María Adelaida Escobar-Trujillo - Tiempo del sur

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Tiempo del sur (UNIVERSIDAD EAFIT, 2018) nos sumerge en la historia de una familia de Medellín, los Restrepo García, a través del monólogo interior de cuatro de sus mujeres: Manuela, Titi, Elena y Elisa. Estas cuatro mujeres, aunque son muy distintas en edad, personalidad y experiencias, tienen en común el conocimiento de lo que significa, de un modo u otro, sobrellevar una existencia al margen. Elena, madre y abuela de las otras protagonistas, descubre a sus casi setenta años que ha llegado a la viudez sin haber podido expresar sus opiniones o deseos al haber sido silenciada durante décadas por el carácter férreo de su marido, Ignacio. Elisa, la hija mayor de Elena, mantuvo su homosexualidad en secreto hasta que, ya en su madurez, encontró a la mujer de su vida, Laura. Titi, la hija menor de Elena, escapando de las deudas contraídas en Colombia, ha vivido como emigrante ilegal en los Estados Unidos durante once años y, junto a su marido y sus hijos, al no haber conseguido el estatus de refugiados en Canadá, debe enfrentarse al regreso forzoso a Colombia. Manuela, hija de Titi, vive, al igual que sus padres, como ilegal en Estados Unidos y, más tarde, tras su vuelta a Colombia, se vuelve a sentir al margen en Medellín, ciudad que la vio nacer pero con la cual no se identifica. La novela narra la lucha íntima y cotidiana que cada una de estas mujeres para hacerse con las riendas de su vida. Uno de los elementos que llama la atención de Tiempo del sur es su minuciosa y original estructura. La narrativa está organizada en seis tiempos diferentes («Tiempo de inicio», «El paso del tiempo», «Los buenos tiempos», «Tiempo de cambio», «Tiempo de respuestas» y «El final de un tiempo») y cada una de esas etapas está formada por cuatro monólogos de las protagonistas. Un total de veinticuatro piezas diseñadas con precisión de orfebre articulan un mosaico detallado, complejo y armónico de los dilemas y los afectos que vertebran la vida de las Restrepo García.

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—No fuiste tú, mami, no seas bobita. No es tu error ni tampoco de mi papá –le insistía queriendo aliviarle la culpa religiosa, católica, que yo sabía que la atormentaba–. No es de culpas. Es la vida. A ti te gustan los hombres, a mí las mujeres. No es una aberración ni una enfermedad.

Mi tía Clara me contó que cuando Lau y yo nos fuimos a vivir juntas, a mi mamá le dio durísimo. Yo no sabía que se estaba sintiendo tan mal, me dolía verla contrariada, pero a la vez me asombraba –todavía hoy me asombra– su amor incondicional. Nunca, desde que le conté que estaba enamorada de Lau, he sentido que mi mamá haya dejado de quererme o haya tratado de manera despectiva a Lau. Dudaba de sí misma, de la educación que me dio. Se reprochaba no haberme prohibido algunas amistades o no haberse mostrado más firme en sus opiniones frente a mi papá. Tal vez es verdad que el tiempo y la costumbre todo lo cambian, hasta el espíritu católico de nuestras madres, me repetía Lau cada vez que me veía decaída pensando en cómo ayudarle a mi mamá.

Cuando nos conocimos en esa primera comida donde María, al final, cuando todos se estaban yendo, ella nos rogó a Lau y a mí que nos quedáramos y nos tomáramos otro café. Mientras María preparaba el café en la cocina, le dije a Lau que me encantaría volverla a ver y, sin pensarlo dos veces, le dije que me encantaba su sonrisa. Yo no sabía si a Lau le gustaban las mujeres o si tenía una pareja –de eso no se habló durante la noche–; lo único que sabía era que a ella se le notaba que estaba interesada en mí. De todas maneras, su curiosidad y el hecho de que me hubiera reconocido no eran evidencias suficientes para presuponer que se sintiera atraída por mí como yo lo estaba por ella. En un primer momento, me sentí un poco apenada por mis palabras, pero cuando ella me “mató el ojo”, la pena se me quitó y me sentí feliz.

Estoy segura de que María presentía que entre nosotras podría haber algo y quería darnos tiempo para estar solas. Hoy, casi diez años después, recuerdo cada movimiento, cada palabra de ese primer encuentro. Desde el salón, Lau le preguntó a María si podía poner una canción. Luego se sentó en el sofá de la biblioteca y, extendiendo su mano, me invitó a sentarme a su lado.

—¿Te gusta Cerati? –me preguntó mientras empezaba a sonar “Bocanada”.

—Sé que es el cantante de Soda Stereo, pero nunca lo he escuchado, por lo general escucho tangos –le contesté.

—Te lo presento –me dijo regalándome otra de sus sonrisas.

Yo cogí el cuadernillo con las letras de las canciones, me senté en el extremo izquierdo del sofá y seguí mirando las fotografías del cd. Lau se quitó los zapatos, subió las piernas al sofá y las dobló poniendo la derecha sobre la izquierda bajo sus caderas. Su pie derecho rozaba mi pierna, y mi corazón palpitaba rapidísimo. Sus manos eran pequeñas, sus uñas parecían las de la madre Inés en el colegio: impecables, sin pintauñas y bien cortadas. Detallé sus dedos, el lunar que tenía en la muñeca, y sentí, como una ola que iba y venía, el olor de su perfume.

