De hecho, en los primeros días que estuvimos juntas nunca le pregunté si estaba con alguien, ni siquiera lo pensé, para mí era obvio que no. Hasta que una tarde me habló de Katherine, de su estudio, y me aclaró que la exposición de diciembre la harían juntas. Lau no es una persona de mentiras o dobleces, pero a veces omite detalles que para mí son importantes. Katherine fue uno de ellos. Esa tarde y días después no podía dejar de pensar que tal vez la relación que estábamos comenzando era algo pasajero para ella, un encoñito de vacaciones. No era así, me repetía cuando me veía dudar o distanciarme. Katherine era –y todavía es– una persona fundamental en su vida, como lo es para mí Quintero. Su colega, su mejor amiga, me aseguraba, pero hacía mucho había dejado de amarla y mucho más de desearla.
Confieso que me costó un par de meses –bueno, en realidad dos o tres años–, salir del fantasma de Katherine, de las referencias de Lau a sus proyectos en común, a sus viajes, a sus amigos. Pero tenía claro que Lau había dejado su vida en Nueva York para arriesgarse a todo conmigo, inclusive a volverse una figura que va de boca en boca en nuestro círculo de conocidos de Medellín.
Volver a esta ciudad no debe ser fácil, mucho menos cuando se ha pasado tanto tiempo lejos y un poco desconectado de la realidad de Medellín. Lau insiste en que cada uno, a su manera, hace pequeños sacrificios para estar con quien quiere. El de ella fue dejar Nueva York, y no se arrepiente, y el mío fue por fin salir del clóset. Diez años son mucho y también son poco si lo comparo con las relaciones de las personas que me rodean. En mi concepto, es el tiempo suficiente para saber a ciencia cierta que mi vida tomó el rumbo que yo soñaba. Lau es el lugar donde quiero estar, mi familia, mi hogar. Me imagino envejeciendo a su lado y ahora no me importa si es aquí –en este Medellín del que nunca creí que pudiera irme– o en Madrid, Singapur o Nueva York. Esto es lo que me gusta de haber llegado a los cuarenta, alcanzar este tipo de certezas y poder vivir lo que es mío y me estaba esperando.
II. EL PASO DEL TIEMPO
TITI
OCTUBRE DEL 2003
A las seis sonó la alarma por primera vez. A las seis y cinco volvió a sonar y Santi, ya medio despierto, me felicitó entre murmullos. Otro cumpleaños, pensé. Nos quedamos un par de minutos más entre las cobijas dándonos besos, haciéndonos cosquillas. A las seis y veinte, mientras Santi se bañaba, sonó el teléfono, era mi mamá. Me felicitó emocionada y prometió llamarme más tarde, cuando el papá regresara a almorzar. A las seis y cuarenta y cinco, cuando preparaba el desayuno de los niños y de Santi, entró otra llamada, era Elisa. Me dio mucha risa escuchar su canción desentonada. A las siete los niños salieron con Santi, Manue al colegio y Migue a la guardería. Cuando nos despedimos en la puerta, nos dimos un abrazo de oso los cuatro, Manue y Migue me dieron su regalo. Cerré la puerta, fui a la cocina y, después de limpiar un poco, me serví un café y me recosté en este sillón de la sala donde todavía estoy.
Hoy, 9 de octubre del 2003, cumplo treinta y cinco años. ¡Qué vejez! Han pasado más de dos años desde que llegamos a Indianápolis y en este tiempo todo ha cambiado en mi vida. Dejé de ser una profesora de preescolar para convertirme en una empleada doméstica de lujo. ¡Qué risa! O mejor, ¡qué tristeza! Ya ni siquiera sé.
