Democracias y aristocracias compartían la concepción de que la idea y la materialización misma de la polis implicaban el ejercicio de la libertad, porque es justamente la libertad política la que garantiza que la ciudad se rija por sí misma, sea autónoma. De ahí que compartan como base de la organización cívica el respeto por la ley; la diferencia fundamental entre democracias y oligarquías se ubica en “quién” administra la ley, y qué se entendía exactamente por “ley”. Como señala atinadamente Rosalind Thomas (2002, p. 83):
La palabra más habitual para designarla, nómos, era significativamente imprecisa, pues incluía regulaciones escritas y no escritas, reglas, normas y costumbres; esta imprecisión debió de ser de alguna utilidad. Los atenienses se vanagloriaban de regirse por la “ley” y veneraban a Solón, quien la había establecido con sus reformas. También Esparta volvía la mirada atrás: hacia Licurgo, el mítico legislador, a cuyas leyes se atenían aunque, de hecho, no estaban escritas (toda una ventaja). Heródoto sugiere que la grandeza de Esparta se cimentaba en su respeto por el nómos (VII, 104), un concepto que, en este pasaje, comprende tanto las costumbres, es decir, los hábitos acrisolados en la sociedad, como la disciplina, su sistema educativo. Platón, a su vez, consideraba que “no hay polis que pueda ser llamada tal si no existen en ella tribunales debidamente establecidos” (Leyes, 766d).
En las ciudades griegas antiguas, la palabra argumentativa tuvo preeminencia sobre cualquier otro instrumento del poder; es, como dice Jean-Pierre Vernant (2011, pp. 61-62), “la herramienta política por excelencia, la llave de toda autoridad en el estado, el medio de mando y de dominación sobre los demás”. La aparición de magistraturas por elección significó una decisión humana que se asentó en el enfrentamiento y la discusión, y dio paso al nacimiento de la llamada razón griega, una razón inmanente al lenguaje, al intercambio verbal orientado al convencimiento y la persuasión. Esta razón persuasiva tiene una fuerza mítica que la rige: Peîtho, hermana de Metis, la “astucia inteligente”. La ciudad se forjó como un espacio de exposición y visibilización de sus participantes, ya que cada ciudadano debía exponer públicamente sus posiciones y asumir que los otros que la integran funjan como un jurado que decide sobre las opciones o alternativas que se le presentan. De ahí la importancia de la persuasión, de la fuerza de los argumentos para ganar una decisión. La política se liga así, de forma indisoluble, con el arte oratorio y la palabra argumentativa.
La plena publicidad, afirma Vernant (2011, pp. 62-63), es otro elemento fundamental para definir a la polis. Y ello en dos sentidos de público: a) lo que no es privado, sino relativo al interés común que concierne a todos los ciudadanos y b) lo que no es secreto, sino que tiene lugar a plena luz y ante la mirada de todos. La cada vez mayor participación ciudadana que tiene lugar con el surgimiento de la democracia hace más evidente la relevancia de lo público en la revisión y crítica de todo el campo significativo que articula a la ciudad. La discusión, el debate, la polémica y, la argumentación son las reglas del juego político que se lleva a cabo de manera abierta y pública, ante y frente a otros, sometidas a revisión y rendición de cuentas para lograr el consenso necesario que garantice la fuerza del bien común. Y toda esta publicidad se apuntaló con una escritura alfabética que facilitó tanto el registro y el resguardo, como la difusión de los acuerdos políticos, de las leyes y de todo el campo de conocimiento de interés común que constituye la paideia griega. La transformación de los saberes secretos en públicos, y a disposición de todos, generó también un cambio en los cultos que dejarán de estar resguardados en el “secreto de los palacios” para emigrar “hacia el templo, residencia abierta, residencia pública” (Vernant, 2011, p. 66). Hay que señalar, sin embargo, que no fue de golpe ni con facilidad como se dio el proceso de hacer público todo aquello que alguna vez fue saber privilegiado de unos cuantos. Y ello lo señala Vernant en virtud de que no es posible dejar de lado el papel de lo sobrenatural si se quiere comprender el ámbito político del mundo griego antiguo; destacadamente, señala el historiador, la práctica de la adivinación y el carácter sagrado de ciertas magistraturas. Es importante, asimismo, no perder de vista que la secularización que implica la vida política no significa ateísmo; las historias sagradas se engarzan con el ámbito político porque son ellas las que le dan fuerza simbólica a las decisiones humanas, contingentes y finitas (Flores Farfán, 2006a, pp. 31-50).