La siguiente canción que sonó fue “Puente” –hoy me sé el cd palabra por palabra, sonido a sonido, y cada vez que lo ponemos, o lo pongo a solas, recuerdo con toda claridad lo que sentí en aquel momento–. Las dos permanecíamos en silencio dejando que la música llenara todo el espacio. Sus manos rozaron la mías y tomaron de ellas el cuadernillo. Sentí por un instante la delicadeza de su piel. De repente, la voz de Cerati se hizo una con la de Lau y los escuché decir al unísono: “Gracias por venir. Adorable puente. Cruza el amor, cruza el amor por el puente, usa el amor, usa el amor como un puente”. En aquel instante fui yo quien dio las gracias porque ella estuviera allí, justo a mi lado, abriéndome la puerta de algo nuevo y fuerte que estaba esperando hacía mucho tiempo.

—¿Cuándo? –me preguntó. Yo me quedé desconcertada sin saber de qué hablaba. Al ver mi cara, me dijo:

—¿Nos vemos el domingo?

—El domingo, sí. Claro que sí –contesté.

María entró en ese momento con el café, y mientras conversábamos las tres, no dejaba de pensar que volvería a ver a Lau.

Lau entró en mi vida convirtiéndome en un mar con solo imaginarla, desde el primer momento quise acariciarla, saber cada detalle de su vida, de su historia. Lau cambio cien por ciento mi rutina, el tiempo se convirtió para mí en momentos con y sin ella.

Durante los primeros meses de nuestra relación, cuando Lau todavía estaba en Medellín, pasamos largas horas en su casa junto a doña Leo. Jugábamos con ella a las cartas, veíamos películas que alquilábamos en el Colombo o conversábamos las tres hasta que doña Leo se cansaba y le pedía a Lau que la ayudara a ir a su cuarto. Los fines de semana, por el contrario, los pasábamos en mi casa, o salíamos a pasear por Las Palmas o Santa Elena, o caminábamos juntas por el centro de la ciudad.

La primera vez que la besé sentí de nuevo el temblor que me había recorrido en casa de María. Habíamos pasado la tarde conversando, contándonos lo que hacíamos, quiénes éramos. Me confesó que desde que me había visto en el aeropuerto se había sentido atraída por mí. Que se había hecho a mi lado junto a la banda para coger las maletas, pero nunca se imaginó que me volvería a ver. Mientras ella me contaba de su trabajo como publicista o de las fotos que estaba tomando para una exposición a finales de diciembre, yo la miraba escuchando cada palabra, pero quería tocarla, besarla, sentir su piel. Nunca antes había sentido una atracción tan grande por nadie. Nunca –antes de Lau– había querido tanto estar con alguien, compartir, conocer cada detalle, cada partícula de otro ser humano. En aquel momento quería abrazarla, pasar mi mano por su cuello, sentir su pelo, rozar con la punta de mis dedos sus senos, bajar con mis manos por su cintura. Decidí entonces levantarme, moverme de aquel salón pequeño de mi casa para no sentirme tan ansiosa. Le ofrecí un té y me fui por unos minutos a la cocina.

La casa estaba en silencio y solo se escuchaba el sonido del agua hirviendo. Yo miraba las montañas desde la ventana de la cocina y veía cómo había empezado a llover. Pensé en Titi, en la lluvia que tanto le gustaba. Imposible saber qué estaría haciendo en aquel momento, en esa vida de la que ya no tenía ningún referente. Pensé en Manue, en Migue, y respiré hondo deseando que los tres estuvieran bien.

Estaba tan concentrada pensando en ellos que no me había dado cuenta de que Lau había entrado a la cocina y estaba preparando el té en silencio. Cuando terminó, se paró detrás de mí y puso sus manos sobre mi cintura abrazándome. Nos quedamos así, sin movernos, mirando la lluvia y las montañas hasta que empezó a besarme el pelo, las orejas.

Nunca he sentido nada tan fuerte y profundo como lo que siento a su lado. Después de casi diez años de estar juntas, cada día la quiero más. Admiro su pasión, su capacidad de hacer muchas cosas bien al mismo tiempo, su forma de ver el mundo y capturarlo con su cámara. Me enamoran sus formas delicadas, su porte, la elegancia con que se mueve en todas las esferas, con seguridad y placidez. Me gusta que no le tiene miedo a nada y que lo intenta todo. Me encanta cómo piensa que ser lesbiana no es un problema, un castigo o una limitación, sino una oportunidad que no muchos tienen la suerte de vivir. Adoro su amor por la música, la relación tranquila que vivió con su mamá. Me desesperan un poco su desorden y, en algunos momentos, sus silencios. Si discutimos es porque ella es un poco snob o porque yo soy impaciente o bossy , como ella me dice. Pero desde que vivimos juntas, incluso desde antes, aunque discutimos muchas veces, solo hemos peleado en cuatro o cinco por cosas de verdad importantes: mi obsesión por querer resolverles la vida a mi mamá y a Titi, su deseo, desde hace un par de años, de volver a Nueva York y mis celos infundados por Katherine.

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