, supervalorado en el momento actual, millones de personas iban a replegarse tímidamente y a decirse: «No te opongas a esta proposición porque está la libertad en juego y serás tachado de antidemócrata, de fascista, de ultra». Y así sucedió, efectivamente.

Si queremos ser de verdad libres interiormente, debemos perder el miedo al lenguaje manipulador y matizar el sentido de las palabras. El ministro no indicó a qué tipo de libertad se refería, pues la primera ley del demagogo es no matizar el lenguaje. De hecho aludía a la «libertad de maniobra», la libertad —en este caso— de maniobrar cada uno a su antojo respecto a la vida naciente: respetarla o eliminarla. La «libertad de maniobra» no es propiamente una forma de libertad; es, más bien, una condición para ser libre. Uno comienza a ser libre cuando, pudiendo elegir entre diversas posibilidades —«libertad de maniobra»—, opta por las que le permiten desarrollar su personalidad de modo cabal. Este desarrollo es obra de la «libertad creativa» o «libertad interior». Ahora respondamos a esto: Una persona que utilice su libertad de maniobra contra el germen de vida que marcha aceleradamente hacia la plena constitución de un ser humano ¿se orienta hacia la plenitud de su ser personal? Vivir personalmente es vivir fundando relaciones comunitarias, creando vínculos. El que rompe los vínculos con la vida que nace destruye de raíz su poder creador y, por tanto, bloquea su desarrollo como persona.

Todo esto se ve claramente cuando se reflexiona. Pero el demagogo, el tirano, el que desea conquistar el poder por la vía rápida de la manipulación opera con extrema celeridad para no dar tiempo a pensar y someter a reflexión detenida cada uno de los temas. Por ello no se detiene nunca a matizar los conceptos y justificar lo que afirma; lo da todo por consabido y lo expone con términos ambiguos, faltos de precisión. Eso le permite destacar en cada momento el aspecto de los conceptos que le interesa para sus fines. Cuando subraya un aspecto, lo hace como si fuera el único, como si todo el alcance de un concepto se limitara a esa vertiente. De esa forma, evita que las gentes a las que se dirige tengan suficientes elementos de juicio para clarificar las cuestiones por sí mismas y hacerse una idea serena y precisa de las cuestiones tratadas. Al no poder profundizar en una cuestión, el hombre está predispuesto a dejarse arrastrar. Es un árbol sin raíces que lo lleva cualquier viento, sobre todo si este sopla a favor de las propias tendencias elementales. Para facilitar su labor de arrastre y seducción, el manipulador halaga las tendencias innatas de las gentes y se esfuerza en cegar su sentido crítico.

Toda forma de manipulación es una especie de malabarismo intelectual. Un mago o ilusionista hace trueques sorprendentes y al parecer «mágicos» porque realiza movimientos muy rápidos que el público no percibe. El demagogo procede, asimismo, con meditada precipitación, a fin de que las multitudes no adviertan sus trucos intelectuales y acepten como posibles los escamoteos más inverosímiles de conceptos. Un manipulador proclama, por ejemplo, ante las gentes que «les ha devuelto las libertades», pero no se detiene a precisar a qué tipo de libertades se refiere: si a las libertades de maniobra que nos pueden llevar a experiencias de fascinación —que abocan a la destrucción— o a la libertad para ser creativos y realizar experiencias de encuentro, que nos llevan al pleno desarrollo de la personalidad. Basta pedirle a un demagogo que matice un concepto para desvirtuar sus artes hipnotizadoras.

En verdad, tenía razón José Ortega y Gasset al advertir: «¡Cuidado con los términos, que son los déspotas más duros que la Humanidad padece!». El estudio del lenguaje, por somero que sea, nos revela que «las palabras son a menudo en la historia más poderosas que las cosas y los hechos» (Martin Heidegger [10]).

b) Los esquemas mentales

Del mal uso de los términos se deriva una interpretación errónea de los esquemas que vertebran nuestra vida mental. Cuando pensamos, hablamos y escribimos, somos guiados por ciertos pares de términos: arriba-abajo, dentro-fuera, libertad-norma, autonomía-heteronomía… Si pensamos que estos esquemas son dilemas, de forma que debemos escoger entre uno u otro de los términos que los constituyen, no podremos realizar en la vida ninguna actividad creativa, pues nuestra creatividad humana es una actividad siempre abierta, colaboradora con las realidades que nos facilitan posibilidades para dar lugar a algo nuevo dotado de valor. Al pensar que cuanto está fuera de mí es distinto, distante, externo y extraño a mí, no puedo colaborar con cuanto me rodea y anulo mi capacidad creativa en todos los órdenes. Sobrecoge pensar que un fallo a primera vista leve en el uso y valoración del lenguaje puede bloquear nuestro proceso de desarrollo personal.

Una alumna me dijo un día, en clase, lo siguiente: «En la vida hay que escoger: o somos libres o aceptamos normas; o actuamos conforme a lo que nos sale de dentro o conforme a lo que nos viene impuesto de fuera. Como yo quiero ser libre, dejo de lado las normas». Yo le respondí con toda calma: «Tiene usted razón, pero solo en el nivel 1. En él hay oposición entre lo interior y lo exterior, el dentro y el fuera. Por eso debemos escoger, por ejemplo, entre estar dentro de una sala o fuera. Pero en el nivel 2 —el de la creatividad y el encuentro— podemos convertir en algo «íntimo» un poema que, antes de asumirlo como principio interno de actuación, era distinto de nosotros, externo, extraño, ajeno. Lo mismo sucede con una obra artística. El intérprete de una obra musical se siente tanto más libre cuanto más fiel es a la partitura. A más obediencia, mayor libertad. Esto es posible porque la libertad de que se trata en el nivel 2 no es la de maniobra —como sucede en el nivel 1—, sino la creativa. Aquí, el esquema libertad-norma no constituye un dilema —cuyos términos se oponen—, sino un contraste, cuyos términos se contrastan y complementan. En consecuencia, para ser auténticos y actuar con libertad interior no necesitamos prescindir de cuanto nos hayan dicho de fuera acerca de normas morales, dogmas religiosos y prácticas piadosas…; hemos de asumir todo ello de forma creativa, para desarrollar nuestra personalidad debidamente. Si no distinguimos los diferentes niveles y aplicamos al nivel 2 lo que es propio del nivel 1, comprometemos no solo nuestra vida ética y religiosa sino toda forma de auténtica creatividad.

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