Richard Helene - La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente
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El callejón sin salida de la economía favoreció el surgimiento de fuerzas políticas orientadas hacia Occidente, que sólo veían como solución el recurso a los métodos del capitalismo y la organización de la sociedad según ese modelo. El enfrentamiento entre Mijail Gorbachov y los movimientos que idealizaron la economía de mercado (basándose en las teorías de Milton Friedman, Friedrich Hayek y otros) fue muy mal conducido por el equipo en el poder. Dejaron que la economía se degradara en mayor medida, destruyendo precipitada y prematuramente el mecanismo que, a pesar de sus lagunas, funcionaba. La desintegración de todo el circuito económico, la explosión de todas las estructuras que existían a escala de la URSS no dieron origen a otro sistema: sólo se instaló un vacío.
¿Qué comprar?
La población esperó con temor el 2 de enero de 1992: ese día los precios se liberaron y triplicaron o quintuplicaron, según los productos. Los sectores más débiles de la sociedad –sobre todo las personas mayores y los jubilados–, que hasta entonces por precios irrisorios disponían de una vivienda, calefacción, medios de transporte, teléfono, electricidad, así como de algunos productos alimenticios, se encontraron en una situación alarmante. A comienzos de diciembre de 1991, durante una manifestación de ex combatientes, en ocasión del quincuagésimo aniversario de la contraofensiva del ejército soviético frente al asedio de Moscú por las tropas de Hitler, una pancarta expresaba toda su preocupación: “Después de haber sacrificado nuestras vidas durante la guerra, hoy tenemos que morirnos de hambre”. A fin de ese año, los ex combatientes tuvieron derecho, a modo de obsequio, a 500 gramos de arroz y un paquete de té...
Tras la disolución de la Unión Soviética, la inflación crecía entre 3% y 4% por semana [antes de explotar y alcanzar el 2.600% en el año 1992]. En noviembre de 1991, Izvestia titulaba en portada: “En los negocios, no hay nada para comprar; en cambio, se pueden comprar los negocios” (4).
Al deterioro de la economía se sumó una ausencia de poderes reales. El general Alexandr Rutskoi, vicepresidente de la Federación de Rusia, en las columnas del diario Nezavisimaya Gazeta, en diciembre de 1991, denunciaba: “En Rusia, no hay democracia, hay una total ausencia de poderes, caos y anarquía” (5). El general Rutskoi, quien representaba entonces una corriente populista, advertía sobre un restablecimiento de la economía de mercado en detrimento de vastos sectores de la población y se aseguraba de que los militares no fuesen olvidados. Del otro lado, en el equipo de Boris Yeltsin, se encontraban tecnócratas que querían poner en marcha la economía liberal a cualquier precio, como Gavriil Popov, Yegor Gaidar, viceprimer ministro y ministro de Economía de Rusia, y Guennadi Burbulis, el primer viceprimer ministro del gobierno ruso.
Sin duda, la rapidez con la que hombres de Estado e intelectuales soviéticos comunistas cambiaron de convicciones políticas dejó una sensación muy desagradable. No se trataba de simples miembros del Partido que habían gestionado su carnet para acceder a un puesto determinado, sino de dirigentes de primera línea, como Alexandre Yakovlev, miembro del buró político del PCUS durante varios años, que esperó la caída del Partido para sostener, en una conferencia de prensa: “Los bolcheviques no resolvieron un solo problema en este país”.
Traducción: Gustavo Recalde
1. TASS, Moscú, 16-12-91.
2. N. de la R.: El 19 de agosto de 1991, un autoproclamado Comité Estatal para el Estado de Emergencia, que agrupaba a los defensores de una línea dura en el seno del Partido Comunista de la Unión Soviética, ordenó el arresto domiciliario de Mijail Gorbachov en Crimea. El Comité estimaba que su proyecto de Tratado de la Unión amenazaba “la soberanía y la integridad territorial de la URSS”, otorgando una autonomía demasiado amplia a las repúblicas. Los golpistas fueron detenidos el 22 de agosto.
3. Izvestia, Moscú, 19-12-91.
4. Izvestia, Moscú, 19-11-91.
5. Nezavisimaya Gazeta, Moscú, 19-12-91.
Tratamiento de rejuvenecimiento para el neoliberalismo en Europa del Este
Ibrahim Warde
“Las reformas revolucionarias son más fáciles y más divertidas cuando se hacen en otro lado” (1). El profesor Edwin Reischauer, que fue embajador estadounidense en Tokio, describía con estas palabras el ahínco de los funcionarios de su país de la segunda posguerra que querían “reconstruir” Japón con la ayuda de dirigentes dóciles que seguían afectados por la derrota de su nación.
