Félix de Azúa - Nuevas lecturas compulsivas

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Félix de Azúa rescata en
Nuevas lecturas compulsivas la pasión por los libros que han marcado su vida, un recorrido emocional que constituye su segunda biografía, la de papel, es uno de los escritores más originales, brillantes y cosmopolitas de la literatura española. Los poemas de Holderlin, Byron o T.S.Eliot; las novelas de Cervantes Víctor Hugo, Henry James o Eugenia Ginzburg; los ensayos de Montaigne, Orwell, Steiner o Sánchez Ferlosio, entre otros, transcurren en paralelo con las vivencias del autor, en un viaje cargado de ironía y deslumbramiento. El repaso a los grandes escritores que han construido la memoria colectiva de Occidente alerta sobre la incertidumbre de un tiempo, el presente, que abandona el reposo de la lectura fascinado por la vacuidad de Internet.

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Creo yo que el paso de Simónides hubo de ser muy similar, a saber, el traslado de una recitación y audición cuyo significado (o cuyo poder, si es que hay alguna diferencia) estaba fuera del poema, emanado de una trascendencia misteriosa, a otra recitación que usaba ya el poema como máquina significadora por sí misma. De la repetición sacerdotal, cuya eficacia estaba en la pura enunciación (sin que los contenidos semánticos se superpusieran a la eficacia de la comunicación), debió de pasarse a una repetición hermenéutica y hedonista en la que los significados iban a ser el único contenido fundante, la única justificación del acto poético. El poema ya no unía verticalmente con un mundo trascendente cuya opacidad permitía todos los sinsentidos, sino que el poema comunicaba horizontalmente para nosotros y entre nosotros.

Intuyo que así sucediera porque tengo presente una nueva analogía (y ya van tres) que atañe al comportamiento de las artes de la imagen tras un paso similar que tuvo su prólogo a finales del gótico europeo. La representación de imágenes bidimensionales había dependido de la arquitectura en términos absolutos hasta finales del siglo xiv, sea en forma de mosaicos o frescos, excepción hecha de algunos objetos de culto privado como los iconos portátiles bizantinos. Por decirlo de un modo brutal, el sentido de las imágenes venía predeterminado por un contexto arquitectónico que les concedía credibilidad. Pero gracias al invento del «cuadro» (una forma que se desarrolla exponencialmente en lo que llamamos «Renacimiento») la imagen adquirió un carácter traslaticio que permitió su uso en contra de cualquier situación ancilar respecto de algún edificio, es decir, respecto de algún lugar. A partir de entonces la pintura tuvo su propio lugar, se apropió de su lugar, y comenzó una carrera autónoma que culminaría (y quizás acabaría) en las vanguardias del siglo xx.

La historiografía sociológica dice que de ese modo apareció por vez primera una mercancía pictórica capaz de entrar en el mercado capitalista, tanto por su flujo como por su capacidad para obtener cotizaciones variables. Pero hay algo más. Al quedar la imagen flotando en un espacio abstracto, separada de su envoltura arquitectónica (y simultáneamente semántica), perdió el antiguo contexto que le daba sentido y en muy breve plazo lo que había sido, pongamos por caso, la Virgen o el Crucificado en su propia casa, pasó a ser «una Virgen» o «un Crucificado» en el repertorio del arte de la pintura. Así se facilitó el paso de una contemplación piadosa, con sus contenidos fuera de la imagen (y por lo tanto indiferente a los contenidos no directamente icónicos), a una contemplación hermenéutica que en breve sería la especialidad del connoisseur, así como a una fruición hedonista que es la única propiamente «estética».

Supongamos que los supervivientes del Holocausto se hubieran juramentado para no escribir jamás sus recuerdos, para no fijarlos nunca, para no venderlos como «obra». Sigamos suponiendo que en ese juramento se hubiera fundado también un ritual según el cual, en alguna fecha señalada del año, se reunirían los supervivientes y sus sucesores para cantar el dolor y dar vida al recuerdo. El horror entonces habría permanecido en el recinto de la memoria antigua, anterior al invento de Simónides. Sin duda habría dado nacimiento a un ritual o ceremonia, y consecuentemente a un lugar específico, quizás no muy distinto al Muro de las Lamentaciones o quizás enteramente distinto. ¿Cómo podemos saberlo si esa memoria ya ha sedimentado en obras y monumentos?

