Jaime Collyer Canales - Gente en las sombras

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El año 2005 se produce en Santiago un atentado, no reivindicado, contra un coronel en retiro del ejército chileno, implicado en graves violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. El episodio deja al uniformado en condición vegetativa. La trama de la novela retrocede a seis meses antes del atentado para darnos cuenta de un proyecto de transformación de un antiguo centro de detención en un memorial. A cargo del proyecto de remodelación del centro de torturas se hallan una arquitecta joven, Svetlana Braun, y un historiador y escritor, Álvaro Larrondo. Para realizar su investigación, Larrondo debe contactar a algunos sobrevivientes y también al coronel en retiro, por haber estado éste a cargo del centro de detención. La novela describe la interacción de Larrondo, Prada, Svetlana y otros personajes, al tiempo que desarrolla una profunda meditación en torno al tema de la violencia política y las justificaciones íntimas, y desde luego ilegítimas, del terrorismo de Estado. Explora también la responsabilidad de lo que se ha dado en denominar la «trama civil» del régimen: la de aquellos segmentos de la burguesía involucrados en la represión, cerebros en la sombra de los crímenes cometidos, beneficiarios directos de éstos y colaboradores pasivos de la crueldad de entonces, todos los cuales se las ingeniaron para eludir su complicidad en los hechos y hacer de manera antojadiza la crónica de su participación en ellos.

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Luego escuchó el traqueteo lejano de un helicóptero en la distancia, llegándole del lado de la cordillera, y a su mente acudió al instante la imagen ominosa de otro helicóptero alejándose mar adentro, sobrevolando el océano con sus ocupantes silenciosos, rumbo a la noche y la niebla. Hasta que uno de ellos descorría la portezuela del costado y daba inicio a la maniobra, al desalojo por turnos de los bultos maniatados a bordo del aparato, desvanecidos o muertos, arrastrados hasta la compuerta y arrojados uno a uno al vacío, en un procedimiento estandarizado y habitual, todos sabían cuál era su papel dentro del operativo, no eran precisas nuevas órdenes e instrucciones.

Decidió volver mejor al interior. Por ese día, era suficiente.

6

Fue una coincidencia extraña con el encargo de Beregovic. Ada y él se enteraron del asunto por el noticiero de la noche, cuando informó que al trasiego reciente por los tribunales de varios uniformados comprometidos en violaciones a los derechos humanos acababa de sumarse el coronel Efraín Prada, hoy retirado de las filas y segundo responsable de contrainsurgencia durante el pasado régimen, a más de antiguo encargado del Campo D, esa fue la coincidencia. La cámara lo enfocó, de hecho, cuando abandonaba el tribunal; un hombre en plena madurez pero bien conservado, con el cabello repeinado hacia atrás a la gomina, que asomó sonriendo tras sus gafas de sol con el aire controversial de un galán de cine italiano viniendo al encuentro de su público.

Alguna periodista lo había caracterizado años antes, cuando estaba en activo, como «un seductor nato», aunque sin precisar las razones del diagnóstico o si había habido algo durante la entrevista que la hiciera justificar su halago. Era, de todas formas y por aquella época, un hombre en las sombras, sin muchas posibilidades de demostrar en público esas aptitudes seductoras, sumido como andaba en sus faenas antisubversivas. El hombre fuerte dentro de los servicios de seguridad, o uno de ellos, el segundo de a bordo, el hombre operativo. El que lavaba la ropa sucia a su arbitrio, aunque no necesariamente en casa –al servicio se le atribuían, de hecho, varias operaciones más o menos desprolijas en el exterior. Un experto en propiciar el miedo colectivo, que solo rendía cuentas ante su superior jerárquico ahora a cargo de neutralizar la subversión, el cual solo rendía cuentas ante su Comandante en Jefe.

Fue lo que ahora dijo a la salida del tribunal: que él daba cuenta regular de su gestión a su superior y de este pasaba todo a oídos del Comandante en Jefe y solo a él, a diario; que él solo había seguido las órdenes que se le impartían, una precisión que a su superior debía estar causándole algún escozor ante la pantalla. Parecía un hombre liberado de sus antiguas tensiones, aunque estuviera ahora envuelto en ese torbellino de micrófonos, enfrentado a la gente que lo encaró a la salida del tribunal y le gritaba al rostro «¡a-se-sino, a-se-sino!», enarbolando fotos de sus familiares desaparecidos, bajo las cuales destacaba la pregunta quemante que ahora le formulaban los tribunales: «¿DÓNDE ESTÁN?».

