–¿Y dice usted que ahora no ocurre?
–Ahora es distinto, ¡la tortura ocurre en privado! En la Unión Soviética, por ejemplo…
Larrondo consideró desde luego previsible ese ejemplo en labios suyos y pensó en contradecirlo, pero mejor resolvió esperar, sorprendido una vez más de su locuacidad. Solía ser más comedido cuando estaba en el gobierno; la transición había conseguido aflojarle la lengua, eso era evidente, pero era un aflojamiento selectivo, tampoco iba a andar hablando de lo que consideraba mejor callarse y esas «odiosidades» que le había mencionado en el auricular.
–No es que pretenda justificar nada de eso, entiendamé –prosiguió acentuando la última « e »–. Solo que me parece en algún sentido mejor la variante moderna como procedimiento. ¡Que sea un tratamiento individual, caso por caso! Y además en privado. Mejor y más justo, Dios me perdone. Antes eran ciudades enteras, ahora les toca a unos pocos adversarios reducidos en la silla de interrogatorios, ¡sin tanto estruendo! No hay por qué matar a las mujeres y los niños. Menos es más, como decía Mies Van der Rohe.
Larrondo iba a recordarle que los procedimientos en el Campo D incluían de hecho a mujeres, sin discriminaciones odiosas, pero él cambió prontamente de tema:
–En fin, va a tratar de todo esto con Efraín en su encuentro, me imagino. ¿Del tema de la tortura?
–Me parece ineludible en su caso –dijo Larrondo.
–Sí, claro, ineludible… Yo solo quisiera recordarle que no debe usted pedirle peras al olmo, mi amigo. Esta gente fue entrenada para guardar silencio, no hay que olvidarlo. Lo que se le pide a un soldado no es que sea justo, sino eficaz, con mayor razón a un hombre de inteligencia. Y Prada con todos sus hombres fueron ¡muy eficaces!
–Eficaces, no sé; crueles, muchísimo –dijo Larrondo–. Hay gente de la propia institución que los consideraba, de hecho, una banda de criminales y sádicos por vocación.
Dijo esto último ya sin pisar más el freno, evocando en parte a sus coetáneos abatidos en la época universitaria. Esos con quienes había practicado él mismo, durante un tiempo, el juego ineludible de la clandestinidad, hasta que el miedo acumulado o el sinsentido creciente de sus actos lo hicieron pedir la baja de sus filas. Igual le llevó un tiempo: era más fácil entrar en esos entramados insurgentes que abandonarlos.
–Criminales y sádicos por vocación, es un poco fuerte, ¿no? –acotó Ruy Díaz–. ¿Es lo que piensa del coronel?
–Es lo que me gustaría averiguar en la entrevista esa –dijo él administrando ahora las palabras–. No tengo hasta aquí un juicio definitivo respecto a él, ni lo conozco personalmente… De los servicios de contrainsurgencia, en un sentido amplio, no tengo buena opinión, ciertamente.
–Sí, bueno, es un tema complejo –coincidió Ruy Díaz y extrajo una pitillera, ofreciéndole uno de sus cigarrillos, con una borla dorada en torno al filtro–. Convengamos en que era gente un poco zafia, la que se dedicaba a esos menesteres –le dio fuego a Larrondo con su encendedor también dorado, en consonancia con la pitillera–. Gente muy básica, Larrondo. El propio Efraín es un hombre muy simple, no se olvide de eso. Un hombre sencillo, ¡algo simplón, incluso! No hay que exigirle demasiado a un hombre así. Pídale que le hable de su experiencia en la Escuela Militar, eso le encanta. O con los caballos, ya sabrá usted que fue un gran equitador en su juventud… Usted y yo pertenecemos a otro nicho –agregó con la actitud indolente del basset hound adherida a su rostro–. Crecimos en la ciudad, fuimos a la universidad. Somos gente más refinada, para decirlo sin rodeos.
Larrondo evaluó en su interior su propio refinamiento, no muy seguro de que fuera equiparable al de su interlocutor, sintiéndose igual halagado, encaramado de pronto a la misma tarima que él, en esa especie de autotraición automática que la gente como Ruy Díaz suscitaba en su entorno.
–Gente refinada, como su padre –matizó el propio interlocutor al advertir que había presionado una cuerda sensible–. Efraín es más frontal, ¡y más sano, a su modo! No creo, de hecho, que haya torturado personalmente a nadie, no iba a estar haciendo él esas cosas en persona. Eso requería de individuos aún más básicos, esa gente que abunda en cualquier institución, ¡las manzanas podridas! Gente sometida por la disciplina o por su propia falta de perspectiva, el mismo resentimiento que movilizaba a algunos de esos «revolucionarios» que debían cazar día y noche. Así podían desquitarse de su condición de suboficiales o las humillaciones que ellos mismos vivían en los cuarteles, de la paga insuficiente, los ascensos restringidos por el color de la piel o el apellido mapuche... Es la lucha de clases en estado puro, amigo mío, qué le voy a decir yo. La famosa lucha de clases, que a fin de cuentas ocurre siempre entre los de abajo…
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