En 1850 Pérez Rosales salió de Valdivia en compañía de Guillermo Frick para dirigirse a La Unión y Osorno. Desde allí, dejando atrás Los Llanos y siguiendo rumbo sureste, los viajeros se internaron en “un bosque tan espeso, que ni las cartas podía leerse a su sombra”, hasta llegar al lago Llanquihue. Pérez Rosales encargó a un indígena que rozara el bosque, que ardió durante tres meses 299 . Los terrenos así desbrozados, planos y de gran calidad, se prestaban especialmente para la agricultura, por lo que numerosos colonos pudieron radicarse en la margen norte del lago. La construcción de un camino hasta la ribera norte del lago Llanquihue fue muy dificultosa, por lo pantanoso del terreno, por lo que fue necesario “plancharlo”, es decir, cubrir los sectores más peligrosos con troncos de árboles tendidos transversalmente y con la parte superior canteada. La ocupación de las márgenes del lago debía resultar más fácil desde el mar, y más concretamente desde el lugar denominado Melipulli, excelente rada y varadero en el seno de Reloncaví. En 1852 se construyó allí un galpón y pronto llegaron 44 matrimonios de alemanes, con 212 personas. En 1853 se fundó en ese lugar Puerto Montt, y allí comenzaron a arribar los buques con inmigrantes. El ímprobo y sostenido trabajo de estos, en un sector cubierto de espesos bosques, pronto comenzó a dar frutos. Ya hacia 1870 el pueblo tenía 800 casas, todas de madera y de solo un piso, alumbrado de faroles de parafina, una plaza donde estaba la Intendencia y la parroquia, y otra con el hospital y la capilla protestante, una plaza de abastos, dos paseos públicos y tres calles principales paralelas al mar, rectas, anchas y bien niveladas, y con sus aceras cubiertas con tablones de alerce 300 . Así describió Pérez Rosales la forma de vida de los inmigrantes, una vez consolidado Puerto Montt:
Cada casa, por modesta que sea la fortuna de quien la habita, posee, aunque en pequeña escala, todas las comodidades de que sabe proporcionarse el europeo; en todas reina el más prolijo aseo, y, a falta de mejor ornato, no hay una que no exhiba, tras las limpias vidrieras de sus ventanas a la calle, grandes macetas de flores escogidas. Sus amueblados, hechos todos con maderas del país y por ebanistas de primer orden, son cómodos y lucidos al mismo tiempo. En Puerto Montt no se comprende que pueda nadie edificar sin designar ante todas cosas el lugar que puede ocupar el jardín. En todos ellos, alternando con las flores y las legumbres tempraneras, se ven árboles cargados de frutos cuya posibilidad de cultivo solo ahora comienzan a creer realizable los envejecidos moradores de los contornos. Molinos, curtidurías, cervecerías, fábricas de espíritus, excelentes panaderías, artesanos para todos los oficios y, en general, cuantos recursos y comodidades tienen asiento en las grandes ciudades, salvo el teatro y la imprenta, existen en aquella población modelo que, por un rasgo que le es característico, persigue como crimen la mendicidad 301 .
No resultó fácil la construcción del camino de Puerto Montt al lago Llanquihue, por la densidad del “tupido bosque de árboles corpulentos” y por los humedales que hacían muy fatigoso el tránsito de las cabalgaduras. Fue preciso, entonces, “planchar” la senda. Ya en 1859 se le pudo dar un ancho de 10 a 15 metros, y se concluyó de plancharla en toda su extensión de 36 kilómetros. A Mariano Sánchez Fontecilla, intendente de Llanquihue desde 1865, le correspondió la tarea de reformar la vía y convertirla en un camino ripiado 302 . De esta manera, pocos años después unas 80 carretas de cuatro ruedas permitían transportar los productos de los colonos del lago hacia Puerto Montt, que en 1869 recibió 54 buques. A partir de 1851 se fueron instalando algunos inmigrantes en el seno suroeste del lago, que aumentaron en los años siguientes y formaron un pequeño caserío, que tomó el nombre de Puerto Varas, dado a uno de los tres distritos en que en 1859 fue dividida la subdelegación de Llanquihue 303 . Con la construcción de un vapor en 1872 para el servicio de carga y pasajeros se logró establecer un sistema de comunicación entre Osorno y Puerto Montt, gracias a la construcción del camino, a partir de 1851, desde la primera de esas ciudades hasta Puerto Octay, que debió haberse llamado Muñoz Gamero 304 .
