Leticia Flores Farfán - Vocablos griegos para un léxico de Filosofía política

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Pensar lo político es una tarea inacabada e inacabable porque el «vivir juntos» obliga a la constante revisión de las condiciones que hacen y harán posible la convivencia política con los otros y la viabilidad de la vida en común al interior de una ciudad. Volver a pensar nuestra forma de concebir la vida comunitaria y la gestión del intercambio social es el objetivo que persigue este libro al presentar un léxico de algunos vocablos fundamentales del pensamiento político en Occidente y en el marco propio de sus comienzos, es decir, en su inscripción griega porque volver sobre los propios pasos, afirma Leticia Flores Farfán, permitirá quizá encontrar otra forma de dialogar con nuestro pasado y nuestra tradición a fin de (re)construir nuestro presente político.Andres gar polis; philía; eleutherôs legein, isêgoria, parrhêsia; nomos; pólemos/stásis son los vocablos griegos analizados en este libro porque la autora, partiendo de la exégesis de los textos de autores antiguos y en complicidad con la tradición de lectura de la Escuela de París, asume, como afirmó Aristóteles, que la «división» está en el corazón mismo de la ciudad y, por ello, si queremos contener la división sin contención, es decir, la guerra civil, es necesario volver a pensar la importancia de construir fuertes lazos simbólicos como la «amistad» y un estricto respeto a la «ley» a fin de asumir con convicción la responsabilidad del ejercicio ciudadano y la defensa de las instituciones de la ciudad

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Historiográficamente podemos afirmar que el nacimiento de la polis se sitúa en el siglo VIII a.C. y se extiende hasta el IV, aproximadamente. Surge después de un período de cuatro siglos, denominado Edad Oscura, provocado por la crisis de soberanía real que desquebrajó la llamada civilización de los palacios. La caída del poder de la realeza palatina permitió que la responsabilidad de la soberanía (arkhé), entendida como dominio o poder de mando, ya no fuera exclusiva de un rey con características sagradas (Flores Farfán, 2006a, pp. 83-100), sino que se repartiera entre hombres que deberían deliberar y discutir para decidir sobre sus destinos en el ágora, espacio que quedó vacío y vaciado del poder absoluto que concentraba la realeza y, por tanto, espacio público, espacio cívico, lugar de encuentro entre los ciudadanos (polites). El ágora se convierte en la “sede de la hestía koiné”, en el ámbito de lo común, como afirma Jean- Pierre Vernant (2011, p. 60). A partir de ese momento, la responsabilidad del acontecer social será de todos los ciudadanos y, para lograr el vigor de esa obligatoriedad común, explica Wolff, la deberán cobijar en una politeia que si bien engloba a los regímenes políticos y sus constituciones, abarca mucho más que eso pues da cuenta de formas de vida, de “un proyecto global de vida en común que incluye programas de educación, organización del trabajo y del ocio, reglas morales, etcétera” (Cassin, 2018b, p. 1180).

Andres gar polis, afirma Tucídides (VII, 77, 7), es decir, son “Los hombres [...] los que constituyen una ciudad y no unas murallas o unas naves vacías”. Esta afirmación permite una mejor comprensión de lo que significa polis pues deja ver que en las ciudades griegas la autoridad se ejercía en forma directa y, por ello, la ciudad no es solamente el conjunto de sus miembros, sino un espacio autoinstituyente y autónomo en donde se determina el sentido y significado de la existencia comunitaria. Eso es lo que le permite al general Nicias (Tucídides, VII, 77, 4) decir que “dondequiera que acampéis, os convertiréis de inmediato en una ciudad”. La ciudad se gobierna a sí misma porque es en sus integrantes en donde recae la autoridad. Y justo porque hay una sinonimia entre ciudad y ciudadanos, las ciudades griegas se pensaron siempre con dimensiones pequeñas, sociedades “cara a cara”, culturas de la vergüenza, como las llama Dodds (1980) en las cuales las diferencias y discrepancias se deben dirimir en un espacio público que se entiende como un espacio común y compartido por todos. La llamada cultura del honor y la vergüenza se caracteriza por un espíritu agonal, es decir, de competencia y rivalidad, que centra la construcción de la identidad personal en el tejido social que otorga a cada uno de los hombres un nombre, una filiación, un comienzo, una posición dentro de la comunidad (Flores Farfán, 2011, p. 15).