Sí, limpio las casas de cinco familias ricas de Indiana. Ordeno las habitaciones, salas, cocinas y sótanos. Tiendo las camas, plancho pantalones y camisas, lavo los platos, los baños, aspiro los tapetes y sacudo el polvo acumulado de las bibliotecas, escritorios y mesas de noche. Riego las plantas de interior, apilo papeles, pongo en su lugar lápices, juegos de video, trofeos, muñecos, y también encuentro los objetos perdidos. En algunas de estas casas limpio ceniceros, mientras que en otras quito de los muebles pelos de perros y gatos. Organizo los libros y cuadernos de los niños. Sacudo el polvo de los marcos de los cuadros, las fotos familiares, los diplomas obtenidos, y pongo toda mi atención en los objetos queridos. Guardo los cepillos de dientes, el maquillaje, los perfumes y lociones de sus dueños. Pongo en la canasta de la ropa sucia la ropa interior o de deporte que dejan tirada en los baños, así como las toallas y las sábanas usadas durante la semana. Limpio los bombillos, las lámparas, los marcos de las puertas, las cerraduras y también los tomacorrientes. Quito las migas de las tostadoras, limpio los regueros de las neveras, saco la grasa del horno, pongo los vasos, platos y cubiertos en su lugar. Cuelgo las camisas y los pantalones después de plancharlos. Por colores, o según el gusto de cada cual, clasifico en pilas los sacos y camisetas dentro de los armarios. Limpio, con un trapo de cuero, los vidrios de las ventanas, y si tengo tiempo, lavo los basureros o brillo los objetos de plata. Todo eso, a lo negro, por veinticinco dólares la hora, sin permiso de trabajo, sin impuestos, sin prestaciones y sin importar la carga de trabajo.
Trabajo cuatro o cinco horas por día, pero a veces puedo permanecer hasta seis o, si he terminado antes, irme después de solo tres. Igual me pagan el trabajo extra, pero nunca me descuentan la hora o los minutos de menos, siempre y cuando el trabajo esté hecho. Aunque yo prefiero no correr y hacer mi trabajo bien. Todas las señoras donde trabajo son adoradas conmigo, en especial Ms. Claire, quien me trata como si fuera su hija. Lo malo es que cuando me hablan casi no les entiendo, y mis respuestas en inglés son unas frases casi infantiles que me avergüenzan, por lo que me limito a sonreír, aunque parezca boba.
¡Cómo ha cambiado mi vida! Nunca imaginé que pudiera terminar limpiando casas, pensando en los productos de limpieza o acostumbrándome a un trabajo físico tan desgastante. Pero me pagan bien, mucho mejor que en Colombia, y ahora eso es lo que me importa. ¡Qué ironía! Si en Medellín me hubiera ganado lo que ahora me pagan por ser una muchacha del servicio, no habríamos perdido nuestro apartamento y mucho menos me habría visto forzada a realizar esta especie de exilio en el que hoy vivo.
Lo más chistoso y hasta paradójico, como dice cada una de las señoras donde trabajo, es que tengo talento natural para la limpieza, la organización y la belleza. Siempre me ha gustado que todo se vea lindo, ordenado y resplandeciente. Por eso no me cuesta mucho este trabajo, y a veces hasta lo disfruto cuando veo cómo me quedan de lindas esas casas. Y aunque a mucha gente que conozco le parece horrible que sea una sirvienta, y no pueden creer que después de dos años siga en este trabajo, yo estoy bien. Me siento valorada y, lo que es más importante, me siento segura. Yo, la verdad, me imagino que las señoras saben que trabajo ilegal. Pero igual lo disimulan muy bien, y no les importa porque ellas también ganan. Lo mejor de este trabajo es que ellas me respetan, me tratan bien y aprecian lo que hago, y eso me sube el ego.
Al principio no fue así. Estaba muerta del miedo, imaginaba que iba a quebrar algún objeto valioso o que iban a sonar las alarmas y no iba a tener tiempo de desactivarlas, y entonces llegaría la policía o vendrían los bomberos. Tenía pánico de que en algún momento me denunciaran, dejaran de pagarme y se aprovecharan de mi situación. Menos mal –y toco madera– hasta ahora ninguna lo ha hecho y he podido ayudarle un poquito a Santi.
En septiembre, tres meses después de llegar con los niños, seguíamos con una deuda tan horrible con el papá y con Elisa que no tuve otra opción que ponerme a trabajar en lo que fuera. La plata que había traído de la venta de todas las cosas de nuestro apartamento más lo que mis papás, Elisa y las tías me habían dado no nos alcanzó para mucho. Solo para la cuna de Migue, la cama de Manue, nuestro colchón, la ropa de invierno, los utensilios básicos de cocina, un televisor nuevo y un sofá de segunda. El salario de Santi como cargador en una empresa frigorífica de carnes –pobrecito– nos daba justo para lo básico y para pagar la cuota de los dos carros. Y no es que tengamos dos carros por lujo o por chicaneros, es que acá uno los necesita porque si no, no se puede mover por esta ciudad que no tiene taxis ni tan siquiera buses o metro, como Medellín.
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