Un tercer rasgo fundamental para comprender el “universo espiritual de la polis”, como le llama Vernant (2011, pp. 61-79), es el reemplazo de las relaciones de sumisión y dominación que implican las jerarquías de poder por la consideración de todos los miembros de la polis como Hómoioi, es decir, como semejantes, hasta llegar a la forma más abstracta de Isoi, iguales:
se concibe a los ciudadanos, en el plano político, como unidades intercambiables dentro de un sistema cuyo equilibrio es la ley y cuya norma es la igualdad. Esta imagen del mundo humano encontrará en el siglo VI su expresión rigurosa en un concepto, el de isonomía: igual participación de todos los ciudadanos en el ejercicio de poder (Vernant, 2011, p. 72).
La ciudad isonómica, como afirma Francesco Fistetti (2004, pp. 13-51), coloca el poder de mando al centro, meson, en la medida en que es compartido por todos los ciudadanos, al tiempo que se estatuye como koinón, como un espacio en común que va más allá de los intereses particulares y en pro de uno válido para todos. Esta unidad soberana independiente y autónoma llamada polis, afirma Detienne (1981, p. 12), conoció realmente su primera aparición
cuando al combate desordenado, sembrado de hazañas individuales, que describe Homero, sucede el enfrentamiento de dos falanges compuestas por guerreros solidarios vestidos con el uniforme hoplita. Los “semejantes” del ejército se convierten en “semejantes” de la ciudad.
Sin embargo, no se consolidó sino hasta el momento en que esta comunidad isonómica se sostuvo en una idea de justicia y ley que no estaba anclada en la revelación, sino en leyes humanas escritas con carácter universal y aplicables a todos sin distinción de clase. Aristóteles apuntala esta idea cuando afirma que
la ley es taxis, “orden” (Política, III, 16,1287 a 18), es “razón sin pasión” (1287, a 33) y, al contrario tanto de las leyes deseadas por los tiranos como de las normas fundadas en la costumbre, es la única que se encuentra en condiciones de garantizar el meson, es decir, un criterio “imparcial” (1287b4).
La rivalidad propia de una colectividad conformada por individuos considerados políticamente semejantes pero con condiciones sociales, culturales y económicas diferentes necesitaba enmarcarse en un ámbito de amistad que impidiera que el odio, el enfrentamiento y el desacuerdo vencieran sobre los lazos de unidad obligados para la vida en común. Eris “poder de conflicto, rivalidad, discordia” y Philía “poder de unión, lazos de amistad, sentimiento de pertenencia a una comunidad” son las dos fuerzas que coexisten tensamente en la estructuración de la polis. Vernant (2011, p. 58) sostiene que los valores de lucha y de rivalidad deben asociarse al sentimiento de pertenencia a una sola y misma comunidad para lograr afianzar los lazos y sentimientos sociales. Es claro que la lucha y la confrontación son elementos propios de la actividad guerrera y política que delineó la vida de las ciudades griegas antiguas; sin embargo, no es el odio y la discordia lo que explica la vida comunitaria, sino el “sentimiento de pertenencia a una misma comunidad” el que nos permite acceder a una comprensión del sentido profundo de las poleis griegas en donde la vida política planteó la posibilidad de mantener una estimulante tensión entre la identidad personal y la identidad cívica porque la ciudad se imaginó a sí misma como una comunidad isonómica de amigos y, entre amigos, todo es común.
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