Por otra parte, el punto de vista defendido aquí se encuentra más de acuerdo con el espíritu que presidió la dictación de la mayor parte de nuestras leyes fundamentales sobre la materia, pues la concepción de las medidas disciplinales como una pura “especie” de pena era la prevaleciente en ese momento histórico. Por el contrario, el criterio cualitativo solo se ha desarrollado hacia la primera mitad del siglo pasado, probablemente alentado, también en este caso, por una tendencia al autoritarismo que puede servirse fácilmente de él instrumentalizándolo para el logro de sus fines represivos.
B. Las medidas de seguridad y corrección y su relación con el derecho administrativo
No ha sido infrecuente que se discuta la cuestión relativa a si las medidas de seguridad y corrección forman parte del Derecho penal o si son recursos de reacción pertenecientes al ordenamiento administrativo.
El fundamento de este último criterio radica en que tales medidas no son siempre consecuencia de un delito, pues es posible imponerlas también cuando faltan algunos de los elementos que integran la estructura del hecho punible –en particular, la culpabilidad (reprochabilidad)–. Así ocurre, por ejemplo, con la internación en un establecimiento psiquiátrico y la custodia o tratamiento dispuesta para el enajenado mental (loco o demente) por el art. 457 del C.P.P., cuando haya ejecutado un hecho que importa delito. En tal situación, el sujeto ha realizado una conducta típica y antijurídica que, sin embargo, no es culpable, a causa de la inidoneidad del autor para ser objeto de un reproche personal por su acción. Por esto se piensa que la medida aplicada en ese caso no debe tener relación alguna con las reacciones punitivas propias del ordenamiento criminal. Es nada más que una decisión administrativa, destinada a la protección y tratamiento del autor y a la preservación de la seguridad social. Ahora bien, si el razonamiento es válido en estos casos tiene que serlo también en aquellos en los que la medida de seguridad y corrección es impuesta conjuntamente con la pena, pues no existe motivo para atribuirle una naturaleza diferente en unos y otros. Y, por supuesto, resulta aún más convincente respecto a las medidas predelictuales para quienes aceptan su existencia.
Hoy este punto de vista se encuentra abandonado casi por completo.
Presupone una concepción exageradamente expiatoria de la pena que, como no aprecia en ella más que sus finalidades punitivas, quiere trasladar a un ordenamiento distinto del que la administra todas las formas de reacción cuyo objeto es la socialización o el aseguramiento del autor. De acuerdo con lo que aquí se ha expuesto, ese punto de vista no es correcto, porque la pena también tiene objetivos preventivos.453 Por lo tanto, al Derecho penal no le está confiado el castigo por el castigo; tiene la obligación de emplear también sus recursos como un medio para combatir el delito evitando, si es posible, los efectos desocializadores de la pena y asegurando a la comunidad frente a las inclinaciones antisociales del delincuente.
Por otra parte, la idea de que las medidas de seguridad y corrección no involucran una irrupción punitiva en la esfera de derechos del afectado es una falacia. No es verdad que los buenos deseos del legislador y el juez basten para excluir los padecimientos que causa una reclusión asegurativa prolongada, un tratamiento psiquiátrico intensivo o una terapia antialcohólica enérgica. Lo cierto es que también las medidas de seguridad y corrección implican una dosis inevitable de coacción y, por consiguiente, quebrantamientos de los derechos fundamentales de la persona. Por eso es inconveniente abandonar su aplicación a las autoridades administrativas en cuyas manos pueden convertirse –y, de hecho, se han convertido muchas veces– en instrumentos de abuso y arbitrariedad.
Las medidas de seguridad y corrección son unos de los medios que emplea la sociedad para combatir el delito. En consecuencia, forman parte del Derecho punitivo estatal, al cual compete establecerlas, consagrando las garantías que deben rodear su imposición por el juez y su ejecución por las autoridades que la ley designe.
C. El derecho penitenciario y su relación con el derecho administrativo
Lo que se denomina Derecho penitenciario está constituido por el conjunto de las normas que rigen la imposición de las penas privativas de libertad.454
Dicho proceso exige, por cierto, una organización administrativa compleja. Es preciso contar con establecimientos en los que recluir a los condenados, y esto ya supone la realización de actividades financieras, constructivas, de equipamiento y mantención. A su vez, tales establecimientos tienen que estar dotados de personal para la vigilancia y atención de los reclusos. Todo ello induce a pensar que las disposiciones destinadas a reglamentar estos asuntos pertenecen al Derecho administrativo. Pero no es así.
La parte fundamental del Derecho penitenciario es aquella que organiza la forma de ejecución de la pena, los métodos de tratamiento aplicables a los reclusos, sus derechos y obligaciones y las garantías que se le deben otorgar. Se trata, pues, de disposiciones que versan sobre la pena y, concretamente, sobre su realización efectiva durante la ejecución. Por consiguiente, esto no es más que una parte del Derecho penal, muy importante, por cierto, pero a la que no hay motivo para segregar del conjunto. La verdad es que la tendencia a independizar al “Derecho penitenciario”, lejos de contribuir a su enriquecimiento, desarrollo e importancia, termina convirtiéndolo en un subsistema de escasa relevancia. Esto es inconveniente porque la eficacia de la pena depende en gran medida del momento de su ejecución, de manera que, si este no se encuentra normado y organizado adecuadamente, el sistema fracasará, por excelentes que sean sus otras instituciones.
En eso, además, juegan un papel importante consideraciones políticas. No se saca nada con asegurar la liberalización del régimen punitivo otorgando garantías al acusado frente a posibles excesos judiciales, si luego se abandona al condenado al arbitrio de los funcionarios penitenciarios. No solo el imputado tiene derechos que deben ser cautelados; también para el sentenciado deben regir garantías que tutelen su humanidad y la dignidad que deriva de ella. Pero esto no se cumple cuando el proceso de ejecución de la pena se confía a una organización administrativa que dispone de facultades discrecionales y que a veces está estructurada como un cuerpo paramilitar, como ocurre en Chile con el Servicio de Gendarmería.
Como lo destacaba MICHEL FOUCAULT,455 muchas de las ideas libertarias que se habían agitado por los teóricos de la Revolución Francesa respecto al Derecho punitivo, se vieron frustradas mediante un desplazamiento de la función de castigar hacia las administraciones penitenciarias. Ese proceso de deformación se ha ido acentuando cada vez más, porque cuenta con el beneplácito de una sociedad que se niega a reconocer su corresponsabilidad en el fenómeno delictual y prefiere hacerla descansar por completo en el autor de la infracción. La conciencia del ciudadano “honesto” se satisface con la convicción de que los “culpables” han sido declarados tales en un proceso “justo”. Todo lo que ocurre después de eso tras los muros de la prisión lo deja indiferente. En nuestro país este proceso se vio favorecido, además, por el autoritarismo que nos rigió durante casi veinte años, fundado precisamente en la certeza de que la verdad y la rectitud son patrimonio de unos cuantos y que quienes no las comparten son indignos de consideración y respeto. ¡Todas esas convicciones se han caído a pedazos! Pero algunos de sus subproductos permanecen todavía latentes en amplios sectores de la sociedad.
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