Leticia Flores Farfán - Vocablos griegos para un léxico de Filosofía política

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Pensar lo político es una tarea inacabada e inacabable porque el «vivir juntos» obliga a la constante revisión de las condiciones que hacen y harán posible la convivencia política con los otros y la viabilidad de la vida en común al interior de una ciudad. Volver a pensar nuestra forma de concebir la vida comunitaria y la gestión del intercambio social es el objetivo que persigue este libro al presentar un léxico de algunos vocablos fundamentales del pensamiento político en Occidente y en el marco propio de sus comienzos, es decir, en su inscripción griega porque volver sobre los propios pasos, afirma Leticia Flores Farfán, permitirá quizá encontrar otra forma de dialogar con nuestro pasado y nuestra tradición a fin de (re)construir nuestro presente político.Andres gar polis; philía; eleutherôs legein, isêgoria, parrhêsia; nomos; pólemos/stásis son los vocablos griegos analizados en este libro porque la autora, partiendo de la exégesis de los textos de autores antiguos y en complicidad con la tradición de lectura de la Escuela de París, asume, como afirmó Aristóteles, que la «división» está en el corazón mismo de la ciudad y, por ello, si queremos contener la división sin contención, es decir, la guerra civil, es necesario volver a pensar la importancia de construir fuertes lazos simbólicos como la «amistad» y un estricto respeto a la «ley» a fin de asumir con convicción la responsabilidad del ejercicio ciudadano y la defensa de las instituciones de la ciudad

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Rosalind Thomas (2002, p. 70) se pregunta por las razones que impulsaron a los atenienses a conformar los mitos de autoctonía. Y responde que quizá puedan verse como una respuesta a la fragilidad de una ciudadanía creada por decisión política. Con este tipo de narraciones, la democracia ateniense logró apropiarse de una larga tradición aristocrática que ligaba sus privilegios al linaje noble del génos o familia, raza, clan al que pertenecían; esta nobleza de nacimiento se hacía ahora extensiva a todos los ciudadanos porque todos ellos al nacer de la misma tierra se vuelven miembros de una misma familia, la de los atenienses. La unidad política que emana de esta comunidad de nacimiento es tan relevante que no hay discurso fúnebre oficial que no haga alusión al carácter oriundo, de nacido en la propia tierra característico de los autóctonos. Como sostiene Glotz (1957, 100):

Los atenienses se vanagloriaban de ser autóctonos, lo que significa que entre ellos no había raza dominante ni raza esclavizada, no había nada que se pareciese a los ilotas que trabajaban para los espartanos. Cuando esta población homogénea y libre formó un estado, lo hizo por medio de un sinecismo que hacía de todos los áticos, atenienses por igual, y de Atenas la capital de un pueblo unido [...] así, desde los más lejanos tiempos la unidad étnica y territorial realizó para siempre la condición moral y material de la igualdad política.

Los relatos de autoctonía permitieron entroncar la identidad cívica con el pasado mítico de unos hombres oriundos del mismo lugar en el que habitaban y hacer de la ciudad un oikos. Los nacidos de la tierra ateniense crearon un estrecho vínculo con el suelo de nacimiento, porque se afirmaba que en esa tierra habían vivido por siempre y, por ello, sus habitantes habían logrado establecerse de manera más sólida, más civilizada y pura, en tanto menos “mezclada”, dándoles así a los atenienses un linaje antiguo que se remontaba a su primer habitante, Erictonio, el héroe autóctono nacido de las entrañas mismas del suelo ático (Flores Farfán, 2011). Atenas aparece así como una gran familia, una comunidad natural o koinonía cuyos miembros, analogando lo que nos dice Aristóteles (Política, 1252b15) con referencia a la polis, son homosipioi, omokapoi pues comparten el pan en la misma mesa a la manera de los oikoi, la familia doméstica que reúne a los hermanos de sangre. Los lazos de pertenencia, la comunión solidaria se extiende hacia todos aquellos que comparten la misma identidad política. Por ello, en opinión de Aristóteles y Plutarco, la importancia de las reformas de Solón recae en el principio según el cual el daño causado a un individuo particular es, en realidad, un atentado contra todos y, por eso, es posible el derecho de perseguir la injusticia sin haberla sufrido en carne propia. Al ciudadano ateniense se le enseñaba que ante cualquier disensión interior la única lealtad que obliga gravemente es la de la ciudad; por ello, la moral, la virtud cívica, aparece como una exigencia, como un compromiso al cual debemos adherirnos para poder garantizar y fortalecer la vida común. Y la idea de “lo común”, del acuerdo o la unanimidad sobre el tema que se trate no radica, nos dice Aristóteles (Ética a Nicómaco, VIII 1167a 35ss):

en pensar todos lo mismo, sea lo que fuere, sino en pensar lo mismo sobre la misma cosa, como cuando el pueblo y las clases selectas piensan que deben gobernar los mejores; pues de esta manera todos obtienen lo que desean. Así pues, la concordia parece ser una amistad civil, como se dice, pues está relacionada con lo que conviene y con lo que afecta nuestra vida.