La ciudad es un espacio de encuentro entre ciudadanos dispuestos a participar en las decisiones que atañen a todos. Hegel (1980, pp. 458-459), hablando de la democracia ateniense, señala:

La democracia implica la presencia inmediata, la palabra viva, la visión directa de la administración, que infunde confianza al espectador interesado. Lo que va a ser resuelto necesita afectar a los individuos de un modo vital; los ciudadanos han de ser conmovidos; se trata de los ciudadanos como individualidades, no de su intelecto abstracto, sino de su visión determinada de las cosas, de su interés. De aquí la necesidad de la elocuencia, que opera como excitante sobre los ciudadanos. Los buenos oradores del gobierno han de exponer el asunto. Para tomar la resolución es menester una asamblea que esté reunida y presente al resolver; se necesita que el interés del hombre entero, su pasión, se ponga y esté en movimiento común, para que puedan tomarse resoluciones comunes […] El ciudadano tiene que estar presente en la discusión capital, tiene que participar como ciudadano en la decisión, no con su voto meramente, sino en el ardor que conmueve y es conmovido, con la pasión y el interés del hombre entero, presente al acto, con el calor de la decisión entera.

La ciudad no es una entidad abstracta configurada con base en fronteras geográficas, sino un tejido de relaciones humanas en donde cada hombre, individualmente, se confronta y comparece ante otros hombres iguales a él buscando su reconocimiento en tanto amigos dignos de confianza y en función del compromiso puesto en las acciones realizadas. El compromiso y la preeminencia de la ciudad es tal que Martha C. Nussbaum (1995, p. 438) no duda en afirmar que:

La polis griega tenía una presencia mucho mayor y más inmediata en la vida de los ciudadanos que los regímenes democráticos modernos. Sus valores estructuraban e impregnaban toda la existencia de los ciudadanos, incluida su educación moral; se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que el ciudadano medio participaba realmente en la formación y control de dichos valores. Por tanto, la privación de esa posibilidad no era prescindir de algo periférico a la vida buena, sino alienarse de la base y fundamento del buen vivir mismo.

Ciudadano, como afirma en términos generales Aristóteles (Política, 1275b), es aquel que “tiene derecho a participar en la función deliberativa o judicial de la ciudad”. En las oligarquías la participación quedaba reducida a las clases aristocráticas que acogían tanto a los “bien nacidos” como a aquellos que lograron enriquecerse gracias al comercio. En la democracia ateniense, y en virtud de las reformas de Solón, Clístenes y Efialtes, los desposeídos también pudieron formar parte del cuerpo de ciudadanos. Estas consideraciones nos llevan a centrar nuestra atención en la idea de que la ciudadanía, como afirma Rosalind Thomas (2002, p. 70) con respecto a la ciudad clásica:

no era un derecho de nacimiento e inalienable; era más bien una creación legal y política. Durante una revolución, por ejemplo, podía ser redefinida para extender sus derechos a una gran cantidad de nuevos ciudadanos, o para que los perdieran algunos de los miembros antiguos, o para reducir el acceso al poder político de muchos de ellos […] También podía perderse por otras razones; las causas más graves se refieren a la traición y la impiedad.

Las condiciones para otorgarle a un individuo la ciudadanía se determinaban, sin duda, con base en criterios políticos convencionales y en contextos específicos en los que la correlación de fuerzas entre pobres y ricos se inclinaba hacia uno u otro lado de la balanza. En Atenas, según Canfora (2000, pp. 148-150), la ciudadanía era altamente apreciada y la poseían únicamente los varones, adultos, libres y atenienses de nacimiento por línea paterna y materna; es decir, una relación de un ciudadano por cada cuatro esclavos. A ello hay que añadirle la exclusión de las mujeres, de los varones que no eran “pura sangre” en virtud de que solamente uno de los padres era ateniense, y de los pobres que por no poder adquirir la armadura indispensable para participar en la guerra no pudieron durante un largo periodo acceder a la condición de ciudadano-guerrero. No fue sino hasta la consolidación de Atenas como una potencia marítima, que se amplió la participación política a los pobres dado que se convirtieron en una “masiva mano de obra bélica” de marineros que no requerían armarse a sí mismos. La idea de ciudad continuó siendo sinónima de ciudadanía pero los ciudadanos aumentaron y, con ello, la desconfianza porque ya no se conocían entre sí y se creó un clima de sospechas que, como señala Tucídides (VIII, 66, 3) fue el ambiente que prevalecía en Atenas antes del golpe oligárquico del 411. La ampliación de la ciudadanía no fue bien vista ni por demócratas ni por oligarcas en distintas coyunturas de la historia ateniense. Una parte de la oligarquía, debido a que quedó dividida entre quienes aceptaban la participación de los pobres y los que no, asumió el papel de educadores políticos y guía de las decisiones de la ciudad; la otra, propugnó por una disminución en el número de ciudadanos (a 5000) al volver a otorgar la ciudadanía únicamente a los que podían hacerse del armamento necesario para la guerra, es decir, excluir a los pobres. Los demócratas, por su parte, no dudaron en excluir de la ciudadanía a los oligarcas y considerarlos átimoi, ciudadanos disminuidos como señala Canfora (2000, p. 148) cuando perdieron el poder. Para el 404 cuando los oligarcas vuelven al poder se lleva a cabo la más fuerte disminución de ciudadanos (3000 de pleno derecho) y se propicia el éxodo de demócratas y aliados del sistema democrático.1

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