Él se paró a ordenarse algunos cabellos escapados de la gomina, en una actitud de fingida indolencia, y se quitó las gafas para brindar un compendio de su postura y su propia versión de los hechos, en «esa batalla tan necesaria contra la subversión que mis hombres y yo libramos siempre dentro de los marcos legales», como tenía la esperanza de que quedara demostrado en los tribunales; él confiaba en la justicia, aunque la justicia no siempre confiara en él.

Se le preguntó si creía posible la reconciliación del país con tantas revelaciones como venían surgiendo sobre los abusos cometidos por los organismos de seguridad y las brigadas a su cargo. «Desde luego que la creo posible, siempre y cuando ella ocurra en el clima de respeto a la institucionalidad que yo y los hombres bajo mis órdenes contribuimos a preservar con in-con-tables sacrificios», dijo separando las sílabas, «en esa misión marcada por el destino».

–Es bien parlanchín, ¿ah? –comentó Ada tendida en la cama y dio un sorbo a su copa de vino.

–Son sus quince minutos de fama –señaló Larrondo–, antes de que lo manden a la sombra.

–¿Tú crees que lo manden a la sombra? –preguntó ella con preclaro escepticismo y Larrondo no dijo más.

El entrevistado siguió con su disertación en pantalla. Ellos no habían inventado esa lucha contra la subversión, la verdadera injusticia consistía ahora en someterlos a ese trato degradante en los tribunales, obligándolos a responder por infundios o hechos que les habían sido ordenados. «Hay gente aquí tan responsable como mis hombres de todo eso», insistió, «que no ha tenido el valor de dar la cara y se ha lavado las manos». No, él prefería no dar nombres, ni estaba aludiendo a nadie en particular. Él solo tenía claro que el combate a la subversión había exigido de un temple especial y que no todos habían hecho gala de ese temple. No, no estaba arrepentido, Un hombre puesto en una encrucijada histórica, como era su caso, que había derrotado a la subversión y al marxismo internacional, no atendía a habladurías. No, rencor no, contra nadie, él era un buen cristiano que solo aspiraba a que se hiciera justicia para poder jugar tranquilo con sus nietos y seguir con sus asuntos.

–¿Qué asuntos, coronel? –preguntó una voz proveniente del cerco de micrófonos.

A ello siguió un silencio inesperado y la cámara se enfocó en su cara, donde acababa de dibujarse una expresión vagamente socarrona. El acercamiento permitió comprobar cierto desgaste general del rostro y las ojeras marcadas bajo sus ojos claros, así como un rictus amargo que afloraba a sus labios cuando se descuidaba, quizá desde que fuera citado a los tribunales. Había bajado además algunos kilos desde su época en activo, pero eso le sentaba bien. Vestía un poco a la antigua, con una chaqueta azul marino y cruzada con botones dorados, y pantalón gris, camisa a rayas y pañuelo de seda al cuello también gris.

–¿Qué asuntos, coronel? –insistió la voz periodística.

–Mi biografía –dijo él tras la pausa, para mayor sorpresa de todo el mundo–: Voy a escribir mis memorias –Larrondo subió el volumen desde la cama–. Mis enemigos se han encargado ya de contar su versión, ¿por qué no puedo yo contar la mía?

Por toda respuesta se oyó una risita proveniente del cerco de periodistas. Alguien dudaba al parecer de sus habilidades escriturales, pero el hombre imponía igual severidad; quizá provocara algunas muestras de burla a sus espaldas, pero era siempre a sus espaldas, nunca de frente.

En ese momento, la multitud que gritaba de fondo provocó un tumulto y le llegó la hora de ser rescatado por dos mastodontes que aguardaban en las cercanías y lo trasladaron sin mucho protocolo a un BMW blanco con el motor andando, introduciéndolo con escaso decoro en el asiento trasero, donde quedó sonriente tras el vidrio y recibió algunos denuestos adicionales a través del cristal.

En ese punto, Ada pareció captar recién la coincidencia:

–Espérate un poco… Prada estuvo a cargo del Campo D, ¿no?

–Así es.

–¿Y ha dicho que va a escribir de su vida, o entendí mal?

–Lo dijo, pero no creo que lo haga –aventuró él–. Todo el mundo anuncia alguna vez que va a escribir sus memorias, otra cosa es que pueda o quiera hacerlo.

En la pausa que sobrevino, él mismo evaluó esa posibilidad, una biografía escrita por Prada para justificar las cosas básicamente injustificables que había propiciado en el Campo D. Se preguntó dónde encajaría ese empeño súbito, si sentiría al cabo de los años alguna forma de remordimiento y pretendía exculparse ante las víctimas o solo buscaba, al contar su versión, evitar que se lo transformara en el único chivo expiatorio dentro del entramado.

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