La sostenida tendencia de las autoridades de la monarquía a impulsar la fundación de ciudades en América, que en Chile alcanzó especial fuerza en el siglo XVIII, no se replicó en Chiloé, donde se fundaron seis pueblos durante todo el periodo indiano. De ellos solo uno, Castro, alcanzó el título de ciudad, y los cinco restantes, el de villa: San Miguel de Calbuco —originalmente un fuerte—, San Antonio de Chacao, San Antonio de Carelmapu, San Carlos de Chonchi y San Carlos de Ancud. Es posible que tal escaso desarrollo obedeciera a que después de la rebelión indígena de 1598-1604 el corte de las comunicaciones con el Chile continental supusiera la creación de lo que Urbina Burgos denomina “frontera cerrada”, es decir, la inexistencia de nuevos inmigrantes españoles y las restricciones a la salida de vecinos asimentados en la isla, lo que, entre otras cosas, produjo la supervivencias de formas culturales arcaicas 305 . No obstante haber sido fundados Castro y Chacao en el siglo XVI, Carelmapu y Calbuco a principios del siguiente, con los huidos de la destrucción de Osorno por los indios en 1602, y Chonchi y Ancud en la segunda mitad del siglo XVIII, estos pueblos prácticamente no exhibieron crecimiento. Sus habitantes prefirieron establecerse de manera muy dispersa en sus explotaciones agrícolas y en la proximidad de las numerosas capillas alzadas por los misioneros en el archipiélago. Por tal motivo Castro y las indicadas villas fueron, en rigor, centros de servicios y residencia ocasional de sus vecinos. En cambio, en torno a las capillas se consolidaron numerosos caseríos, como Quemchi, Quicaví, Tenaún, Dalcahue, Llau Llao, Quilquico, Achao, Curaco de Vélez —con 32 casas en el borde costero en 1850 306 —, Rilán, Quetalco, Nercón y muchos más 307 . Estos villorrios, situados en la costa y de reducidísima población permanente, se comunicaban tanto por el borde del mar, utilizado en calidad de camino entre localidades cercanas durante la baja marea, como fundamentalmente por la vía marítima. Esto explica el inexistente desarrollo vial en el boscoso interior, cruzado solo por un sendero “planchado”, el Caicumeo, que desde el siglo XVIII unió a San Carlos de Ancud con Castro, y que en enero de 1835 fue recorrido por Darwin:
La ruta en sí misma es muy curiosa; consiste en toda su longitud, a excepción de algunas partes muy espaciadas, en grandes trozos de madera que, o bien son anchos y se hallan dispuestos en forma longitudinal, o bien son estrechos y están colocados transversalmente. En verano ese camino no es muy malo; pero en invierno, cuando la lluvia ha puesto resbaladiza la madera, se hace muy difícil viajar por él. En esa época del año reina el lodo a ambos lados del camino, que a menudo queda cubierto por las aguas; se está, pues, obligado a consolidar los largueros longitudinales amarrándolos a postes hundidos en el suelo a cada lado del camino 308 .
Todavía al concluir el siglo XIX Ancud seguía unida a Castro por el Caicumeo, “camino de herradura que no acepta ninguna clase de rodados”, del que salían ramales a Dalcahue, Quicaví y Tenaún. Este camino era “áspero en general, pantanoso en partes y con numerosos puentes de madera” 309 . Existió, asimismo, una senda desde Castro hasta el lago Huillinco, que, a pesar de ser muy mala, permitía llegar a Cucao, pequeño poblado en la costa del Pacífico, donde Darwin encontró 30 o 40 familias indígenas.
El predominio de la vida agrícola tuvo como una de sus consecuencias que en Chiloé no existiera una diferenciación marcada entre la vivienda rural y la urbana, como podía comprobarse incluso a principios del siglo XX 310 . En ellas, de madera y de un volumen sencillo a dos aguas, con techo pajizo o de tablones de alerce —después de tejuelas—, el punto central era la cocina, donde se desarrollaba buena parte de la vida familiar. Salvo en las casas de las familias pudientes, la pobreza material, el hacinamiento de humanos y de animales y la suciedad imperaban en las de los sectores más modestos. La descripción hecha por Francisco J. Cavada al concluir el siglo XIX de una casa campesina chilota bien podía aplicarse a una vivienda urbana:
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