Después de 1989, una nueva generación de hacedores de revolución intentó transformar Europa del Este y la ex Unión Soviética. Estos países se encontraban desprovistos de instituciones y de recursos y con sociedades civiles embrionarias. No tenían más opción que la de acoplarse a un sistema que prometía combinar libertad y prosperidad. Sus élites, compuestas por disidentes sin experiencia gubernamental o por reformadores de última hora, formados en las altas esferas comunistas, estaban a merced de expertos y burócratas que venían de afuera, a la vez guías, gendarmes y proveedores de fondos.
La caída del comunismo, que sorprendió por su carácter repentino y su amplitud, no estuvo acompañada por ningún modelo de recambio o programa de gobierno. En aquella época, el pedido de auxilio lanzado al otro campo coincidió, lamentablemente, con una crisis de liquidez sin precedentes en los países capitalistas (2). Y la paradoja es que fue precisamente la incapacidad de financiar verdaderamente las reformas lo que condujo a estos países a erigirse en consejeros pedantes.
El encanto de un liberalismo puro y duro se explicaba en parte por la convergencia de los eventos –los partidarios del dogma anterior tienden a inclinarse por el dogma opuesto (3)–; así, las condiciones impuestas por quienes ofrecían ayuda constituyeron un factor decisivo. Algo extremadamente paradójico: mientras que el pensamiento económico atravesaba su mayor crisis, las organizaciones internacionales eran cada vez más criticadas y los agentes del liberalismo a ultranza eran desacreditados en Estados Unidos y en Europa, el neoliberalismo se encontró a la vanguardia de una revolución que no había previsto.
Los años 80 no fueron dóciles para el dogmatismo económico, ni para sus aduladores. En junio de 1989, poco antes de la caída del Muro de Berlín, Maurice Allais, premio Nobel de Economía, lo resumía de este modo: “Estos últimos cuarenta y cinco años estuvieron dominados por toda una sucesión de teorías dogmáticas, siempre sostenidas con la misma seguridad, pero absolutamente contradictorias entre sí, todas igual de irrealistas, y abandonadas una tras otra bajo la presión de los hechos.” (4)
Por su parte, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial acababan de ser desacreditados en el momento de la caída del comunismo. Acusados, por un lado (en los Estados Unidos de Reagan, por ejemplo), de malgastar los fondos públicos y, por el otro, de ser responsables de los repetidos “motines del pan”, estos organismos no fueron ajenos a la crisis de la deuda de los años 80. Los “ajustes estructurales” impuestos por el FMI terminaron en fracaso, y minuciosos estudios develaron la incuria y los abusos de los “magnates de la pobreza” (5).
La “idea” de Jaques Attali
¿Cómo explicar entonces que los economistas y las organizaciones internacionales hayan recuperado todo su esplendor con la desaparición del bloque del Este? Porque vivimos, pensaban ellos, el “fin de la historia”: el triunfo del liberalismo tornaba superfluo, según ellos, lo político, y lo reducía todo a problemas técnicos abordables sólo por los expertos (6).
De este modo, la tríada Fondo Monetario Internacional-Banco Mundial-Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (BERD) se convirtió en un punto de paso obligado para la transición hacia una economía de mercado: alguno de sus miembros se interponía siempre para aconsejar, financiar, y sobre todo otorgar los certificados de buena conducta necesarios para obtener la ayuda extranjera. La creación del BERD, en abril de 1991, ilustra las derivas y los abusos de los hacedores de revolución. Concebido a partir de una “idea” de Jacques Attali, su primer presidente hasta 1993, el “Banco Europeo” se convirtió rápidamente en realidad –y en pretexto para la generación de otras burocracias–. Para justificar la creación de un organismo cuyas funciones se superponen con las de otras instituciones ya existentes –“un tercio Comunidad Europea, un tercio Banco Mundial, un tercio Banco Lazard o JP Morgan”– (7), fueron necesarios los numerosos talentos del consejero especial de François Mitterrand, para que “la primera organización de la pos Guerra Fría” fuera un banco, embrión emblemático y financiero de un nuevo orden mundial. Para Attali, el BERD era “la primera institución internacional en proponer una doctrina sobre la democracia, los derechos humanos y el multipartidismo” (8). Sus recursos financieros podrían permitirle “forzarles la mano” a los refractarios. Por otra parte, el banco podía convertirse en accionista del sector privado de los países que “aconsejaba”. Esto le permitía a la vez tomar decisiones sobre la estructura política de un país, financiar sus proyectos, establecer las reglas del juego económico, y, además –quizás lo más importante– ofrecerse como accionista de sus mejores empresas.
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