Pues así como los relatos del Holocausto van ocultando la presencia real del horror en la memoria viva de los supervivientes, y aquel horror vivo va siendo sustituido por una sucesión de monumentos en forma de libros, así también la contemplación de la imagen de una Virgen y de un Crucificado en el arte de la pintura ha ido privándonos de la contemplación inmediata, siendo ésta sustituida por la contemplación apreciativa y valorativa de la imagen de cualquier cosa, ya que no importa tanto lo que se representa como la habilidad técnica de la representación. No muy distinto debió de ser, creo yo, el paso del poema recitado en cada momento y lugar (el alarido o canto del muecín a las horas señaladas), a un poema cristalizado, detenido y traslaticio que está a mano de cualquiera, sea creyente o infiel, y en cualquier momento o lugar.

Algo así debió de suceder en la pólis de Simónides y desde entonces el poema ya no ha regresado (ya nunca emprendió el regreso) al antiguo lugar, a la arquitectura espiritual que lo unía mediante una escala invisible con la trascendencia, no ha regresado ya nunca más a la oralidad instantánea y sin memoria, al templo invisible de un tiempo efímero en el que la palabra poética se sostenía sólo un instante en la emisión de unos fonemas más significativos como acto que como obra. A partir de entonces, la palabra del poema quedaría solidificada en lo que ya (y por vez primera) podía calificarse de mercancía poética.

Ahora bien, parece como si al descender del mundo divino (o al esfumarse la escala invisible) todo adquiriese un carácter mercantil, de tal modo que el agua habría sido de Dios (y por lo tanto un elemento vivo) mientras no se ha transformado en «Font Vella», «Evian» o «Lanjarón», es decir, en pequeñas partes de agua valoradas y analizadas técnicamente, capaces de fluir por el mercado y obtener precios variables, lo que equivale decir en «obra», siendo cada obra la que corresponde a su marca y caracteres diferenciales para el gusto y el análisis.

Si esto fuera así, la calidad mercantil de toda obra no sería sino la pura resistencia a un despilfarro del sentido en el claustro semántico del Otro. La mercancía, claro está, sólo sustituye ausencias y «Evian» ocupa la ausencia de «agua». Sin embargo lo ausente quizás tiene, en la mercancía, un asentamiento más firme ya que en todo momento podemos hacerlo venir (o podemos celebrarlo), ciertamente como ausente, pero ¿acaso vino alguna vez lo Otro con toda su presencia? Si alguna vez lo hizo, si el conjuro trajo alguna vez esa presencia, nunca lo sabremos porque los presentes fueron fulminados por un ángel demasiado fuerte y tremendo. Así que la invención de Simónides no sería sino la fijación y ligazón de una ausencia esquiva para no conmemorarla en tiempos fijos sino en el tiempo abierto de la pura arbitrariedad y a resguardo.

Esta vieja historia, de una actualidad permanente, es la que nos relata con rigor y excelente prosa (muy de agradecer en un mundo académico cada vez más iletrado) la profesora Neus Galí. Mis gaseosas analogías son tan sólo un oscuro telón de la verdadera narración de la obra, pero sírvame de excusa que han sido escritas tras la provocadora lectura de uno de los ensayos más imaginativos y sugerentes que he leído en los últimos años.23

ii. El mundo desencantado: novelas, cuentos, memorias, crónicas

Mateo Alemán. Apoteosis de un famoso pícaro

No debía de ser fácil, en la Sevilla de 1547, venir considerado como descendiente de un judío que ha abrazado el cristianismo con la intención de sobrevivir o medrar en sociedad. Los conversos, los célebres criptojudíos del barroco español, fueron en buena medida los artífices de nuestra mejor cultura. Debieron formar una élite consciente de su valía y quizás con razón se consideraban superiores a los cabestros que mandaban entonces y que les hacían la vida imposible. Es, en todo caso, asunto muy disputado. Sus defensores, el histórico Américo Castro y el actual Juan Goytisolo, tienen sus contradictores, pero los argumentos a favor de un numeroso grupo de intelectuales y escritores de ascendencia judía son sólidos.

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