Y esa amistad civil a la que alude Aristóteles es equivalente a la moral de la que habla Victoria Camps (1990, p. 24) cuando afirma que la moral significa:

compartir un mismo punto de vista respecto a la necesidad de defender unos derechos fundamentales de todos y cada uno de los seres humanos. Pues bien, la asunción de tales derechos si es auténtica, ha de generar unas actitudes, unas disposiciones, que son las virtudes públicas.

Los discursos oficiales griegos parecieran querer dejar en claro que no existía ninguna separación entre ética y política en la polis porque no había una idea de individuo separada de la de ciudadano. Renunciar al cumplimiento de una obligación ciudadana implicaba condenarse a la atimía “deshonra”, a la pérdida de todos los derechos políticos y a la exclusión del pacto no escrito que la vida en común es el objeto más deseable en tanto en ella se dan las condiciones necesarias para el pleno desarrollo de sus participantes, tal y como se señala en la ley sobre la stásis promulgada por Solón. En el discurso fúnebre de Pericles, recogido por Tucídides, el político declara que los atenienses consideran inútiles a los que no participan en la acción política y ello, necesariamente, porque la palabra misma polítes, de la que deriva política, significa “ciudadano, miembro activo de la polis”. Estas posiciones comunitaristas, como afirma Fernando Bárcena (1997, p. 115), defienden la naturaleza esencialmente política del ser humano, la concepción del individuo como ciudadano, la importancia de la comunidad y de las tradiciones en el proceso de constitución de la identidad personal del sujeto. Ser ciudadano implica una participación en el espacio público, la formación de virtudes cívicas y la articulación moral del bien común. La comunidad es una fuente de valores, deberes y virtudes sociales en la medida en que la idea de buen gobierno, eunomía, se traduce en dos ideas esenciales, a saber: 1) la primacía del bien común sobre el interés particular y 2) el gobernante no gobierna en su propio provecho, sino en el de la comunidad de ciudadanos que no es entendida como la suma de intereses individuales, sino como la “felicidad pública” (Flores Farfán, 2006a, pp. 193-194).

Châtelet (1990, pp. 130-147) señala –siguiendo a Heródoto y a Tucídides– que el nacimiento de la ciudad se liga al de la Justicia, Dike, es decir, al surgimiento del respeto a un orden legal que se pone por escrito y que, de esta manera, se ubica como una medida o iguala común al interior de la comunidad. Heródoto puso de manifiesto la diferencia entre un imperio cuyo orden recae en la persona del amo y las ciudades que se rigen y gobiernan por la obediencia a la ley. La ciudad no es de un solo hombre, nos dice Heródoto en Historias y, por ello, marca con la respuesta de Demarato a la pregunta de Jerjes de si los griegos lucharían si no tuvieran un jefe que los empujara a la batalla a pesar de su inferioridad numérica, una diferenciación, entre los imperios cuyo orden recae en la persona del amo y las ciudades cuya regulación obedece a la ley:

Porque aunque libres, no lo son completamente porque tienen como amo a la ley que temen más que a ti tus vasallos. Porque hacen lo que ella les manda y ella les manda siempre lo mismo: nunca volver las espaldas en la batalla por numeroso que sea el enemigo. Sino que permaneciendo en su puesto, vencer, o morir (VII, 104).

Con Tucídides, esta interpretación se afianza ya que asume que la ciudad y la edad histórica nacen con las primeras legislaciones, el código draconiano y las reformas de Solón, porque al poner la ley por escrito se logró paliar la arbitrariedad de la aristocracia en el ejercicio del poder. Escribir las leyes, nomos, se convirtió, entonces, en una tarea impostergable porque la letra de la ley enclava la sanción del delito en el espacio público; por ello, afirma Ronald Stroud (1992, p. 111):

A finales del periodo arcaico y en la época clásica, decretos oficiales, tratados y dedicatorias públicas se tallaban en millares de columnas de piedra o se grababan en placas de bronce para ponerlos a la vista del público. En ninguna parte del mundo griego es más conspicua la obsesión con la responsabilidad pública a través de las inscripciones en piedra que en la democrática Atenas de los siglos IV y V.

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